viernes, 11 de noviembre de 2016

El gran silencio de Philip Gröning

Es justo la medianoche, de un día cualquiera de octubre. Por fin apago la luz, después de una provechosa, gratificante y dilatada sesión de estudio. Envuelto ya entre las sábanas, respiro hondo y me dejo arrullar por la lluvia medrosa que se desmorona gentilmente sobre la terraza. He esperado mucho para ver en estas condiciones perfectas la película, tanto como se ha echado en falta en esta tierra que el cielo la rociara con agua para que ésta bebiera y las plantas se alimentaran. Al margen de ese agradable tamborileo, la calma es total. Me pongo serio cuando introduzco el disco en el Mac. Lo que transcurre ante mis ojos en las siguientes dos horas y media no es sencillo de contar: sólo son un puñado de hombres entregados al más absoluto misterio.

Hace años, concretamente en 1984, el director de esta película, Philip Gröning, pidió permiso para rodar dentro de los muros de una cartuja. Pero allí dentro los ritmos son de otro mundo. El tiempo se mide de forma muy diferente y se pierde con un objetivo muy concreto. El permiso le fue concedido. Eso sí, dieciséis años después de haberlo pedido.

No creo que merezca mucho la pena discutir sobre si esta cinta es más una película o un documental. El gran silencio es una experiencia mística. Como mínimo, pone a prueba algunos esquemas que permanecen hasta hoy indiscutidos, sobre todo en Occidente, donde pesa mucho más el materialismo y la vanidad. Retirarse del mundo por un ideal contemplativo, y allí consumir las horas rezando y glorificando a una entidad que para el mundo es un cuento chino, adquiere dimensiones heroicas, tanto si Dios existe como si es un espejismo. Porque si a los de fuera de un monasterio como ése les fuera mejor en la vida, podrían llamar estúpidos a los monjes que pierden su tiempo con cánticos y rezos. Pero es que ni siquiera los que pueden gozar de los mayores placeres en esta vida son capaces de poseer la felicidad como la posee ese puñado de anacoretas.

En la Cartuja de Grenoble no hacen caso de las insidias del mundo. Hasta allí no llegan los chillidos del maligno. Su principal regla es la conservación del silencio. Así parecen seres ajenos al siglo XXI; hombres etéreos, que a pesar de todo siguen siendo de carne y hueso, porque envejecen y sufren las miserias de ese primer pecado que nos conduce a todos a la muerte, al polvo del que provenimos. La pantalla me ofrece en consecuencia un mundo que parece irreal. No hay gritos, ni ruidos estridentes, ni bullicio que distraiga, ni violencias, ni miradas falsas, ni gente superficial, ni mala fe, ni maledicencias. Tampoco hay envidia. Porque la envidia es lo peor del mundo. Unamuno decía que la envidia es mil veces peor que el hambre, porque es un hambre espiritual. De ahí que Ovidio la describiera como un ser famélico que deja yermo el piso por el que pasa. Nada de esto hay tras los muros de la Cartuja de Grenoble.

Por eso mi mente se resiste a creer que lo que veo es real. Se puede apreciar que la vida del cartujo es una vida durísima, y sin embargo es una vida escogida libremente, que se disfruta y se saborea con una hondura especial, quizá como antesala o primicia del gozo celeste. Pero no puedo evitar hacerme preguntas mientras contemplo a esos hombres piadosos realizar sus tareas. ¿Qué sustenta a estas personas para llevar la vida que llevan? ¿Por qué someterse a una existencia tan rigurosa? No me cabe en la cabeza —yo sé que Dios existe pero el misterio me supera— que unas personas decidan llevar ese tipo de vida si no han alcanzado en lo más profundo de sus almas una verdad superior que les haga abandonar el mundo para ser, paradójicamente, sus columnas espirituales. San Juan Calímaco aseveró que la oración es, en cuanto a su eficacia, la conservación del mundo y su reconciliación con Dios. Y otro autor, cuyo nombre no recuerdo mientras escribo estas líneas, profetizó que el mundo se acabaría en cuanto desapareciera el último hombre de oración.

Desconozco si esto sucederá de tal modo. Lo que sí sé es que la oblación de estos hombres supone un inmenso caudal de gracias para el mundo, y que por ese sacrificio muchos de estos hombres encontrarán la salvación. Otros muchos morirán sin haber conocido, por su negligencia, al Salvador. Porque es verdad que Dios se esconde, pero resulta que ya nadie quiere buscarle. Debido sin duda a que la malicia ha entrado en nosotros. Pues si fuésemos de verdad niños, tal como pide el que vino a salvarnos, niños como los monjes de la película, estaríamos jugando a todas horas al escondite. Pero los adultos, vanos y ufanos, no creemos que nada que no se ve pueda existir y mucho menos hablarnos. Nadie se esconde por lo tanto. ¡Para qué buscarlo! ¡Desgraciados! ¡Ni siquiera nos hemos dado cuenta de que nos han rodeado de ruido a propósito! Para no poder escuchar cómo nos llaman implorando que sigamos buscando.

La máxima de los cartujos, en cambio, es que sólo en el silencio más absoluto se empieza a oír. Por eso nosotros no oímos ni creemos en nada. Y sin embargo conmueve ver a un niño jugar al escondite. Conmueven su fe y su tesón cuando busca, y su alegría infinita cuando halla. A nosotros, por el contrario, hasta nos cuesta entender qué es eso de la paz interior. Esa calma indecible que me envuelve justo antes de dormirme, con la suave lluvia acunando mis sueños.



4 comentarios:

  1. Creo que la clave está en entender que los placeres terrenales nos atraen mucho; pero enseguida nos hartan o asquean. Mientras que los placeres del espíritu raramente nos atraen pero al estar en el ámbito de la eternidad, una vez conocidos, no los cambiamos por ningún otro porque son infinitos.Me parece equívoca la definición de ciertos predicadores que se refieren a los cartujos como "gente que entrega su vida por los demás" cuando ellos, privilegiados, disfrutan de una felicidad envidiable.
    Por cierto: ¿Reparó usted en el detalle del joven cartujo que está escribiendo en un cuaderno EN ESPAÑOL?
    Qué coño pintaba un joven español en la Cartuja de Grenoble no lo sabemos, pero su historia, a los letraheridos, nos encantaría.

    Haddock.



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    1. Efectivamente. Con la naturaleza herida por el pecado original, nuestros deseos se pirran sobre todo por la materia. Por eso a nosotros nos produce tanto vértigo ese tipo de vida; por eso cualquier hombre mundano de nuestros días siente un rechazo visceral por lo que implica la clausura u otro tipo de "salida del mundo". Y esto, creo, se debe a que no entendemos que lo que define a los monjes no es su estilo de vida, sino un determinado estado del alma.

      Respecto al joven por el que usted me pregunta, sí que reparé en él. De ojos inteligentes y capaz de escribir con una letra bellísima. Me llamó mucho la atención, de hecho, por una cuestión personal. Hace tiempo descubrí que la caligrafía refleja la armonía espiritual del escribano. Yo he ido empeorando mi caligrafía con el paso de los años, hasta el punto de que cuando escribo algo me inquieto. Algo tan nimio como hacer unos apuntes sobre un papel en blanco me roba cachos de sosiego. Por no hablar de que las notas se entienden sólo medianamente. Esa fealdad de la escritura creo que en mayor o menor medida hoy nos afecta a todos. Y creo que eso es fruto de nuestro estado, no sólo de ánimo, sino espiritual. En cambio el monje de la película, ocupado únicamente en su lectura espiritual, se centra nada más que en lo que tiene delante... Ese pupitre espartano, la ventana abierta de par en par para recibir el aire puro de los Alpes, y un solo libro al que hincar el diente. En fin, ellos, que son grandes maestros de la vida, nosotros los tenemos por mindundis: hacemos todo lo contrario de lo que ellos hacen. Y luego nos lamentamos de que el mundo está loco.

      Un fuerte abrazo, amigo.

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  2. Su comentario sobre la caligrafía da para otro post.
    A mí se me ha alabado la redondez de mis letras (antes del teclado) de niño feliz, y se me ha reprochado el feroz trazo empleado en momentos más difíciles.
    Una gran observación por su parte.
    Tendría que desarrollarla.

    Haddock.

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    1. Gracias Haddock. Desarrollaré esa idea, como me pide, en una próxima entrada.

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