lunes, 10 de febrero de 2014

Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes

Grande entre los grandes, Don Quijote de la Mancha se erige aún hoy con la corona imperial de las letras universales. Miguel de Cervantes, el inmortal escritor español inspirado por ángeles al forjar esta obra incomparable, gobierna el imperio de los libros junto a otros caballeros egregios, que han dado a la literatura libros tan geniales como la obra maestra del legendario manco de Lepanto, nacido en Alcalá de Henares (Madrid), en 1547. Sin embargo, algo único concede a éste la condición honorífica de presidente de las letras mundiales. Dar vida a las dos figuras más entrañables y puras de este mágico mundo de las letras y las artes: El noble caballero Don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza.

El Quijote, como todos los libros grandes, adquirió una dimensión que superaba en mucho las expectativas de su responsable. Al principio Cervantes, cuya vida es tan interesante como la de sus personajes, concibió la idea de crear un relato para derribar la fama de la que disfrutaban en el siglo XVI los libros de caballerías, muy apreciados por la sociedad de aquel tiempo. El viejo soldado no tenía una opinión positiva de éstos, y no porque los considerara literatura de pésima calidad, sino porque entendía que los libros de caballerías entrañaban una lamentable influencia social. Con buen criterio, Cervantes señalaba las sombras de la literatura, manifestando que los libros de caballerías, que tanto deleite causaban entre sus paisanos, en realidad apartaban a éstos de otras obras de carácter histórico o religioso que los hubieran formado mejor. 

Y lo cierto es que Cervantes consiguió lo que se proponía: desacreditar y ridiculizar los libros de caballerías. Un siglo después de publicarse la primera edición del Quijote, ya nadie leía la literatura de caballeros y damas; las aventuras de grandes héroes enfrentándose a monstruos y enemigos malvados pasaron a mejor vida, hasta su renacimiento en el siglo pasado. Para ello Cervantes dio vida a un personaje inigualable: Don Quijote de la Mancha, un viejo hidalgo que, perdido el juicio de tanto leer libros de caballerías, se convierte en caballero andante con la ambición de hacer justicia en el mundo protegiendo a los indefensos y agraviados. Así, después de haber bautizado a su maltrecho caballo como Rocinante,  y de haber consagrado su empresa en su imaginación a su señora Dulcinea, creyendo que el mundo lo echaba en falta, y que «había muchas ofensas que reparar, injusticias que enmendar y deudas que satisfacer», se puso en marcha: «sin decir nada a nadie y sin que nadie lo viese, una mañana, antes del amanecer, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, se puso la celada, embrazó un escudo, tomó la lanza y por la puerta trasera del corral salió al campo con grandísimo contento». De esta forma tan preciosa y socarrona, el Caballero de la Triste Figura comenzaba su gran historia; sería la primera salida de las tres que realizaría por la España mágica. 

La primera salida comprende los cinco capítulos iniciales. En estos episodios, que atravesamos a carcajada tendida por los desvarios de don Quijote, que acomoda la realidad según sus fantasías (ve castillos donde hay ventas, doncellas donde rameras, etc.), Cervantes nos presenta a su alocado pero noble personaje. En la segunda salida, que ocupa el resto de la primera parte de la novela, don Quijote recorre tierras de la Mancha y Andalucía pero ya no lo hace en solitario. A su lado va el tierno y simplón Sancho, que, ya inseparable de su señor, irá trabando con él razonamientos y discusiones de gran riqueza humana y moral mientras salen malparados de cada nueva aventura que emprenden. La tercera y última salida ocupa por completo la segunda parte. De Zaragoza a Cataluña don Quijote vuelve a salir de su aldea para desmentir al falso apócrifo de Avellaneda. A partir de entonces el hidalgo caballero será engañado por personas y, no como antaño, por sus propios sentidos, hasta el punto de que la comedia cobra tintes de tragedia, y la alegría y el jolgorio mudan su careta por una tristeza profunda e imparable arrastrada por el desencanto del protagonista, que ha ido perdiendo progresivamente la fe en este mundo. Al final, don Quijote ha dejado atrás las locuras para hundir su alma en otra locura peor: reconocer que ni siquiera los héroes pueden con sus solas fuerzas instaurar el orden y la paz últimas que tanto desean sus semejantes; hombres y mujeres corrientes con pequeños y grandes problemas, sujetos a  injusticias y humillaciones que no merecen y habrán de tragarse.

Es por este final, quizá entendido mejor por el espíritu del Romanticismo, por el que se considera al Quijote una novela alegre y a la vez triste. El lector así lo entiende actualmente. Éste comprende que el protagonista, con el que ha reído a espuertas y capazos, y al que ha sabido comprender a fondo al mostrarle aquél su alma desnuda y sin dobleces, no merece las palizas y desaires que recibe. Si al principio provocaban la risa, más tarde terminan suscitando compasión y pena. Entonces lo que hay de bueno en cada uno de nosotros se rebela al ver los tropiezos de don Quijote, porque en realidad éste también es un símbolo de la verdad, la honradez y el impulso universal de trascendencia, en todo momento ridiculizado, pisoteado y escarnecido.

Pero a pesar de que en el fondo del Quijote hay un poso de tristeza, también hay razones para seguir teniendo esperanza. El Caballero de la Triste Figura no es un loco visionario; en realidad sólo delira en lo tocante a sus lecturas caballerescas. En todo lo demás es un hombre cultivado y capaz de lúcidas reflexiones. Si aun así no deja de ser visto por los demás como un loco, no está de más reparar en que este tipo de locos es aquel que señala caminos que luego recorren los sabios y entendidos. Y si finalmente don Quijote acaba muriendo con el corazón roto es porque ha comprendido que nada que eche raíces en este mundo satisface plenamente. Su verdadera hazaña fue mostrarnos esto y vivir la vida fabricando por su cuenta auténticas aventuras con las que matar este insulso y corrompido mundo. No quedan espíritus como el suyo capaces de semejante empresa, sólo pequeñas almas que tratamos de imitar su coraje, idealismo y pureza para hacer de este mundo un lugar un poco mejor que el que leemos en los libros actuales, o el que nos muestran en las películas y la televisión. Don Quijote fracasó en su loca aventura porque trataba de hacer una justicia que no es posible alcanzar en este mundo, una justicia que  no puede encontrarse aquí abajo. Los paraísos está bien imaginarlos en los libros, la realidad no admite más verdad que ésta. Que somos criaturas que, como supo nuestro caballero andante, terminaremos por volver la cara, con éxito o sin él, al Altísimo, al Creador del que procede todo, a la fuente de autoridad de los nobles ideales que abanderó por las tierras de España don Quijote. Un cuerdo loco con grandes ideales que, rizando el rizo, más si cabe, protagoniza la mayor de las obras realistas...

Por eso es necesario que cada época cuente con sus quijotes, con sus hombres inactuales, con aquéllos que revelan al frívolo su impiedad y al injusto su injusticia. Don Quijote es el Cristo del Siglo de Oro, la figura que creó Cervantes para mostrar cómo todos los hombres que han testificado que las obras del mundo son malas, son despreciados y tomados por locos, cuando no asesinados, simbólica o literalmente.



Visión de don Quijote y Sancho de Augusto Ferrer-Dalmau

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