jueves, 11 de agosto de 2016

La civilización del espectáculo de Mario Vargas Llosa

El 1 de enero de 2012 Vargas Llosa volcó su autorizada opinión acerca de la tan cuestionada noción de cultura en un ensayo intitulado La civilización del espectáculo. Y creo que ahora su valiosa aportación merece un extenso comentario por mi parte. El libro en cuestión es una reunión de artículos o ensayos breves que giran en torno a la misma cuestión. De especial provecho son los textos denominados Metamorfosis de una palabra, Breve discurso sobre la cultura y La civilización del espectáculo. El Premio Nobel peruano elabora en esta obra una lúcida reflexión, a la que he reservado aquí un generoso espacio.

Sin duda la idea de cultura ha tenido distintos significados y matices a lo largo de la historia. Hasta nuestra época, esta idea implicaba la reivindicación de un patrimonio de pensamientos, valores y obras de arte, unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución. Pero hoy la noción de cultura se ha extendido tanto que se ha esfumado. Para Vargas Llosa la cultura se ha vuelto un fantasma inaprensible, “porque ya nadie es culto si todos creen serlo”. Como lo que han dado en llamarse culturas, que por el hecho de que todas merezcan consideración y en efecto existan, habrían de ser equivalentes, cuando en realidad unas son superiores a otras. El autor denuncia que “la corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas”. Lo que ha ocurrido entretanto es un socavamiento de la idea tradicional de cultura.

Se lamenta amargamente el reconocido escritor de que se defienda en nuestros días la cultura en términos cuantitativos y no cualitativos. El hecho de que haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, no indica en modo alguno su grado de cultura, puesto que “la sola idea de cultura no significó nunca cantidad de conocimientos, sino calidad y sensibilidad”. En suma, cultura entraña un estilo de vida; una manera de ser en la que las formas importan tanto como el contenido. La cultura sería por tanto una propensión del espíritu, una sensibilidad y un cultivo de la forma que da sentido y orientación a los conocimientos. Así se pronunciaba en concreto el genial escritor T. S. Eliot.

Eliot escribió precisamente uno de los ensayos modernos más influyentes sobre el particular, en 1948. En sus Notas para la definición de la cultura, Eliot afirmaba que la alta cultura es siempre patrimonio de unos pocos. Por eso consideró ingenuo y peligroso que los Estados pretendieran transmitir la cultura a la totalidad de la población a través de la educación; la democratización universal de la cultura solo la empobrecería, volviéndola cada día más superficial. Desde luego el gigantesco escritor norteamericano demostró cualidades de profeta. Para Eliot, la cultura se ha transmitido a lo largo de los siglos a través de la familia y la Iglesia. Por eso cuando estas instituciones dejan de funcionar se produce un deterioro de la misma. La cultura nació dentro de la religión, y ésta proporciona el marco para aquélla. Ahora bien, cuando Eliot habla de religión se refiere fundamentalmente al cristianismo; el que ha hecho de Europa, dice, lo que es.

No trato aquí sin embargo de la obra de Eliot, sino del ensayo de Vargas Llosa. El autor simplemente hace un repaso de las abundantes ideas y tesis que este tema ha inspirado, encontrando como denominador común que todas coinciden en que la cultura atraviesa una profunda crisis y ha entrado en decadencia.

Mario, para fundar su propia tesis, cita, además de a T. S. Eliot, a George Steiner, Guy Debord, Gilles Lipovetsky, Jean Serroy y Frédéric Martel. Cada uno de ellos ha contribuido con sus escritos al debate que nos ocupa. Para Steiner, tras la Revolución Francesa el mundo entró en una época de aburrimiento, melancolía y deseo de violencia; desde entonces (situando como clímax la Segunda Guerra Mundial) hay que hablar ya no de cultura, sino de poscultura. Debord creyó ver en la cultura de su tiempo un negocio; la cultura en la era industrial se habría cosificado, convertido en mercancía, en producto para una sociedad del espectáculo, regida por el sistema económico y el dinamismo del capitalismo. Lipovetsky y Serroy hablaron de la cultura-mundo. Se referían ya a una cultura de masas, y a una sociedad desorientada. La globalización y la extraordinaria revolución tecnológica habrían acercado al público gran cantidad de distracciones. La cultura de masas tendría como finalidad, según los autores, divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin referentes culturales concretos y eruditos. El lector atento percibirá los graves corolarios de todo esto. En este sentido, la cultura se habría transformado en artículo de consumo de masas, justo en el momento en el que la cultura libresca perdía vitalidad y la pantalla (imagen y sonido) ganaba la batalla. A la vez, la desinformación, la publicidad y las modas han ido imponiendo los productos culturales, suponiendo un serio obstáculo para la creación de individuos independientes, capaces de juzgar por sí mismos qué les gusta, qué admiran, qué encuentran desagradable y tramposo en aquellos productos. La cultura-mundo, dirá Vargas Llosa, “en vez de promover al individuo, lo aborrega, privándolo de lucidez y libre albedrío, y lo hace reaccionar ante la cultura imperante de manera condicionada y gregaria, como los perros de Pavlov ante la campanita que anuncia la comida”. Repárese en las modas y cómo las seguimos y se concluirá que no le falta razón al escritor americano. Por último, Martel habló de Cultura Mainstream. Su diagnóstico resultaba para el autor aterrador: las diversiones del gran público han ido reemplazando la cultura del pasado, hasta el punto que la cultura ha muerto, aunque sobreviva en pequeños nichos sociales (pues carece de influencia alguna sobre los medios de comunicación).

Con todo, el escritor peruano señala lo siguiente: “la diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquélla pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos y el popcorn. Tolstói, Thomas Mann, todavía Joyce y Faulker escribían libros que pretendían derrotar a la muerte, sobrevivir a sus autores, seguir atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros. Las telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood, como los conciertos de Shakira, no pretender durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura es diversión y lo que no es diversión no es cultura”.

Esto es al fin la civilización del espectáculo de la que habla Mario. “Un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”.

Vargas Llosa destaca la democratización de la cultura como un factor determinante de esta decadencia cultural. Se refiere también a la época de laxitud y bienestar que nos define. Señala que no es extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, leve, ligera, fácil, “una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir”. Tampoco es casual, apunta, que la crítica haya desaparecido, y su vacío lo haya llenado la publicidad, ejerciendo “un magisterio decisivo en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres”. Denota también el Nobel peruano que la frivolidad nos describe perfectamente, y que se extiende a todos los órdenes, desde la banalización de la política y la desaparición del erotismo, hasta la frivolización de las artes plásticas (llegando a “extremos alarmantes”), pasando por la idolatría de los deportes, que “han adquirido una importancia que en el pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia. Indico yo, a la postre, una diferencia fundamental: en la antigua Grecia se cuidaba el cuerpo y el espíritu. Hoy la reflexión y la introspección son actividades eminentemente intelectuales que “a la cultura veleidosa y lúdica le resultan aburridas”. Las actividades del intelecto realmente nutritivas no se aprecian, mientras el cuerpo sí es machacado, más por imagen que por salud, señal, una vez más, de frivolidad y personalidades tullidas.

En fin, la realidad sobre la que Vargas Llosa llama la atención, realidad que impregna a todo el mundo occidental, consiste primordialmente en “convertir al entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y frustración”.

Desde luego la aportación de Vargas Llosa es muy valiosa al debate que he planteado. Pero su visión, a pesar de lo acertado de su diagnóstico, carece de la profundidad que sí tiene la obra de T. S. Eliot, porque éste es creyente y don Mario seguramente morirá sin abrirse a la llama del Espíritu. Lo que Vargas Llosa no le reconoce a Eliot es justamente lo que yo creo que es el remedio de esta enfermedad endémica. Para T. S. Eliot la fe cristiana era el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo. Y a mi modo de ver tenía razón. Sólo cuando el mundo se ha olvidado de qué es el Bien, la Verdad y la Belleza, ha padecido un eclipse que no parece tener final, relativizándose lo que es bello, bueno y verdadero, y entrando de lleno en las tinieblas de un infierno cultural.

Me atrevo, así pues, con una nueva definición de nuestra época al respecto de la noción de cultura. Ésta no ha muerto, aunque apenas es ya posible. La civilización del espectáculo la ha arrinconado y obligado al ostracismo. Y sin embargo hoy se habla más de cultura que nunca. Porque, en realidad, el día que nos alumbra no es el de la cultura, sino el de la anticultura. Así, el mestizaje cultural del nuevo milenio responde a la ofensiva metafísica que libran los enemigos de la Cruz para evitar que la humanidad entienda qué es bueno, qué es bello y qué es verdad.



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