martes, 12 de agosto de 2014

España, Patrimonio de lo Sagrado: Santuario de Nuestra Señora de Cortes, Alcaraz (Albacete)


La primera parte del año fue especialmente lluviosa. Quizá por la misma razón, el invierno de 2013, al menos en el interior de la provincia de Albacete, no había apretado demasiado los dientes. Lo contrario sin embargo no nos hubiera extrañado. Por estas latitudes conocemos bien el rigor de los inviernos, aunque según los viejos —que son los que saben—, cada vez son menos crudos. El viento, en cambio, sopló omnipresente durante meses; y entonces, en plena primavera, se resistía a marcharse.

Pero no fue sólo el viento lo que definió al mes de mayo, también estuvo el mes marcado por sus tormentas. Una persona había recibido la caída de un rayo en la capital del país, informaron los telediarios en aquellas fechas. Las tormentas eléctricas recorrían la Península Ibérica de punta a punta, visitando, ruidosas y graves, los pueblos más escondidos que pudiera imaginarse. Aun así no me lo pensé dos veces. A mediados de mes, concretamente el 15 de mayo, y aprovechando una tregua del cielo, hice un pequeño viaje. Las condiciones eran inmejorables según mis gustos solitarios. De esta manera, después de comer enganché mi cámara de fotos y un cuaderno y me dirigí con mi coche rumbo a Jaén. El objetivo era el Santuario de la Virgen de Cortes, a pocos kilómetros de Alcaraz, una población tranquila asentada a las puertas de una de las sierras sagradas de Albacete, y con un patrimonio artístico de valor extraordianario.

Allí se encuentra un lugar de veneración y culto que, a pesar de tenerlo a tiro de piedra de mi propia casa, no había visitado nunca. Y así me lo reprochó después con buen humor la chica que dispensaba los artículos religiosos en aquel punto de peregrinación mariana.

Mi interés por el lugar venía de muy atrás. Conocía el gran fervor que despertaba en las gentes de los alrededores, y las visitas que recibía de los lugares más insospechados de España. Había escuchado a mi abuela paterna referirse al santuario, y contar historias fabulosas acerca de él. Así que antes o después tenía que conocerlo. Y aquella tarde, por el motivo que fuera, decidí que había llegado la hora.

La ruta en sí misma es deliciosa. Por algo cuentan los poetas que el viaje es en esencia el camino y no el lugar de destino. Tal vez por ello lo recuerdo como uno de los viajes en solitario más plenos de mi vida. Hasta Balazote, la carretera es una recta «aburrida» con llanuras a los dos lados sin ningún aliciente, lupanares y bares de carretera esparcidos a caballo de los pueblos. Sin embargo, a partir del municipio en el que se descubrió la impresionante Bicha de Balazote, el paisaje se transforma y se tiene la certeza de haber entrado en un nuevo reino, en un nuevo señorío, en un nuevo universo; entonces la carretera serpentea, penetrando con vacilación en las estribaciones de la sierra. Con las manos puestas al volante y los ojos, en otros mundos, se llega a El Jardín. En los extremos de la calzada, en las mismas cunetas, magníficas poblaciones de chopos se yerguen hacia el cielo; un cielo que, según iba engullendo kilómetros, se volvía más oscuro y desafiante. Estaba emborronado, turbio, como si alguien hubiera esbozado unos cuantos brochazos mal dados sobre un lienzo áspero. Pero era un espectáculo contemplarlo a través de los cristales de mi coche.

En realidad, como he dicho, no era el único placer que poseía el entorno. Conforme se avanza, en el margen derecho de la carretera se va arrugando el paisaje. Poco a poco los cerros se vuelven más poderosos, abruptos y verdes. En el lado opuesto continúan viéndose álamos, chopos que estiran sus cuerpos esbeltos, sucedidos con campos de labor bien cuidados. La vista es una postal de la naturaleza exuberante. En movimiento. Radiante. Pues aquella tarde, a mi paso por aquellas tierras hermanas, los árboles vibraban por el viento, columpiados como si fueran gigantes que se movieran lentamente al hundir sus pisadas en el barro de precipitaciones pasadas, ebrios de vinos tintos y rosados.

El Jardín, Los Chospes, y más adelante los montes que protegen el milagroso santuario, forman un escenario bucólico, de otra época, conveniente para ilustrar relatos de la mitología clásica o situar los versos de Virgilio. Pues al cruzar esta tierra de pastores, de apariciones y de creencia, hasta podía oler los aromas antiguos de sus piedras.

No obstante, se tiene que dejar atrás El Cubillo, un puerto de mil metros, Robledo y El Horcajo; e inmediatamente después de este pueblo, a mano izquierda, surge un desvío hacia Peñascosa —cuna de mi padre—, que conduce directamente al santuario donde se venera la reliquia de la Virgen de Cortes. Entonces se impone subir por una senda pavimentada, desde la cual se puede ver, al fondo, sobre una colina, el precioso templo vestido de blanco con sus dos torres rematadas por sendos pináculos. Entonces, una vez arriba, al llegar al aparcamiento, y antes de poner mis pies en el asfalto, hago memoria y recuerdo cuál es el origen de la ermita, su razón de ser, su grandioso misterio...

Francisco Álvarez se encontraba el 1 de mayo de 1222 junto a su ganado en los montes próximos a la villa de Alcaraz, ignorante de lo que estaba a punto de sucederle. De pronto, sin motivo aparente, las ovejas empezaron a agitarse y a correr por el campo. El instinto de los animales había detectado algo sobrenatural en el aire. ¿De qué podría tratarse? Inmediatamente después una luz muy brillante, semejante a un relámpago, cruzó el prado y se detuvo en una encina, iluminando su tronco y sus ramas de una luz blanca como la nieve más pura. El árbol desprendía tal resplandor y claridad que el pastor se sobrecogió. Desde luego no era algo común para un hombre sencillo de la España rural y profunda. El monte, sin embargo, emanaba fragancias agradables. Y la naturaleza, mientras tanto, se había quedado sin habla, pues ni siquiera se escuchaba el trino de los pájaros. Sólo un coro invisible alabando a alguien podía oírse en aquel instante. Entonces, según recogen las crónicas, aquella luz se dirigió con lenguaje humano al humilde pastor:

«No temas —dijo la aparición—. Soy la Virgen María, Madre del Redentor del Mundo. Irás a Alcaraz y contarás cómo me he aparecido en esta encina y que es mi voluntad que me edifiquen en este lugar un templo, una casa de oración para que mis devotos me ofrezcan sus votos y dones. Este lugar será tenido por santo, y en él obrará Dios milagros y misericordias con los que veneren esta imagen mía, oculta en esta encina desde la pérdida de España.»

Las palabras de la Virgen, desde luego, son impresionantes. ¡Acababa de inaugurar un lugar santo! Así pues, tras el diálogo mantenido entre la Virgen y el pastor —pues el hombre no daba crédito a sus ojos y contestó a la Virgen en un par de ocasiones—, apareció entre las ramas del árbol, aún resplandecientes, la imagen de Nuestra Señora de Cortes. Una estatua física y palpable salida de la nada. Después de aquello la reliquia fue llevada a Alcaraz, donde pasaría la noche en la parroquia de San Ignacio. Entre el asombro y los comentarios de los naturales de aquella villa privilegiada. 

Sin embargo, a la mañana siguiente los vecinos descubrieron que la imagen había desaparecido. No es difícil imaginar la confusión y el asombro siguientes. La efigie milagrosa no estaba en el lugar donde la habían dejado la noche de antes. ¿Qué había ocurrido? En esos momentos, como es lógico, cundió el pánico. Y se extendió de un costado a otro del pueblo hasta que alguien arrojó una pequeña esperanza a los allí presentes. ¿Y si la imagen estuviera donde fue vista por primera vez? Recordando las palabras de la Virgen, unas cuantas personas volvieron al lugar de la aparición por si la imagen hubiera regresado de forma misteriosa al lugar en el que la encontró el pastor en medio del monte; y efectivamente, ahí se hallaba la figura, intacta, rodeada por una luminosa nube. ¡Aquello era a todas luces obra sobrenatural! Asombrados por los dones recibidos, los lugareños dieron curso rápidamente a la solicitud de la Virgen. El 8 de septiembre de 1222 se inauguró la primera ermita.

Para mayor gloria del lugar, el santuario levantado fue el emplazamiento donde se reunieron posteriormente las Cortes castellanas, en 1265. Alfonso X el Sabio y su suegro Jaime I de Aragón habían decidido encontrarse en ese espacio para delimitar los nuevos espacios de la Reconquista. Pero no sabían los reyes que se hallaban en lugar sagrado, y al ser informados de la aparición de la Virgen años atrás, decidieron hacer una aportación económica para ampliar la iglesia y construir allí una hospedería. El resto es historia... Historia sagrada que continúa hasta nuestros días.

El templo actual ha sufrido cambios y reformas con el paso de los siglos, también la figura; pero la imagen que se venera actualmente de la Virgen es, bajo vestidos y adornos muy posteriores, una pieza románica de finales del siglo XII o principios del siglo siguiente. Precisamente las fechas en las que está registrada la aparición sobrenatural.

Como fuere, dejo atrás la historia del lugar y entro por fin en el recinto sagrado, semejante a una plaza de toros por su redondez. Y entonces sonrío para mis adentros. No esperaba un recinto tan hermoso. El área está cuidada con esmero, destacando en todo ese espacio los arcos que se suceden alrededor del perímetro, y los pinos, señoriales y dignos, que junto a las flores, visten el espacio con los colores del cielo. Arriba, en el Relicario, están depositadas las ofrendas de las almas que acuden al santuario a pedir la intercesión de la Virgen. Ésta por fin puede verse en la iglesia, subida en un trono bajo un arco de medio punto; tras el altar mayor, en medio de un retablo muy digno del siglo XVIII. Iluminada día y noche. Para que la veneren todos aquellos que la consideran su madre.

Después de pasar un buen rato completamente solo entre los muros de la iglesia —sólo una pareja me acompañó unos instantes—, salí renovado del encuentro con la famosa imagen. Afuera, un paisaje irresistible. Comprobé, al cruzar el umbral de la puerta trasera del templo, que el cielo estaba a punto de romper a llover; de hecho caían algunas gotas sueltas y finísimas, pero allí arriba debían de sentir lástima por un viajero que en esos momentos estaba maravillado por el paisaje y superado en semejante escenario. Yo sólo deseaba permanecer un poco más allí perdido, vagando por los aledaños. Tampoco pedía un milagro.

Antes de despedirme, compré un azulejo con marco de forja con palabras de bendición de la Virgen para mi casa de campo, seguí caminando fuera del recinto cuesta arriba —donde disfruté de unas vistas increíbles de las verdes dehesas salpicadas de margaritas de los montes de Cortes—, y después me marché. Caían cuatro gotas contadas en ese momento, y apenas tuve que activar después el limpiaparabrisas en carretera, aunque el cielo siguiera estando muy feo. O, según mis gustos extraños, terriblemente hermoso. 

Finalmente, una vez en el coche, apunté mis impresiones con trazo ágil sobre un cuaderno de viaje y me puse en marcha. Bajando despacio, resistiéndome, aspirando la fragancia de la tierra para conservarla en la memoria. 

De regreso a casa no solamente me había respetado el tiempo, sino que volvía con más fe en esas cosas que hoy escuecen tanto a los que niegan cualquier causa trascendente o espiritual en el mundo; y además, había estado paseando mi alma, solo y entregado, por las mismas tierras en las que vive y permanece algo llamado milagro.




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