miércoles, 8 de julio de 2015

El primer hombre de Roma de Colleen McCullough

Magnífico título y extraordinaria síntesis del primero de los libros de una saga literaria de merecido éxito y reputación sobre uno de los compases más fascinantes de la historia, el final de la república romana, o lo que es lo mismo, las convulsas vísperas del Imperio más asombroso que vieron los siglos. Me estoy refiriendo a El primer hombre de Roma. Aparecida en 1990 pero convertida en seguida en referente de la novela histórica y la divulgación del mismo género, la actualidad de esta obra no se ha agotado de momento al ser leída y releída con agrado por sucesivas generaciones de lectores amantes del mundo antiguo y la novela histórica. Varias son las razones del éxito de Colleen McCullough. Me propongo enumerar algunas a continuación, inclinándome así por un panegírico más que por un comentario donde prime la descripción argumental, suficientemente conocida, por otra parte.


Pues bien, ser el primer hombre de Roma era la máxima ambición política de todo romano bien posicionado. Aquí Colleen McCullough presenta la evolución de dos personajes históricos colosales como fueron Sila y Cayo Mario, y como este último accede en primer lugar a esa posición de privilegio que tanto anhelaba. En realidad tal era la ambición política del ciudadano romano, la carrera por el consulado, que Roma se convirtió en el epicentro de un mundo en el que se adoró el poder, un poder en torno al cual se montó naturalmente una fastuosa y deslumbrante escenografía. Por eso dos mil años después los rescoldos del Imperio más poderoso de la historia todavía nos encandilan. En El primer hombre de Roma al menos se respira ese mundo fascinante, porque su autora narra con maestría; pero no sólo por eso, también porque demuestra gran habilidad para contrastar dos personalidades tan atractivas como las antes mencionadas, con sus estilos de vida y psicologías particulares.

De hecho el alma de McCullough ha quedado en parte expuesta al público, como la del artista Basilio Hallward al pintar el retrato de Dorian Gray, porque una obra de semejante volumen implica una larga vida entregada a la descripción novelada de esta época fascinante y convulsa. Precisamente la época en la que Dios decidió encarnarse para rescatar una humanidad perdida. Aunque sólo Dios sabe profundamente por qué escogió esa época y no otra, los demás sólo podemos intuirlo.

En fin, como ha quedado insinuado, en El primer hombre de Roma se adivina la vasta erudición de su autora, su preocupación real, no sólo por la trama de ficción, sino por los hechos históricos. De ahí que su obra esté empapada de fuentes clásicas y otras obras de referencia de autores modernos. Sin quedar aquí la cosa, pues la escritora australiana también incluye aportaciones personales. Tal grado de conocimiento llegó a adquirir de su amada época romana que se creyó con autoridad para pronunciarse abiertamente sobre cuestiones historiográficas acerca de las que ya había dicho la última palabra, así se creía, el propio Mommsen. Y en mi opinión, su voz, al margen de cuanto tiene que ver con licencias literarias, no debería ser pasada por alto para quienes deseen indagar en las causas últimas de este periodo tan atractivo de la historia. Esta mujer, en fin, ha defendido muy bien lo que ha dejado escrito sobre la historia antigua de Roma.

Así, esta gran obra, en cuanto a tamaño y grandeza literaria —toda la que puede reunir una historia novelada—, enseña con atrevimiento las claves del mundo clásico, los detalles de otro mundo, sus dioses, rituales e ideas filosóficas, sus esparcimientos, sus costumbres y contrastes, sus grandes personajes, sus victorias y fracasos...

Los profesores, por la parte que les toca, deberían acercar al público también este tipo de obras. Pues la divulgación histórica, aunque sea por medio de estos géneros, es imprescindible para hacer inteligible y atractiva la historia al público lego. De lo contrario, de seguir en sus trece, empeñado en monografías para especialistas o ladrillos infumables que no parecen escritos por un homo sapiens, el profesor sólo conseguirá aburrir a sus alumnos, hacerles perder el interés y la ilusión por conocer la historia y, lo que es peor todavía, les robará la pasión que se necesita para buscar sin descanso la Verdad escondida en todas las cosas.

Quizá estas palabras, entendidas como una voz de alarma por quienes no están del todo dormidos, no sean más que reproches al viento. Después de todo, y tal vez muy pronto, descubramos con pesar que desconocer la historia supone vivir de nuevo lo peor de ésta.


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