domingo, 9 de agosto de 2015

Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam

Elogio de la Locura fue dirigida por Erasmo de Rotterdam a su amigo Tomás Moro, escrita en 1509 y publicada dos años después, en 1511.  En lo formal, es característico del texto que hable la Locura en primera persona, como protagonista absoluta de la obra. Erasmo quería mostrar, mediante una ironía no exenta de espíritu reformista, los supuestos beneficios que aporta ésta (la locura) a la humanidad, siendo por tanto éste un texto subversivo contra el orden establecido, ácido con los poderosos de la época y censor de los abusos de la Iglesia de aquel tiempo. Se olvida flagrantemente que Erasmo fue ordenado sacerdote (católico) el año del descubrimiento de América, más por ignorancia que por malicia, y que una verdadera reforma de la Iglesia tardomedieval o renacentista era el único acicate de este libro.

Ya en el prólogo del Elogio el autor aclara cuál es la finalidad de su obra, para que ningún miserable aproveche ilegítimamente el libro y atice así a la Iglesia con los argumentos en él esparcidos, consciente sin embargo de que levantará ampollas en la sociedad de su tiempo y que será, a pesar de todo, mal entendida por muchos: “Criticar la vida de los hombres ¿es sarcasmo o más bien advertencia o consejo? ¿No ejerzo yo la autocrítica sobre mis muchas faltas? Por lo demás, cuando no se excluye a ningún hombre, es claro que se censuran todos los vicios, no los de un individuo. Quien se ofende por haber sido herido está poniendo de manifiesto su conciencia culpable o al menos sus terrores” (p. 35, Alianza Editorial, 2006).

En el inicio de la obra, la Estulticia nos cuenta su particular genealogía; fundada por dos ninfas: la Borrachera (hija de Baco) y la Ignorancia (hija de Pan). Ambas están presentes en la comitiva junto con otros acompañantes: “esa que veis con las cejas marcadas no es otra que Filautia: el Amor propio. Y esta de ojos chispeantes y pronta al aplauso se llama Kolakia: Adulación. Esta que veis semiinsomne y como dormitando se llama Lethe: Olvido. La que apoya sus dos codos y cruza las dos manos se la conoce por Misoponía: Pereza. La que aparece coronada de rosas y envuelta en perfumes es Hedoné: Voluptuosidad. Anoia: Demencia, es la de ojos esquivos y mirada huidiza. Tryfe: Molicie es conocida por su tersa piel y torneado cuerpo.

Estos dos dioses que veis entre las ninfas, el uno se llama Komom: Festín, y el otro Negreton Hypnon, sueño profundo. Con la ayuda fiel, repito, de esta servidumbre, someto a mi imperio todo cuanto existe, llegando a mandar sobre los mismos emperadores” (pp. 43-44).

Así que la Estulticia se rodea del amor propio, la adulación, el olvido, la pereza, la voluptuosidad, la demencia y la molicie, complementada por el festín y el sueño profundo. Interesante reparto. Y ante semejante banda es inevitable hacerse una pregunta: ¿hay algún hombre libre de alguno de estos vicios? Con razón, nos parece, reivindica la Locura un puesto de honor entre los cultos humanos.

Relatado su origen, crianza y comitiva, la Estulticia se propone demostrar por qué merece el título de Diosa, por encima de cualquier otra divinidad. En primer lugar, se atribuye el origen de la vida: “¿Puede haber algo más dulce y preciado que la vida? ¿Y a quién atribuir su origen sino a mi?” (p. 44). Pues ella entiende que la unión entre hombre y mujer debe su éxtasis y embriaguez a sí misma.

A continuación inicia una crítica contra los sabios estoicos, que para ser padres también han necesitado de la Estulticia. De ésta, según ella, proceden los estirados filósofos y su progenie, así como los monjes o frailes, los reyes vestidos de púrpura, los piadosos sacerdotes, los pontífices, y en definitiva, todos los hombres. La crítica a la jerarquía eclesiástica brota rápidamente en el discurso de Erasmo.

Seguirá la Estulticia pregonando sus favores, pues todo lo placentero se debe a ella, incluso la infancia y la vejez, que son las etapas más felices de la vida, a su parecer, por estar revestidas de mayor Locura que otras. Ya que “en cuanto los jóvenes se hacen mayores y adquieren la discreción de los adultos, a través de la experiencia y el estudio, se marchita la belleza, su entusiasmo se desvanece, se enfría su gracia y se tambalea su vigor. Cuanto más se distancian de mí, menos viven, hasta dar con la molesta vejez” (p. 47).

Si seguimos analizando la naturaleza de la felicidad, que en el fondo es el asunto que la Estulticia pone sobre la mesa, advertimos que el olvido es un ingrediente fundamental de la misma. Frases como “prefiero que no me lo digas” o “es mejor vivir en la ignorancia” reflejan una preferencia por vivir alejados de las preocupaciones o de las cuestiones que nos ocasionan disgusto. Por eso afirma la Locura: “Yo, en cambio, restituyo al hombre a la mejor y más dichosa edad de su vida, y estoy segura de que, si los mortales cortaran cualquier contacto con la sabiduría y vivieran siempre a mi lado, no habría vejez, y gozarían de perpetua juventud” (p. 49). Sin embargo, si se viviera tal y como propone la Estulticia, no se distinguiría el hombre del resto de animales. Si algo nos distingue precisamente de ellos es nuestra capacidad para dominarnos a nosotros mismos. Ahora bien, es cierto que sin ella la vida sería menos llevadera, y en determinados momentos, inaguantable. Ella reclama el reconocimiento que merecen éste y cuantos favores concede a los hombres.

Continúa postulando la Estulticia su elevación a los altares mostrándonos cómo el hombre rinde el culto más fervoroso a deidades como Venus, Baco, Cupido, Flora, etc., siendo evidente por otra parte el dominio de los textos clásicos por parte de Erasmo para fundar sus argumentos. Pues si la sabiduría, dice la Moría, no es otra cosa que dejarse llevar por la razón, y necedad es ser arrastrado por las pasiones, ¿cómo se explica, se pregunta, que la naturaleza haya consentido en que exista más dosis de pasión que de razón?

En el capítulo 16, la Estulticia señala la derrota de la razón frente a la ira y la concupiscencia: “La vida del hombre muestra bien a las claras lo que puede hacer la razón contra el ímpetu combinado de estas dos fuerzas enemigas (ira y concupiscencia). Lo único que puede hacer es gritar hasta enronquecer, dictando normas de honestidad. Pero ellas mandan a paseo a su reina soberana (razón) y gritan más desaforadamente, hasta que cansada cesa y se entrega” (p. 55). La Locura, definitivamente, no tiene ninguna confianza en la voluntad, no cree en la resistencia a las pasiones de los hombres; prueba de ello es la entrega a ésta sin reservas.

Después de demostrar su concurso en la felicidad y la inferioridad de la razón frente a ella, la Estulticia se propone también reivindicar la amistad. ¿O no es locura ver los defectos de los amigos como si fueran virtudes? Ella es la única que mantiene unida a los amigos, afirma: “sin mí no existiría ningún tipo de sociedad ni relación humana agradable y sólida. Más, ninguna obra está realizada sin mi inspiración, es decir, no se ha acometido ninguna empresa sin ser yo responsable” (p. 59). Se atribuye, incluso, toda actividad humana. Sigue, “¿no es acaso la guerra la semilla y el origen de las hazañas más celebradas?” (p. 61).

Y en medio de esa diatriba vuelve a arremeter contra los filósofos. El colmo del filósofo inútil es, para la Locura, Sócrates, el cual es llevado por la sabiduría a beber de la cicuta después de ser acusado culpable injustamente. La Estulticia se admira de que todavía se celebre la frase de Platón: “felices los estados en que los filósofos son reyes o los reyes filósofos”. Afirma que este tipo de hombres, los sabios, “entregados día y noche a la sabiduría son desdichadísimos en todo, en especial a la hora de engendrar hijos. Me imagino que la naturaleza quiere asegurarse con ello de que el mal de la sabiduría no se extienda entre los hombres” (p. 64). Es una de las críticas más contundentes e irónicas de toda la obra, pero ahí no para la cosa. Los filósofos son “asnos tocando la lira en asuntos públicos”. Son, nos cuenta, inútiles para sí mismos, para su familia y para el país, porque ignoran las cosas más elementales, y están alejados de la opinión pública y de las costumbres del pueblo. Así, al sabio sólo le queda retirarse al desierto y gozar de su propia sabiduría.

En el capítulo 29 la Estulticia se propone una empresa más difícil todavía: ¡Reivindicar la prudencia! Si la prudencia, dice la Locura, es fruto de la experiencia, ¿a quién cabe aplicar tal honor?: “el sabio se refugia en los libros antiguos, de los que aprende meras sutilezas de palabras. El insensato, en cambio, lo prueba todo, y se enfrenta a los peligros cara a cara, y con ello, si no me engaño, adquiere verdadera prudencia” (p. 68). Se vuelve prudente entonces aquél que tropieza caminando, no él que únicamente conoce de oídas.

Prosigue la Locura mostrando más beneficios que ha brindado a los hombres. Antes, busca refutar los argumentos de los sabios, ya que para estos la desgracia es vivir en la insensatez, la ilusión, la mentira y la ignorancia. Sin embargo, para la Estulticia no se puede llamar a esto desgracia. No constituye desgracia alguna ser fiel a la propia naturaleza. La desgracia es cuando el hombre intenta salirse de los límites impuestos por ésta. Es decir, cuando intenta dominarse. Lo ilustra muy bien Erasmo en el siguiente pasaje: “¿Hay acaso, ¡por los dioses inmortales!, seres más felices que esos hombres que el vulgo llama payasos, tontos, fatuos y locos de remate, apelativos todos ellos espléndidos, a mi parecer? (…) Ya de entrada, esta clase de personas no siente miedo ninguno a la muerte, mal no pequeño, por cierto; se ven libres del aguijón de la conciencia. No les amedrentan las historias de los muertos. Tampoco les aterran los espíritus y espectros. No les turba el temor de males inminentes, ni les saca de sus casillas la esperanza de bienes futuros. En suma, les dejan impasibles los mil y un problemas que ofrece la vida. Carecen de vergüenza, de miedo, de ambición, odio o amor. Finalmente, si creemos a los teólogos, cuanto más se acercan a la irracionalidad de los animales, menos capacidad tienen de pecar” (pp. 79-80). Por otro lado, el sabio no haría otra cosa que atormentarse con problemas, a veces sin posible solución.

Llegado el capítulo 38 la Locura hace una descripción de los distintos tipos de locura. La que corresponde a la protagonista es aquella en la que el alma se siente liberada de las preocupaciones y angustias por una especie de desvarío.

A partir del capítulo 40 la Locura realiza un duro ataque contra la religión: “¿qué es lo que piden estos hombres a sus santos sino cosas parecidas a la insensatez?” (p. 89). Nadie, nos dice la Locura, ha dado gracias por haberse visto libre de la insensatez.

El capítulo 42 se convierte en una crítica a la nobleza. Esta se caracteriza por la Filautía, amor propio, vanidad. Tampoco los artistas se libran del amor propio, ni siquiera las naciones.

En el capítulo 44 se habla de la Adulación, propia al hombre. Pero la adulación también es responsabilidad de la Estulticia y por eso presenta una serie de beneficios para los hombres: “levanta los ánimos abatidos, alegra a los tristes, estimula a los débiles, despabila a los no avispados, alienta a los enfermos, apacigua a los iracundos, concilia y mantiene los afectos” (p. 93). Consigue, en suma, que cada uno se acepte y tenga una mayor estima de sí mismo, que es la base de la felicidad. En realidad la Locura está invirtiendo el orden natural las cosas. Erasmo, al hablar por boca de la Locura, muestra desenfadadamente los errores a los que puede dar lugar conducirse según pretende su insensata protagonista.

En el capítulo 45 defiende que es mejor equivocarse puesto que las apariencias son mejores que la realidad. La realidad sólo entristece la vida. La ilustración de este argumento es magnífica y está elaborada en forma de pregunta: “¿Qué diferencia hay, según esto, entre los que desde dentro de la cueva de Platón se maravillan de las sombras y figuras de los objetos proyectados en la pared –sin querer ni jactarse de nada, y con tal de que estén contentos y no sepan lo que les falta- y el filósofo, que fuera ya de la caverna, contempla las cosas como son? (p.95). La relación nuevamente entre ignorancia y felicidad se hace presente. La formulación de la pregunta es perfecta, porque ¿qué pasaría si los encadenados se jactasen, sin saber nada?

El capítulo 47 es especialmente crítico con los modos de vida y costumbres cristianas, con el lastre del que ha ido cargándose la Iglesia, según lo llama el autor del Elogio de la Locura, ya que los fieles rinden culto a unos dioses y a unas imágenes que luego no imitan en sus vidas.

A partir del capítulo 49 la Estulticia ataca a por enésima vez a los sabios, y a los gramáticos, poetas, abogados, teólogos, religiosos, monjes, reyes y cortesanos, pontífices, cardenales y obispos. Y es que “la fortuna ama a los insensatos, a los más arriesgados, a hombres que lo apuestan todo a una carta. La sabiduría, en cambio, hace a los hombres tímidos, y esa es la causa de que los sabios vivan asociados a la pobreza y al hambre, arrinconados, sin fama, mal vistos. El dinero, en cambio, corre a las manos de los tontos; ellos tienen las riendas del Estado y, en definitiva, prosperan en todos los aspectos” (p. 132). La crítica aquí es doble; por un lado, carga contra sus eternos enemigos, los sabios, calificándolos de atormentados, infelices y reprimidos. Por otro lado, se ve claramente una crítica a los que ostentan el poder, a los que llama directamente tontos. Es decir, quienes gobiernan no son muy inteligentes, sin embargo, reciben la gracia de la Estulticia que los convierte en atrevidos y afortunados.

Finalmente, la Estulticia relaciona la religión cristiana con la insensatez, pues nada tiene que ver con la sabiduría al ser, dice, enemiga de las ciencias: “La felicidad que los cristianos buscan con tanto trabajo no es otra cosa que una especie de locura o insensatez” (p. 146).

Se cierra el Elogio con una sentencia de la protagonista: “¡Que os divirtáis, pues! ¡Aplaudid, vivid, bebed, seguidores celebérrimos de la Insensatez!” (p. 151).

Eso quiere ella, claro es, para que los altares de sus templos estén siempre envueltos en sacrílego incienso. Y Erasmo lo advierte irónicamente en una obra de genial alumbramiento. De ser su culto el camino verdadero, veríamos a hombres y mujeres satisfechos y plenamente felices. La realidad en cambio se empeña en decirnos que no hay mortal que alimentado de desenfrenos y orgías periódicas encuentre la paz que todo hombre anhela en lo más hondo de su ser. Más si cabe: ¿Qué insensato alcanza al final de sus días buen puerto habiéndose dejado arrastrar por las corrientes de la insensatez? ¿Será que quien habla en el Elogio de la Locura no es otro que Satanás?


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