miércoles, 16 de diciembre de 2015

La chica de la librería, breve relato

Todas las tardes, después de la merienda, Guillermo se bajaba corriendo a la calle. Su sonrisa inmensa, y sus ojos llenos de vida, indicaban que se trataba de un niño feliz y saludable, como lo son todas las criaturas que aún conservan la inocencia.

Lo extraño es que no tardaba más de media hora en regresar a casa. Con la misma sonrisa inabarcable y los ojos fascinados, como si en ellos bailaran miles de luciérnagas en la nocturnidad de un bosque escandinavo. Entonces se encerraba en su habitación y leía sin descanso todo lo que caía en sus manos, que eran normalmente tebeos y libros de aventuras.

Lo cierto es que Guillermo llevaba repitiendo el mismo comportamiento durante semanas. Sin duda el pequeño se las había arreglado bien para escapar durante unos minutos de la atención de sus padres. Sus repetidas y puntuales salidas se habían convertido en un ritual que hasta entonces había pasado desapercibido en la familia. Pero eso, claro está, no podía durar mucho tiempo.

Al principio el padre del chico, un profesor respetable que pasaba las tardes leyendo a Homero en su butaca preferida, no percibió nada raro en la conducta del niño, absorto como estaba en la lectura, ensimismado con los desprecios de Aquiles y las arengas de Héctor.

Así que como era de esperar, una tarde cualquiera, en nada diferente a todas las demás, la huida de Guillermo resultó sospechosa.

Esa tarde el chico, recién acabado su bocadillo de Nocilla, se había acercado a su padre para darle un beso en la mejilla mientras éste se deleitaba con las angustias de Ulises, Helena, Paris y compañía. Acto seguido, y como acostumbraba en los últimos días, el pequeño salió volando, con una alegría sobrenatural y contagiosa, que inexplicablemente quedó impregnada en el ambiente de la casa. Fue esa intensidad del niño la que espabiló a su padre, y le obligó por primera vez en mucho tiempo a despegar los ojos de las páginas de la Ilíada. De repente, tuvo una especie de iluminación. Mirando por encima de las gafas de montura con aire inquisitivo hacia la puerta de la entrada, el progenitor de Guillermo supo entonces que el pequeño andaba enredado en algún lío.

¿De qué se trataría? Era cosa de niños, de eso estaba seguro su padre. No era un asunto que debiera preocuparle en absoluto. Pero era tal la curiosidad que sentía, que ya no podía obviar el comportamiento del niño. Desde luego ése era un misterio que tendría que despejar en breve.

Tratando de unir cabos, y después de no pocas vueltas, el padre cayó en la cuenta de que Guillermo traía a menudo libros bajo el brazo. Libros introducidos en bolsas amarillas, como las de la librería de abajo. El niño siempre había leído mucho, y desde bien pequeñito; ya se había encargado él de transmitirle la afición por la lectura, afición que en la familia se dilataba en el tiempo, perdiéndose en la lejanía, como inclinación inveterada de numerosas generaciones de maestros y artistas. Pero esto era diferente. Guillermo estaba, o eso le parecía a su padre, abducido por los libros.

Era seguro, sin duda, que el chico leía con mayor entusiasmo desde que su padre le comprara en la librería de abajo la última entrega de Astérix: El papiro del César. Se le ocurrió en aquel momento al progenitor de Guillermo que tal vez su hijo estuviera impresionado. No en vano había sido la primera vez que pisaba con él esa maravillosa librería.

Existían de hecho numerosas razones para estarlo. También a él le hipnotizaba esa vieja librería, y el aroma de sus libros, repartidos en mesas y estanterías con sumo cuidado y delicadeza, como reliquias veneradas de un culto inmemorial y antiquísimo, perfumadas asimismo por el incienso de la tinta fresca.

Se trataba de un lugar donde la magia encontraba su mejor asilo. Cualquier persona se hallaba allí dentro como en casa, segura, en buenas manos; separada del fragor de la calle, de la hostilidad urbana, de la discordia y la desconfianza. Aquel templo rezumaba infinitas historias latentes, palabras de amor y desdicha, cuentos de sangre, expectación, lágrimas y también alegrías, leyendas, patrañas, chismes, fábulas, novelas…, y el corazón puesto en ellas de miles de almas.

En aquella librería, cualquier espíritu sanaba. Como sana el corazón de quien ora de verdad en una iglesia donde Dios descansa.

Guillermo, por tanto, estaría deslumbrado por aquel despliegue de volúmenes y fragancias. La librería habría seducido a la fuerza al chico, de corazón noble, de imaginación extraordinaria. Su padre lo imaginó recorriendo los estantes, examinando portadas, tanteando, entre la admiración y el deseo, todo tipo de libros.

Era preciso, pues, observarlo en ese trance. Al día siguiente, sin más dilación por su parte, el padre de Guillermo se propuso vigilarlo en la distancia.

Llegada la hora de la merienda del chico, la butaca estaba vacía, el libro de Homero cerrado, y el respetado profesor de pie, inquieto y nervioso, contemplando la biblioteca familiar con evidente desgana, fingiendo buscar alguna novela, mordiéndose las uñas mientras tanto, como si hubiera vuelto de nuevo a la infancia y estuviera a punto de salir con sus estridentes y atolondrados amigos.

Cuando el muchacho se hubo sentado a la mesa, lo miró. Estaba tan contento que daba envidia. A su padre casi le saltan las lágrimas en ese momento; esa criatura era una bendición que no merecía. Podría haberle tocado un bala perdida. Y por el contrario Guillermo era un sol, un favor proveniente de arriba.

—Cariño, salgo a dar una vuelta. Tengo que hacer unos recados.

En la cocina estaban Guillermo y su madre. Los dos se dieron por enterados.

—Vale, mi amor, no vuelvas tarde —respondió ésta—. Guillermo, ¿qué te apetece? ¿Quieres bizcocho que trajo esta mañana la abuela y un poco de chocolate blanco?

Mientras madre e hijo discutían sobre la merienda, el padre salió de casa y se dispuso a observar a Guillermo. Se sentía mal por tener que esconderles algo, aunque se tratara de una cuestión tan insignificante. Antes de eso, como tenía tiempo, entró a la tienda de flores que estaba justo al lado de la librería y compró un pequeño ramo de rosas azules para su mujer. La cara radiante de su hijo le había hecho recordar hace un momento que era un ser afortunado, y que a veces, detalles inesperados, suelen producir abundantes frutos en forma de cariño.

Una vez con el ramo de flores en la mano, y satisfecho consigo mismo, cruzó la acera y esperó a su hijo. En seguida se sintió ridículo. Pero entonces apareció el chico.

Guillermo asomó por el portal rutilante y decidido, giró a la derecha y, como esperaba su padre, se dirigió hacia la librería. Cuando llegó a su altura, se detuvo. Era lo que su progenitor había previsto: Guillermo estaba bajo el hechizo de los libros.

Sin embargo, pasaron los minutos y Guillermo no se movía. Estaba rígido, absorto frente al escaparate. En la muestra, los principales libros publicados recientemente y artículos de Navidad, pero Guillermo no parecía hacerles demasiado caso.

Miraba sobre todo al interior. El objeto de su interés sin duda estaba dentro. Y no era un libro. No era un libro porque Guillermo movía la cabeza e intentaba seguir los pasos de alguien, y los libros no tienen piernas.

Ese descubrimiento sorprendió a su padre. Entonces la curiosidad prendió realmente en el hombre, que se desplazó desde el otro lado de la calle para tener una mejor visión de su pequeño.

En un santiamén estaba a su misma altura, en la acera contraria todavía. Desde allí podía ver sin problemas el interior de la tienda de libros. Y el interior no ofrecía excesivos alicientes, pues apenas se movían dentro del modesto local dos o tres clientes. ¿Qué podía atraer de esa manera el interés de Guillermo? Habían pasado ya quince minutos, y el niño seguía sin moverse.

De pronto, el padre lo comprendió todo. Una reacción de Guillermo le había hecho comprender que miraba en efecto a una persona, pero ésta no era un cliente, sino la dependienta, la chica de la librería.

Nunca lo habría imaginado. El pequeño estaba prendado de la hermosa dependienta.

Desde luego no podía culparlo. Cualquier persona con ojos y una pizca de sensibilidad en el alma entendía de inmediato que esa chica era un encanto. Un tesoro; la fuente de la fortuna para el dueño de la librería, un amor para todos los suyos.

Era amable con todo el mundo, paciente hasta el infinito, muy competente, enamorada de su trabajo, tierna y cercana como muy poca gente lo es en este oscuro mundo.

La chica de la librería transmitía una confianza primitiva, una fuerza interior irresistible; derrochaba amor con cada mirada, y a su vez, y por el mismo motivo, con la mirada pedía amor a gritos. Su mirada, su mirada era un cristal transparente, y en él se podía penetrar hasta el fondo de su alma, para descubrir un ser sensible hasta el extremo. Y lo mejor de todo es que ese fondo luminoso se veía de un solo vistazo. ¿No habría de verlo un niño, de corazón más puro y auténtico que el de un adulto, envilecido por el disfrute máximo de las cosas presentes y por tanto efímeras? ¿No estaría nadando en el alma de esa joven dependienta Guillermo, en total sintonía con ella, como si los espíritus puros se atrajesen y participaran de la misma felicidad? ¿Qué más veía el niño en la chica de la librería que su padre no podía ver? ¿No traspasa el amor las apariencias, y eleva el horizonte de las almas?

El niño, por lo visto, había sido impactado por otro tipo de fuerza, por una suerte de hechizo más poderoso y arcano, por un misterio que arrastra los cuerpos desde la cuna hasta la tumba. 

El padre cruzó la calle y se situó al lado de su hijo. Lo quería más que nunca. Había brotado de repente en su corazón un amor salvaje por su hijo, una devoción desconocida, una simpatía perfecta, eterna.

El chico al principio no lo notó; seguía embelesado, extasiado, mirando a la chica de la librería, que en esos momentos se colocaba, concentrada en sus cosas, un mechón de su cortísimo pelo tras una oreja.

—¿Qué libro es el que te gusta?

Guillermo se sobresaltó un poco al escuchar la voz de su padre. En seguida se ruborizó sutilmente, como si lo hubieran sorprendido cometiendo un grave delito.

—Hola papá. No sé qué libro pedir a los Reyes —dijo el chico, con los ojos caídos.

—Aún tienes un par de semanas para pensártelo.

—Sí. Todavía tengo tiempo. ¿Me ayudarás a elegir el mejor?

—Por supuesto.

Padre e hijo se quedaron ahí plantados los siguientes segundos. Como el hombre no se movía, el chico permaneció en su sitio. Ambos miraban los libros del escaparate, inteligentemente colocados, entre luces y detalles navideños. De vez en cuando uno y otro echaban alguna mirada furtiva al interior de la tienda; el objeto de su atención era el mismo.

La chica de la tienda se movía con gracia. Iba de allá para acá llevando y trayendo libros. Estaba sorprendentemente guapa cuando se concentraba, cuando buscaba algún libro entre los estantes, o cuando, detrás del mostrador, agachaba ligeramente la cabeza para leer alguna nota.

—Es muy guapa, ¿verdad? —Comentó de improviso el hombre.

El niño aprobó en seguida el comentario, satisfecho con la idea de que alguien coincidiera en su pensamiento. No se le ocurrió que se delataba a sí mismo con semejante muestra de regocijo.

—La chica de la librería es muy amable contigo, ¿no es así? Sé que la aprecias mucho.

—Es una pena que yo no sea mayor —dijo el chico, abriendo su corazón totalmente—. Me hubiera gustado ser su novio.

Aquello sí que no se lo esperaba su padre. Los niños son más libres y sinceros que cualquier adulto. No temía hacer el ridículo. Hablaba el corazón en lugar suyo.

—Cuando seas mayor, hijo, encontrarás chicas tan buenas como ella.

El pequeño ya no replicó. Porque tenía claro que la chica de la librería era a la que él quería. Y no a ninguna otra.

Toma —el padre sacó una flor del ramo y se la dio a su hijo—. Llévale esta rosa a la chica de la librería. Así siempre recordará que para ti ella es alguien muy importante. El resto son para mamá.

Al niño se le abrieron los ojos fulminantemente. Y tras una pausa, motivada por la indecisión y el decoro, venció la timidez y entró en la librería como un hombrecito dispuesto a conquistar a su chica.

Su padre se quedó en el umbral, como testigo privilegiado del momento. Sabía que aquel instante marcaría más tarde la vida de su hijo. Cuando el pequeño creciera, ese acontecimiento se desdibujaría seguramente de su memoria y, tal vez, incluso, moriría sofocado entre muchos otros recuerdos. Pero de forma inconsciente, sin la menor duda, el que un día fue ese niño, convertido ya en hombre, guardaría en el fondo de su ser resonancias de ese encuentro. Y con certeza, además, ese hombre sensible sería atraído por aquellas mujeres en las cuales brillaran, aun pálidamente, los resplandores de la chica de la librería.

La chica recogió, pues, con su sonrisa diáfana y triste, la flor que el niño le daba con los ojos húmedos y el corazón botando descontrolado en su frágil cuerpecito, como si fuera cabalgado por Pegaso o algún otro caballo montado por inmortales señores del Olimpo. Ella aceptó la rosa que el niño le entregaba con la naturalidad de un hada, que, sorprendida, ha sido hallada bailando mientras recita canciones de amor y de muerte; y le agradeció el detalle con un beso inolvidable y un cariñoso gesto en el pelo.

Cuando por fin el niño volvió por el pasillo central hacia la salida, donde lo esperaba su padre con los brazos abiertos, y adonde por cierto se derrumbaría llorando en seguida —sin saber por qué pero intuyendo que por algo grande—, traía las mejillas bañadas de lágrimas, y en sus ojos, en sus ojos proyectados mundos paralelos, universos íntimos y personales.

En ellos refulgía, nada menos, el bailoteo de un enjambre de luciérnagas en la nocturnidad de un bosque escandinavo.


A Rocío, ninfa de lugares con libros.

2 comentarios:

  1. Muy bello relato.
    Como padre de familia que soy, me identifico con el padre.
    Como niño que soy (sí,con cincuenta años ¿pasa algo? )me identifico con el niño.
    Como egoísta acaparador que soy, envidio a Rocío, ninfa de lugares con libros y destinataria de esta belleza.

    Haddock.

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    1. Gracias Haddock.

      Rocío es, como habrá adivinado, la chica de la librería. Un encanto en todos los sentidos. Estoy satisfecho, pues, si he conseguido hacer ver lo bella que es y la confianza primitiva que transmite.

      Por otro lado, me ha alegrado mucho saber que siente aún, con sus 50 años, pasión por las cosas de los niños. ¡Que nunca se pierda en nosotros ese mirar!

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