viernes, 11 de julio de 2014

Augusto: Vida de los doce Césares de Suetonio


Octavio Augusto (63 a. C. - 14 d. C.), primer emperador de Roma e hijo adoptivo y heredero de Julio César, es una figura excepcional del mundo antiguo. Augusto no sólo vengó el asesinato de éste en los idus de marzo del año 44 antes de Cristo, sino que se hizo con el poder supremo e inauguró un régimen político que perduró en Occidente cinco siglos. Su gobierno fue brillante, quizá por eso la época en la que Roma fue liderada por Augusto ésta conoció su mayor esplendor. También su apogeo literario. Entonces destacaron algunos hombres de valor extraordinario como Virgilio, Ovidio u Horacio. Pues bien, su vida, obra y personalidad nos fueron transmitidas entre otros autores por el genial Suetonio, en sus deliciosas Vidas de los doce Césares; en ellas Julio César, sin ser emperador, fue considerado por Suetonio, si no el verdadero artífice del Imperio, al menos su precursor. En cualquier caso, Augusto superó en muchos aspectos a su legendario padre putativo, pues Roma gozó con él de especial resplandor. 


Según Suetonio, Augusto no fue al principio moderado en la victoria, y en muchos casos se comportó de forma cruel con los adversarios. Después sería más clemente con sus opositores. Dirigió personalmente dos guerras exteriores. La de Dalmacia y la de los cántabros. Las otras las dirigieron sus legados (entre ellos el mejor de todos fue Marco Agripa), y tomó parte en Panonia y Germania. Celebró tres triunfos y dos veces entró en Roma con los honores de la ovación (Filipos y Sicilia). Y las legiones tan sólo fueron derrotadas de gravedad bajo su mandato en Germania, en la famosa batalla de Teutoburgo. Augusto fue sin lugar a dudas un buen comandante militar.

Augusto fue además un gran reformador. Reformó la milicia. Mantuvo con severidad la disciplina y endureció el trato entre los hombre del ejército, siendo éstos considerados soldados y no únicamente compañeros. En el fondo estaba la idea de profesionalizar el temible ejército de Roma. No obstante, recompensó generosamente el mérito militar. Más allá de la milicia, Augusto devolvió el orden y la paz a la gran urbe latina. Metió en cintura a los delincuentes y a los soldados licenciados de las viejas guerras civiles. Habitualmente administró justicia personalmente, demostrando exquisito cuidado en aplicar las leyes. Reformó la administración y apostó por aumentar el número de sacerdotes. No es extraño, por tanto, que después de embellecer Roma, mediante la construcción de edificios públicos hechos de mármoles y hermosas piedras duras, y de rehabilitar la costumbres y la religión tradicional, Augusto fuera llamado Padre de la Patria. Más tarde sería divinizado, creándose templos y altares en su honor. 

«Ahora que le he mostrado tal como era en el mando y las magistraturas, al frente de los ejércitos, en el gobierno de la república y del mundo, durante la guerra y durante la paz, daré a conocer su vida íntima y privada» (LXI). Esto se propone Suetonio al cruzar el ecuador de su biografía. 

Augusto por lo visto fue un hombre de notable belleza. Algunos, según Suetonio, le acusaron de afeminado, de adúltero y de haberse prostituido, de ser amante de lujo (LXXI). Pero según el autor de las Vidas de los doce Césares, Augusto no eran ninguna de estas cosas. Sí le gustaba mucho el juego, sobre todo los dados, y también «fue siempre muy dado a las mujeres». Pero generalmente moderado en sus costumbres y pasiones y austero en sus comodidades. 

Livia Drusila fue la mujer que más amó de todas cuantas conoció. Al menos que sepamos. «Amola exclusivamente y la estimó con profunda perseverancia» (LXII). Sin embargo, ésta no le dio hijos. Sí se los dio Escribonia. Le dio a la díscola Julia. Y Julia le dio a su vez cinco nietos, con los que llegarían sin embargo las desgracisa. Los dos varones fallecieron. Por su parte, su nieta Julia, al igual que su hija, era para el emperador una deshonra. La una y la otra fueron desterradas de Roma por sus comportamientos inmorales y lascivos. Pues «tanto le avergonzaron sus desórdenes que estuvo mucho tiempo separado del trato con los hombres, y hasta deliberó si le daría la muerte. Habiéndose ahorcado entonces una liberta, llamada Febe, cómplice de los desórdenes de su hija, dijo que preferiría ser su padre a serlo de Julia» (LXV). 

Octavio Augusto fue un hombre, sin duda, que respetó mucho la moralidad. Celebraba las fiestas y solemnidades con magnificencia. Comía poco y era sobrio en el vino. En cuanto a las artes, las fomentó cuanto pudo, rodeándose de escritores y hombres de letras, y dejando en manos de Mecenas la protección de los mayores talentos. Y él personalmente escribió obras en prosa e incluso ensayó la poesía. «Desde su infancia se aplicó con tanto éxito como afán al estudio de la elocuencia y de las bellas letras» ((LXXXIV). 

Sin embargo, a nivel íntimo quizá lo más llamativo de la vida del primer emperador romano sea que padecía de espantosas visiones y sueños. Augusto era un hombre muy supersticioso, a decir de Suetonio; pero posiblemente la sensibilidad del joven Octavio fuera diferente a la del hombre vulgar. Además, según Suetonio, hubo «presagios que precedieron a su nacimiento» (XCIV). Sea como fuere, se trata de uno de los hombres más importantes de la Antigüedad. Ni más ni menos que el dueño del mundo conocido, precisamente en el momento justo en el que Dios decidió que nacería su único hijo, Jesucristo. Pero éste, el hombre más Grande de la historia, nacería en cambio en una remota región del Imperio Romano, un país orgulloso de su tradición y de carácter netamente religioso; no en vano Israel era el pueblo elegido por Dios. Y a pesar de todo, aplastado y domeñado por la gran potencia del mundo antiguo, de la cual era líder supremo un hombre conocido a la sazón como el divino Augusto

Se cumplen este 2014 dos mil años de su muerte. Con los dedos de las manos se cuentan los hombres que han dejado en la historia un legado semejante al suyo.


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