lunes, 7 de septiembre de 2015

La paz de los cementerios


Pocos lugares despiertan en el hombre actual tanta aversión como los cementerios. Tiznados de un temor supersticioso, como si su presencia en los camposantos les contagiara de un mal indefinido, los hombres de nuestra época ponen tierra de por medio y evitan en lo posible poner sus pies en el espacio reservado para el sueño de los muertos. Por eso, y por su falta evidente de fe, les resulta más cómodo incinerar a los mayores y echar sus cenizas después en cualquier riachuelo o jardín donde crezcan flores bonitas, que enfrentarse al momento de abandonar a un ser querido en un cajón que nunca más será abierto.

Pero precisamente por eso, y aunque resulta paradójico, el cementerio es uno de los pocos testimonios vivos que nos quedan de lo que verdaderamente somos: criaturas que perecen, granizo que se deshace —recordando a Shakespeare— bajo los rayos del sol. Estas ciudades dormitorio, los cementerios, dan fe sin embargo de que hay una misma suerte para todos, como recuerda el autor del Eclesiástico (9, 3). Son por tanto los museos más necesarios para la humanidad, donde se hace ostensible la memoria de los pueblos. Las cenizas esparcidas al son de los vientos en cambio no generan recuerdo.

Será ésta quizá una medida desesperada por burlar entretanto a la muerte, sospecho, para poder seguir comiendo y bebiendo sin demasiadas compunciones y desasosiegos. Así evitamos regresar a los cementerios para ahorrarnos flores y visitas. Pisar un cementerio, en efecto, impone respeto. Por lo pronto nos baja de las nubes en las que vivimos habitualmente encaramados, para devolver nuestros pies al suelo, que es nuestro hábitat más seguro. Nos recuerda el cementerio, en definitiva, dónde vamos todos, con más o menos gana, con mayor o menor disgusto.

El autor de los Salmos no titubea al respecto: «Aunque seáis dioses e hijos del Altísimo todos, moriréis como cualquier hombre, caeréis, príncipes, como uno de tantos» (Salmo 82). Evidente asimismo para los paganos era la igualdad a la que reducía a los hombres la muerte, que «golpea con pie igualitario las cabañas de los pobres y las torres de los ricos»[1].

Son por todo ello los cementerios lugares impresionantes. Reúnen personas de todos los géneros y edades, ricos y pobres, poderosos y humildes, santos y pecadores, gentes comunes con mil historias; y en su mayoría hombres y mujeres que, como confesó Dios a Jonás, no supieron en vida donde tenían su mano derecha, al escapárseles los grandes misterios de su existencia. Claro está, el más allá es una fonda que no revela a sus clientes; naturalmente no es posible conocer el destino de los nombres que aparecen en las lápidas: no hay forma de saber si gozan de las maravillas del Cielo; si, por el contrario, habrá quien permanezca en el Purgatorio hasta el fin del mundo; o si agonizan —de modo tal que a nosotros nos sobrecoge un simple esbozo de sus tormentos— en el Infierno.

De lo que no hay duda, no obstante, es que en los cementerios se siente una paz imperecedera, no ordinaria, difícil de encontrar en el resto de la naturaleza. Quizá sea el respeto que engendra tan absoluto sigilo; tal vez la seriedad que imprime en el ambiente algo llamado misterio. Sea como fuere, en medio de un cementerio cualquiera, y entre docenas de almas, ni una sola palabra interrumpe el silencio. Enmudece incluso el propio tiempo, que pasa por los hierbajos que crecen, las cruces de piedra que se desgastan y la cancela que se desconcha y rechina al abrirse. Pero las garitas no hablan. Ya nadie dice allí palabras de más o de menos. Sin embargo, en medio de aquel mutismo, no sé cómo ni por qué, se intuye como en pocos lugares la evidencia de lo divino.

Ignoro la causa de la paz que en ellos se proclama. También la suerte de los difuntos, por los que nadie se inquieta. Quizá para desgracia de aquéllos. Pues hay quien necesita para creer en algo más que un muerto regrese del más allá y le cuente en qué consiste la otra vida. Abrahán respondió al rico epulón que para creer en las realidades de ultratumba tenemos a los profetas[2]; y el Profeta con mayúsculas fue Jesucristo.

Curiosamente, en los cementerios es donde más cerca me siento del hijo del carpintero. ¿Será su presencia, que late en los camposantos con más fuerza que en otras partes? ¿O la obediencia a su ley, que aquí se acata inexorablemente?






[1] Horacio: Odas I, 4.
[2] Cf. Lucas 16, 19-31.

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