domingo, 9 de agosto de 2015

El Príncipe de Nicolás Maquiavelo

Uno de los clásicos por excelencia de la filosofía del poder es la principal obra de Maquiavelo. Desde que se escribió esta obra muchos han sido los poderosos que la han leído atentamente y, lo peor de todo, tomado al pie de la letra. Por ejemplo Napoleón, el cual llegó a comentar El Príncipe. Precisamente el texto leído para este breve ensayo es acompañado por los comentarios de Napoleón Bonaparte, reflejándose en ellos el alma del tirano nacido en Córcega.

El Príncipe ha sido un texto muy comentado y polémico desde su mismo nacimiento. Ha dado origen al adjetivo maquiavélico, es decir, a la persona que actúa sin ningún escrúpulo o moral para conseguir sus objetivos. Por otro lado, no pocos estudiosos de la obra han defendido el clásico de Nicolás Maquiavelo, alegando que el texto no ha sido bien entendido. ¿Manual de estrategia, con importantes cuestiones para la reflexión moral, o una advertencia sobre la inmoralidad de los príncipes?

Quizá un poco de todo. No en vano Maquiavelo, en 1513, sufre en sus carnes la caída de la república de Florencia y la vuelta al poder de la familia Médicis. El cambio de gobernantes significó para él la pérdida de sus cargos. Además, se le detuvo y sometió a tortura. Después de esto escribió El Príncipe. El contexto, como se recuerda una y mil veces, nunca debe perderse de vista.

Así, es posible que originalmente El Príncipe pretendiera ser una obra con la que Maquiavelo deseara congraciarse con los nuevos amos de Florencia, precisamente aquellos que le habían despojado de todos sus cargos públicos e incluso le habían sometido, como dijimos, a reclusión y tortura. De hecho, la dedicatoria de la obra va dirigida a Lorenzo de Médicis:

“Los que desean ganarse el favor de un Príncipe suelen presentarse a él, la mayoría de las veces, con aquellas de entre sus pertenencias que ellos más estiman, o que él más aprecia. De ahí que muchas veces le regalen caballos, armas, telas tejidas con oro, piedras preciosas y otros adornos semejantes, dignos de su grandeza. Por tanto, siendo mi deseo ofrecer a Vuestra Magnificencia algún testimonio de mi devoción hacia Vos, no he encontrado en mis cosas nada más querido ni más estimado que mis conocimientos sobre las acciones de los grandes hombres, adquiridos a través de una amplia experiencia de las cosas modernas y una repetida lectura de las antiguas; habiéndolas examinado y considerado con gran diligencia durante mucho tiempo, las he resumido ahora en un pequeño volumen, que envío a Vuestra Magnificencia”[1].

Una vez escrita esta dedicatoria, Maquiavelo comienza su exposición haciendo referencia a los tipos de principados y a la manera en que se adquieren estos. Por tanto, entra en harina sin mayores circunloquios:

“Todos los estados, todos los gobiernos que han regido y rigen la vida de los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados pueden ser hereditarios, cuando la estirpe de su señor los ha gobernado durante mucho tiempo, o pueden ser nuevos. Los nuevos pueden ser completamente nuevos, como fue Milán para Francesco Sforza, o ser como miembros adjuntos del estado hereditario del príncipe que los consigue, como es el reino de Nápoles para el rey de España. Los estados que se adquieren de esta forma pueden estar acostumbrados a vivir bajo la autoridad de un príncipe o pueden estar acostumbrados a ser libres, y se los puede conquistar con las armas de otros o con las propias, con la suerte o con la virtud”[2].

En términos generales los principados transmitidos hereditariamente resultan más fáciles de mantener, ya que el príncipe natural tiene menos causas y necesidad de ofender, por lo que sus súbditos lo estiman más. Una situación muy distinta es la de los principados nuevos y, especialmente, la de los mixtos, es decir aquellos en que parte de los territorios se han incorporado más o menos recientemente. En estos casos, por mucho que el príncipe haya sido llamado por parte de los súbditos, no debe confiar en su ayuda para mantener los nuevos territorios:

“(…) su inestabilidad nace en primer lugar de una necesidad natural propia de todos los principados nuevos: que los hombres siempre están dispuestos a cambiar de señor, creyendo que así van a mejorar, y esta convicción les hace alzarse en armas contra él; aunque se engañan, porque luego comprueban por experiencia que han empeorado. Esto se debe a su vez a otra necesidad natural y ordinaria, que es que siempre hay que ofender a los nuevos súbditos, tanto con las armas como con los numerosos ultrajes que provoca la nueva adquisición. Debido a esto, siempre tendrás como enemigos a todos los que ofendiste cuando ocupaste el principado, y tampoco podrás conservar con amigos a los que te apoyaron, porque no puedes satisfacerlos como ellos esperaban; tampoco puedes emplear remedios enérgicos en su contra, puesto que estás en deuda con ellos”[3].

De hecho, la manera más segura de mantenerlos o recuperarlos es recurrir a medidas de astucia que obtienen su efectividad de la forma en que está configurada la propia naturaleza humana. Si los territorios hablan la misma lengua, bastará con extinguir la línea de sucesión del anterior príncipe. Si no es así, resulta recomendable que el nuevo ocupante resida en esa tierra, lo que facilitará sofocar las revueltas y evitar abusos de los nuevos funcionarios. Finalmente, es de interés mantener bases en el nuevo territorio que permitan controlar cualquier motín. De aquí que la injuria causada a un hombre deba tener tal envergadura que no le dé oportunidad de reaccionar.

Por lo que se refiere a la obtención de nuevos partidarios, bastará con que se aprovechen las limitaciones de la naturaleza humana:

“Lo que suele suceder es que, en cuanto un extranjero poderoso entra en un estado, todos los que se encuentran en una situación desfavorable se unen a él, movidos por la envidia que sienten hacia quienes han estado por encima de ellos, de forma que no tiene que hacer ningún esfuerzo para ganarse su apoyo, porque en seguida se asocian por propia voluntad con el nuevo estado que ha conquistado. Sólo tiene que tener cuidado de que no adquieran demasiado poder ni demasiada autoridad”[4].

Ejemplos como los proporcionados por la historia antigua y reciente (Luis XII de Francia) vienen a demostrar, según Maquiavelo, lo acertado de su tesis (3). También lo corrobora cómo se conservó el imperio de Alejandro Magno incluso después de muerto éste (4).

En algunos casos, sin embargo, puede que los estados recientemente adquiridos no dependieran previamente de un príncipe y que contaran con leyes propias y vivieran en libertad. Estos estados también pueden ser sometidos recurriendo a tres posibles opciones: la primera, arruinarlos; la segunda, ir a vivir a ellos; la tercera, dejarlos vivir con sus propias leyes, cobrando tributos y estableciendo en ellos un gobierno oligárquico que conserve la amistad hacia el príncipe (5).

Concretamente es en la conquista de nuevos principados donde Maquiavelo no muestra ningún motivo de censura moral. Estos se pueden conquistar de tres maneras: con armas y esfuerzo propios (6), con armas y fortuna ajenas (7), mediante el crimen (8) o civilmente (9). En el primer caso nos encontramos con un buen número de innovadores. Pero para Maquiavelo los éxitos hay que atribuirlos sobre todo a consideraciones prácticas, entre las que se encuentra por supuesto el uso adecuado de la violencia:

”Si los innovadores se valen por sí mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar a cabo su obra tienen que rogar o pueden imponerse con la fuerza. En el primer caso siempre acaban mal y no consiguen llevar nada a término, pero si dependen de sí mismos y pueden imponerse con la fuerza, entonces rara vez se encuentran en peligro. A esto se ha debido que todos los profetas armados hayan vencido, y todos los desarmados hayan fracasado. Porque, además de todo lo dicho, el pueblo es de naturaleza voluble, y es fácil convencerle de una cosa, pero es difícil mantenerle en esa convicción; por eso conviene organizarse de forma que, cuando el pueblo ya no crea, se le pueda obligar a creer por la fuerza. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no habrían podido conseguir que el pueblo observara sus constituciones durante mucho tiempo si hubiesen estado desarmados, como le ha ocurrido en nuestros tiempos a fray Girólamo Savonarola. Éste cayó en desgracia junto con sus nuevas leyes cuando el pueblo dejó de creerle, puesto que no tenía medios para mantener firmes a los que habían creído, ni para convencer a los que no creían”[5].

Sin embargo, más difícil es la situación de aquellos que se han hecho con principados valiéndose de armas y fortuna ajenas. Lo más lógico es que no los puedan mantener, aunque ocasionalmente se producen excepciones, como son los casos de Francisco Sforza y César Borgia. En este último caso, la fortuna vino propiciada por la acción de su padre, el papa Borgia, que no dudó en introducir desorden en los territorios de dichas familias, a fin de poder hacerse con parte de los principados fácilmente.

Y es que la historia de César Borgia proporciona a Maquiavelo el tema perfecto para referirse a la toma del poder mediante el crimen. El ejemplo clásico de este método es el de Agatocles, que se aseguró la tranquilidad mediante el uso de medios crueles. Sin embargo, la crueldad en sí no es garantía de éxito, sino la crueldad bien empleada:

“Alguien podría preguntarse cómo es que Agatocles y otros como él, tras haber cometido numerosas traiciones y crueldades, pudieron vivir seguros en su patria durante mucho tiempo y defenderse de los enemigos externos, sin que sus conciudadanos conspirasen nunca contra ellos, mientras que muchos otros no han podido conservar sus estados mediante la violencia ni siquiera en tiempos de paz, y mucho menos en las inseguras épocas de guerra. Creo que se debe a la buena o mala utilización de los delitos. Se puede definir como buena utilización del delito (si es que se puede hablar bien del mal) la que se hace en un momento concreto, por la necesidad de asegurar la propia posición, sin volver a insistir luego en ella, sino intentando sacarle el mayor provecho posible para los súbditos. Están mal usados los delitos, que aunque al principio son pocos, van aumentando con el tiempo en vez de desaparecer.

Por tanto, hay que señalar que cuando se conquista un estado, el que lo ocupa tiene que pensar cuales son los ultrajes que va a tener que cometer y hacerlos todos de una vez, para no tener que cometer uno nuevo cada día, asegurándose de esa forma la fidelidad de los hombres y ganándoselos con los beneficios que les ofrece. Quien actúe de otra forma, ya por timidez o porque ha sido mal aconsejado, siempre tendrá que tener la espada en la mano, y nunca podrá confiar en sus súbditos, puesto que estos, a su vez, no podrán sentirse seguros con él, a causa de los nuevos ultrajes que continuamente reciben. Porque los ultrajes hay que hacerlos todos a la vez, para que, al saborearse menos, la ofensa sea menor, mientras que los beneficios, hay que hacerlos poco a poco, para que los saboreen mejor”[6].

Finalmente, Maquiavelo analiza como última forma de hacerse con el poder la que deriva no de una u otra forma de violencia sino del apoyo de los conciudadanos. Éste sólo puede ser el del pueblo o el de los poderosos, ya que en todo Estado se producen estas dos tendencias, que nacen del hecho de que el pueblo no desea ni ser gobernado ni ser oprimido por los poderosos, que, por su parte, sólo desean oprimir y mandar al pueblo. Por regla general, los poderosos apoyan a alguien del pueblo cuando temen que éste se alce en su contra. De ahí que el que llega al principado con ayuda de los poderosos se mantiene con más dificultad que aquél al que eleva el pueblo.

Por el contrario, las intenciones del pueblo suelen ser, por regla general, más honradas que las de los poderosos, ya que éste sólo busca que no lo opriman. Pese a todo, dirá Maquiavelo, el príncipe nunca puede estar seguro del pueblo, que es multitud, y sí puede estarlo de los poderosos, que son pocos. Sin embargo, mantener el favor del pueblo es fácil tanto en un caso como en otro y, además, resulta muy necesario.

Como última clase de principados, Maquiavelo se refiere a los principados eclesiásticos (11). Éstos son los mejores, según su entender, porque se apoyan en leyes canónicas:

“En ellos todas las dificultades se presentan antes de poseerlos, porque para conquistarlos hace falta virtud o suerte, pero para conservarlos no es necesaria ninguna de ellas, puesto que están regidos por antiguas instituciones eclesiásticas que han tenido tanta influencia y tanto prestigio que mantienen a sus príncipes en el poder independientemente de cuál sea su forma de proceder y de vivir. Estos príncipes son los únicos que tienen estados y no los defienden, y tienen súbditos y no los gobiernan; y aunque sus estados no están defendidos nadie se los quita, y los súbditos no se preocupan de la falta de gobierno, y no piensan en abandonar a sus señores. Éstos, pues, son los únicos principados seguros y felices”[7].

Pero claro, la extensión de ese poder no se ha debido más que a la fuerza y al dinero, afirma Maquiavelo, y para demostrarlo cita el caso de los papas Alejandro VI, padre de César Borgia, y Julio II.

Después de señalar las maneras de cómo se consigue el poder sobre los Estados, Maquiavelo señala los métodos para conservarlo: “Los fundamentos principales de todos los estados, ya sean estos nuevos, viejos o mixtos, son las buenas leyes y los buenos ejércitos”(12).

Así, los ejércitos pueden ser mercenarios, auxiliares o mixtos. De los primeros, Maquiavelo tiene una opinión negativa, atribuyéndoles “la actual ruina de Italia”. Igualmente malas son las tropas auxiliares o prestadas por otros príncipes (13). En realidad, los únicos ejércitos fiables son los propios, como demostró César Borgia en la conquista de la Romaña o como enseña la historia de Roma, ya que el Imperio se desplomó cuando en lugar de tener sus propias tropas se valió de los servicios proporcionados por los godos. De ahí que sea tan importante para el príncipe el ocuparse de organizar y disciplinar al ejército con vistas a una posible guerra (14).

En los siguientes capítulos, Maquiavelo va a centrarse en los criterios de utilidad política y no en los morales a la hora de valorar las virtudes de un príncipe. En este sentido afirma que su generosidad no debe ser pronunciada porque le creará más problemas que beneficios (16). Igualmente, sostiene que la crueldad puede ser conveniente, ya que lo importante no es discernir si es mejor ser amado o ser temido, sino evitar ser odiado (17). De la misma manera, faltar a la palabra dada puede ser conveniente y, al respecto, sin mencionarlo por su nombre, Maquiavelo recurre a Fernando el Católico, nombrado previamente en la introducción de su libro:

“Un príncipe de nuestro tiempo, cuyo nombre no conviene mencionar, predica continuamente la paz y la lealtad, siendo en realidad enemigo de ambas; de hecho, si hubiese observado tanto la una como la otra, habría perdido repetidas veces el prestigio y el estado”[8].

Pero, no basta, sin embargo, con que el príncipe conserve lo que tiene y sepa reprimir cualquier oposición. Además, debe hacer lo posible por ser querido. Para lograrlo, no debe ser virtuoso, sino ¡tener éxito! Su modelo parece ser de nuevo Fernando el Católico:

“Nada da tanto prestigio a un príncipe como afrontar grandes empresas y dar de sí insólito ejemplo. En nuestros tiempos, tenemos al actual rey de España, Fernando de Aragón. Se le podría definir como a un príncipe nuevo, porque, de ser un rey débil, se ha convertido por fama y por gloria en el rey más importante de la cristiandad, y si consideráis sus acciones, encontrareis que todas ellas han sido grandísimas, y algunas incluso extraordinarias”[9].

Se quiebra, si nos fijamos, la rectitud moral del gobernante. Ya no es la virtud orientación de los monarcas modernos, sino su eficacia en lograr el poder y mantenerlo. Para alcanzar el éxito, dirá Maquiavelo, habrá que favorecer a los que tienen méritos, estimular el trabajo y el comercio, saber mantener el equilibrio fiscal y divertir a las masas; aunque luego matiza lo anterior, algo que conviene advertir si quiere comprenderse este complejo documento:

“Un príncipe también debe mostrar aprecio por las virtudes, dando acogida a los hombres virtuosos, y honrando a los que destacan en una actividad. Además, debe promover en sus ciudadanos el tranquilo ejercicio de sus profesiones, ya se trate del comercio, la agricultura o cualquier otra actividad humana. Y debe quitarles el miedo a aumentar sus bienes por temor a que se los quiten, o abrir un impuesto por temor a los impuestos: al contrario, el príncipe debe preparar premios para quienes quieran hacer estas cosas y para cualquiera que, de cualquier forma, piense en beneficiar a su ciudad o a su estado. Además de esto, en las épocas del año apropiadas, tiene que entretener al pueblo con fiestas y espectáculos”[10]

En el capítulo 23 Maquiavelo afirma que dado que los hombres obran el mal, a menos que la necesidad los obligue a actuar bien, el príncipe deberá contar con buenos consejeros y evitar los aduladores.

Finalmente, Maquiavelo insiste en que sus argumentos sean tenidos en cuenta por los príncipes, ya que los que no los tuvieron perdieron sus Estados.


Conclusiones

Una de las primeras reflexiones que surgen de la lectura de esta obra es que a Maquiavelo no le preocupa, o por lo menos no lo manifiesta, el bien de los ciudadanos, ni tampoco la práctica de la virtud. Para él todo gobierno debe tener como primera meta la conquista del poder y su mantenimiento. Al menos todo parece subordinado a este fin.

Por tanto, el discurso de Maquiavelo está fundamentado en consideraciones prácticas y no éticas. El que tiene éxito es el que se alza con la victoria; lo demás, no importa, o importa secundariamente. De ahí que Maquiavelo insista en utilizar el crimen y la violencia de manera que aseguren el éxito. Sería lícito e incluso conveniente hacer uso de ellos con tal de adquirirlo.

Así, creo que uno de los párrafos más significativos de la obra es aquel en el que se puede ver que el príncipe no destaca por sus virtudes humanas, sino por su capacidad para mantenerse en el poder. Lo importante para el príncipe no es la virtud, como decía, sino el éxito:

“Y sé que todos afirmarán que sería enormemente loable que en un príncipe se encontraran, de todas las cualidades que hemos mencionado arriba, las que se consideran buenas; pero puesto que no se puede tenerlas todas ni observarlas en su totalidad, porque la condición humana no lo consiente, es necesario que el príncipe sepa evitar con su prudencia la infamia de aquellos vicios que le quitarían el estado, y sepa guardarse, en lo posible, de los que no se lo quitarían; no obstante, si no es capaz, puede dejarse llevar por ellos sin demasiado temor. Y además no debe preocuparse de incurrir en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el estado, porque, si se examina todo atentamente, se encontrarán cosas que parecen virtudes y sin embargo le llevarían a la ruina, y otras que parecen vicios, de los que por el contrario nacerán su seguridad y su bienestar”[11].

Por último, parece adecuado decir que El Príncipe influyó notablemente en el desarrollo de los Estados modernos, y favoreció que éstos se sumergieran en tenebrosos abismos relativos al uso del poder y su mantenimiento. Secuelas de todo ello fue la posterior separación de la Iglesia y el Estado o el nacimiento de los siniestros servicios secretos contemporáneos, cuyos crímenes y engaños sólo Dios podrá poner en claro cuando regrese para presidir el Juicio Universal que se cierne sobre todos nosotros.




[1] Páginas 35-36, Espasa-Calpe, 2007.
[2] p. 37
[3] p. 41
[4] p. 45
[5] p. 64
[6] p. 81
[7] p. 93
[8] p. 128
[9] p. 149
[10] pp. 152-153.
[11] p. 116

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