sábado, 21 de enero de 2017

Los mártires del Japón, Scorsese, Endo, y el silencio de Dios

La última película de Martin Scorsese ha provocado al mismo tiempo reacciones fogosas y las más sinceras adhesiones. La película, sin lugar a dudas, tiene su miga. Por mi parte, he leído con calma lo que ha publicado sobre ella Juan Manuel de Prada en el diario vaticano[1], así como la réplica aparecida en otro medio digital firmada por Candela Sande[2]. Yo creo que ambos tienen su parte de razón. Desde luego, con quien no puedo estar de acuerdo esta vez es con los buenos de Rorate Caeli, que han simplificado excesivamente una cinta que en absoluto celebra la apostasía[3], sino que abunda en matices teológicos, muestra con extraordinario respeto y hermosura el martirio de aquellos cristianos japoneses, e insinúa de modo admirable el misterio que representa caminar por el sendero de la cruz.
Me explico. En el fondo el problema que Silencio plantea es el de la fidelidad a Dios. Desde un punto de vista teológico difícil de rebatir, el único fiel es Dios; el hombre será fiel, entonces, en la medida que confíe en las promesas que Dios le ha dado, obrando en consecuencia. La cuestión, por lo tanto, es si el padre portugués Sebastián Rodrigo (interpretado con gran dignidad por Andrew Garfield), traiciona o no a su Señor. Ésta es, en el fondo, la mayor dificultad que plantean tanto Martin Scorsese como Shusaku Endo.
Y la respuesta, desgraciadamente, no puede ser tan nítida como nos gustaría. El padre Rodrigo apostata pisando el fumie, como San Pedro negó al Señor en repetidas ocasiones. Son traidores los dos, como Judas, como yo y como ustedes. Conocemos sin embargo el final del Príncipe de los Apóstoles y el de Judas. Y en nada se parecen. ¿Qué diremos del final del padre Rodrigo, que también conocemos? Cineasta y novelista (uno de forma más explícita que el otro) nos muestran que ese hombre no abandona definitiva ni completamente su fe, que al final regresa o que nunca se alejó del todo, preguntándose, finalmente, si no es a Dios a quien le corresponde determinar si ese sacerdote es o no uno de los suyos.
Pisar el fumie, obviamente, no era una pequeña formalidad. Endo dice que el padre «levantó el pie. Le dolía con un dolor sordo, pesado… Esto era más que una fórmula. Él, en este momento, estaba a punto de pisotear lo más bello que había soñado en su vida, lo que había creído más puro, lo que llenaba el ideal y los sueños de los hombres…»[4]. No hay disculpa. Es un acto dolorosísimo. Un acto de apostasía, que duele enormemente al verlo. Pero a él más que a nadie, seguro. Por eso en la cinta se derrumba al instante; sabe que lo que ha hecho conlleva un estigma, un estigma que soportará hasta el final de su vida. A partir de entonces sus días son ya de oprobio y vergüenza, estará al servicio durante un tiempo de los enemigos de Cristo, pero también evangelizará en secreto (como a su mujer, en la cinta), o confesará a otros (como hace por enésima vez con Kichijiro). Las lágrimas de ese sacerdote jesuita, que innegablemente ama a Dios hasta el extremo, no son falsas cuando en sus últimas palabras le oímos decir, convencido de que Dios habla incluso en el silencio, que «aun suponiendo que Él hubiera callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de Él». Ahí hay un corazón contrito. Y yo a éste sí lo reconozco como a uno de los míos.
Por eso creo, aunque pueda resultar lo contrario, que la vida de ese sacerdote se ajusta a las palabras de Jesús en el Evangelio. Ese misionero portugués se niega a sí mismo yendo a una tierra maldita que vive en tinieblas y necesita la luz de Cristo tanto como cualquier recién nacido el aire que respira. Él está dispuesto a ser colgado, no le importa dar su vida por amor a Cristo, pero en un momento extremado, un momento tal vez excesivo para sus fuerzas, se derrumba para que no sigan sufriendo los pobres que son refinadamente torturados. Él en ningún momento ha querido salvar su vida. Más bien la pierde por el Señor, no literalmente, cierto, pero sí sufriendo por dentro la infamia de no haber sido capaz de dar un testimonio más rotundo.
¿Alguien ha reparado en que no salvarán sus almas los pobres que tienen colgados y que han apostatado ya, si mueren en ese estado?
Ahora bien, dos aspectos deberían considerarse si se quiere mirar en profundidad esta obra tan rica, dura y delicada. Uno es la naturaleza del martirio; el otro, el marco en el que se desarrollan los acontecimientos.
Ciertamente el martirio es un modo extraordinario de imitar a Cristo. El martirio es un acto de fortaleza sobrenatural; un acto heroico que no está al alcance de cualquiera. Porque el martirio exige una gracia especial. Hay que considerar, en consecuencia, que el padre Rodrigo no recibe ese laurel, pero eso no lo expulsa perpetuamente a las tinieblas exteriores, porque no hay desesperación en él (como en Judas) y porque hay un arrepentimiento en su corazón tan sincero que no puede ser desatendido. Creer que porque el padre Rodrigo haya pisado al Señor (cosa que todos hemos hecho mil veces) ya lo convierte en un réprobo sin remedio, supone negarle a Dios su principal atributo, que es el de la piedad con los que sinceramente se muestran arrepentidos y caminan de nuevo hacia sus brazos. Si en Mateo, en efecto, leemos que «el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras»[5], ¿podemos asegurar que las obras de ese bravo misionero serán escasas o hablarán en su contra?
Monseñor Juan Straubinger, en su magnífico libro Espiritualidad Bíblica, observa que Cristo «no nos quiere héroes imperturbables, que luego fallan, sino pequeños como niños»[6]. Y lo está diciendo en relación con la prueba a la que Dios nos somete para acrisolar nuestro espíritu. «¿Dónde quedaría entonces toda la doctrina bíblica sobre las pruebas que Dios manda para humillarnos saludablemente, sea corrigiéndonos, como a Israel, o santificándonos, como a Job?»[7]. Y a continuación, leemos: «Creemos, pues, que en el dolor nadie puede reír sinceramente si no se lo da Dios en forma extraordinaria, como a ciertos mártires. Aquella otra sonrisa, que no es de El, quita al hombre el fruto de la prueba y le da la triste prueba de la compensación del amor propio satisfecho»[8]. ¿Es imposible entonces que al padre Rodrigo no lo haya conducido Dios por el camino del tormento interior? ¿No puede ser asimismo el martirio que Dios ha escogido para él tener que vivir el resto de sus días en la clandestinidad, simulando que ya no cree mientras sigue evangelizando? No es un mártir en sentido estricto. ¿Pero son únicamente mártires los que alcanzan el paraíso?
Pensemos que el relato de los 300 de Gedeón nos enseña que, aunque el hombre tiene que poner de su parte, quien vence siempre es Dios[9]. En este sentido, ¿y si Dios hubiera querido servirse del padre Rodrigo de otra manera? ¿No tenía constatado el Altísimo que su fiel discípulo estaba dispuesto a morir por él? ¿No lo había probado ya sobradamente?
En segundo lugar, cabe hablar también del marco en el que se desarrollan los acontecimientos. Con esto y lo anterior presente, entiendo que no se puede afirmar que la obra justifique la apostasía, con el pretexto de proteger las vidas de los campesinos japoneses. Indudablemente el misionero es guardián de la fe, antes que de las vidas terrenales de los fieles. ¿Pero cuántos vigilantes o pastores de almas han alcanzado el grado más alto de perfección? Bajo esas circunstancias, ¿su ejemplo niega su fe? ¿Y pone en riesgo la de los fieles a su cargo? Difícil decirlo. La clave aquí es que el Padre Rodrigo, en un escenario infernal, condicionada su libertad por su propia debilidad, bajo un contexto de tortura física y psicológica, y coaccionado repugnantemente haciendo depender otras vidas de su decisión, se ve de repente abocado a vivir una vida que no ha escogido y a continuar evangelizando en la clandestinidad. ¿Alguien cree realmente que bajo estas losas los campesinos no comprenderán lo que ha hecho? ¿Es que puede arrancarse la fe de un corazón que no quiere apartarse de Dios? La película es muy esperanzadora en esto, porque afirma que no es posible. ¿O no muere el padre agarrado a su cruz? ¿Y no ha obligado —él y el resto de apóstatas cristianos, entre ellos Kichijiro— a las perversas autoridades niponas a hacerles pasar pruebas periódicas de apostasía, a mantenerlos estrechamente vigilados? ¿No siguen siendo para las autoridades un incordio los supuestos renegados?
En el libro, Endo hace decir al sacerdote que en su corazón está convencido de no haber traicionado al Señor. «Le seguía queriendo de manera muy distinta que hasta ahora. Para llegar a ese amor todo lo sucedido hasta ahora había sido necesario»[10]. Quizá, como decía más arriba, Dios ha querido humillarlo, abajarlo, a él, que soñaba con martirios a los que asistían ángeles y en los que se oían trompetas y coros celestiales[11]. Lo que no debe faltar nunca es la confianza en Dios, aunque creamos que hemos fracasado; no en vano la evangelización de Japón continuó. La sangre de unos, semilla de la Iglesia, y el fastidio que representaban otros, como el padre Rodrigo y demás personas, apóstatas o más bien falsos apóstatas, contribuyó a esa lucha por plantar la Buena Noticia en territorio enemigo. En el tomo tercero de la Historia de la Iglesia de Llorca, Montalbán y Villoslada, se describe la terrible persecución que sufrió esta pobre gente: «Ya en 1624 se elevaba a 30.000 el número de cristianos muertos o desterrados, y al final de la persecución pasaron de doscientos mil»[12]. No se nos olvide que en las salas de cine no se pone a prueba la fe de nadie. Y el que lea, que entienda.
Tampoco hay duda de que en los primeros siglos (me acuerdo por ejemplo de la persecución ordenada por Decio en el año 250) la reintegración de los lapsi a la comunidad cristiana motivó discusiones en el seno de la Iglesia. ¿Pero no tenían derecho a volver a formar parte de ésta los fieles que habían sacrificado a los ídolos paganos u obtenido el libelo después de haberse arrepentido sinceramente? Sin duda no contarían con el mérito heroico de los mártires, pero a aquéllos, en cualquier caso, no se los podía dejar desatendidos. Repárese, con todo, en que el padre Sebastián Rodrigo no teme dar su vida; sencillamente, acertado o no, y ante una situación de tensión extrema, pisa una imagen del Señor para que no sigan torturando a unos pobres cristianos que han apostatado. Por tanto, si se pierde de vista lo que motiva la decisión del padre, se corre el riesgo de infundirse del espíritu fariseo y legalista. Piénsese, asimismo, que los militares españoles en Baler quemaron para calentarse, con profundo dolor de corazón, el crucificado de madera que había en la iglesia desde la que resistían a sus asaltantes. Y este hecho seguramente no minó su fe, sino que la fortaleció sobremanera.
El silencio de Dios es otro de los grandes conflictos de la película. Es evidente que el misionero portugués se convence finalmente de que Dios no está callado. En realidad es nuestra incomprensión del mal y del sufrimiento en el mundo lo que nos puede hacer enloquecer y perder de vista que el propio Dios se encarnó por nosotros y por nosotros murió martirizado.
Precisamente el padre comentará, en uno de los pasajes más crudos y terribles del libro, lo siguiente: «Ya han pasado treinta años desde que comenzó la persecución y, aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las Iglesias, Dios tiene delante a las víctimas de este horrible sacrificio inmoladas a él, y aún continúa en silencio»[13].
Ante esta descripción, que escalofría el alma, ¿cómo hacerles recordar que el discípulo no es más que su maestro, y que si Jesús fue perseguido y asesinado, también lo serán sus seguidores? ¿Pero cómo no reconfortarlos recordándoles lo único que han de considerar en situaciones tan desgraciadas como las presentes en Oriente Medio, o las pasadas en Japón, España, y tantos destinos donde ha corrido la sangre de los fieles? ¿Cómo no recordar que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia y que el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo? Pero esto no significa que los fieles no tendrán sus noches oscuras del alma, o que la Iglesia no habrá de sufrir extremadamente hasta el punto de beber el cáliz de su pasión.
Se hace preciso entender, así pues, el marco en el que padecieron tanto aquellos fieles, por la «locura» de querer anunciar también en las tierras más alejadas al Salvador del Mundo. Porque aquellas personas habían estado trabajando como verdaderos animales y como animales habían ido muriendo. La religión cristiana, dirá el padre en el libro de Endo, se fue extendiendo como agua que todo lo penetra, es decir, de modo imparable, porque «estos hombres han experimentado por primera vez en su vida el calor del corazón humano»[14]. ¿No contribuyó también a este milagro nuestro querido sacerdote cristiano?
En fin, el marco descrito fue el de la evangelización de tierras lejanas y reacias al Evangelio, el de la inculturación de la fe. Un contexto terrible que puso a prueba verdaderamente los cimientos de cada fiel. Precisamente uno de los detalles más geniales de la película, preñado de luces teológicas, es el momento del bautismo de una criatura. Los padres quieren saber si ya están los tres en el «paradiso». ¿Cómo hacerles entender a esas pobres personas, con la dificultad añadida del lenguaje, que ya participan los tres de la resurrección del Señor, pero aún no plenamente? ¿Cómo enseñarles, como Dios manda, en qué consiste la vida eterna y quién es el Hijo y su Santa Madre, el Padre o el Espíritu? ¿Cómo decirles que seguirán igual de miserables aquí abajo pero que ya se les han abierto las puertas del cielo? A mí se me abren las carnes sólo de verme en el lugar de esos tremendos misioneros.
Finalmente, antes de dar por concluido este comentario acerca de la última película de Scorsese —desgraciadamente sin hacer mención a las razones de las autoridades niponas para envenenar la tierra donde fue plantándose el árbol del cristianismo, puesto que me alargaría demasiado— me gustaría decir una cosa acerca de la relación entre el padre Rodrigo y Kichijiro. Por lo que he podido ver, unas personas se identifican más con uno que con otro; lógicamente a nadie le gustaría representar mañana el papel de apóstata, ¿pero acaso no lo hemos sido ya docenas de veces? Yo me quedo con los dos personajes. Porque creo, además, que no pueden separarse. En la película ambos siguen siendo cristianos hasta el final, hermanos; los dos han traicionado y pisoteado al Señor, pero los dos vuelven su corazón hacia Él aunque públicamente finjan negarlo. La escena final de Kichijiro es igualmente elocuente. A pesar de su debilidad, de su cobardía, sigue llevando una imagen bendita en su pecho; imagen por la que será arrestado, y por la que tal vez sufra entonces el bendito martirio.
Con todo, ¿quién puede asegurar que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? ¿Quién puede despreciar el sufrimiento del padre Rodrigo o negar su profundo amor por el Evangelio? ¿Me equivoco si creo que quien abandona la fe no muere llevando a Cristo en lo más profundo de su cuerpo? Su muerte desde luego no es gloriosa, pero tampoco lo es a ojos mundanos la de los mártires japoneses. En los monasterios mueren en nuestro siglo santos que no protagonizan películas ni el mundo habla de ellos. ¿Eso hace sus vidas menos santas, heroicas o ejemplares?
Hay una diferencia notable, y con esto acabo, entre la última película de Mel Gibson y ésta. Y es que en Hasta el último hombre la confianza absoluta en Dios es premiada en esta vida, mientras que Silencio se realiza desde un enfoque diferente, poniendo en jaque mate la idea de la justicia retributiva. La mayor parte del libro de Job y el Qohélet entero son escépticos y no ven que los premios y castigos en este mundo correspondan respectivamente a justos e impíos. Scorsese, como decía al principio, se remite al misterio que supone caminar por el sendero de la cruz. Lo cual no deja de ser admirable.
En conclusión, la película subraya al final de la misma que es un homenaje a los mártires cristianos del Japón. Para mayor gloria suya y la de Dios. No es pequeña esta confesión. Scorsese seguramente pudo haber hecho mucho daño con sus anteriores películas, pero en ésta me parece que se ha acercado públicamente al Sacramento de la Reconciliación. ¿Por qué, entonces, señalamos sus faltas, si, como el padre Rodrigo, nos ha enseñado su corazón contrito y humillado, desnudo y malherido? ¿Acaso puede algún cristiano decir que es algo más que un siervo inútil del Señor?
Hoy, en nuestros días, días en que denunciamos la trivialidad de la vida, su vulgaridad, su superficialidad, la apostasía real, la herejía, la falsedad de una jerarquía sin fe, la hostilidad de un vaticano impostor, la perversidad de la masonería y de los enemigos de Cristo, nos regalan una película verdaderamente jugosa, suplicante y contrita, ¡y la despreciamos! No lo puedo entender. Puedo entender que ataquemos a muerte al buenismo, la falsa espiritualidad, la fe sin obras, la hipocresía y el indiferentismo, pero no que despreciemos una obra como ésta, que pide el indulto, absolución y clemencia. No abundan precisamente en los cines obras donde sea tan evidente el reconocimiento de los propios pecados, la búsqueda de perdón y la importancia de los sacramentos. Tiene sin duda la película aspectos criticables, sobre todo si dejamos de mirar la rectitud del corazón de sus personajes menos heroicos, y por supuesto el final de todos ellos.
Dios sabe qué gallo cantaría si muchos de los cristianos que no somos hoy perseguidos nos encontramos mañana en su pellejo, y qué diremos ante el Señor cuando éste no nos haya facultado para recibir el martirio.
¿Que darás tu vida por mí?, dijo el Señor a Pedro. Te aseguro que no cantará el gallo antes que tú me niegues tres veces. Con nuestras solas fuerzas no vamos a ninguna parte. Pero Jesús, una vez más, sale a nuestro encuentro para que no desfallezcamos: «No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creen también en Mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no, os lo habría dicho, puesto que voy a preparar lugar para vosotros. Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también. Y del lugar adonde Yo voy, vosotros sabéis el camino»[15].
Lo sabemos, Señor. Pero ten piedad de nosotros, porque a veces se nos olvida que escribes recto con renglones torcidos. Y que así será hasta que todos los caminos tortuosos se hagan rectos, los escabrosos, llanos, y toda carne vea la salvación de Dios[16]. Hijo de David, ayúdanos a perseverar hasta el fin.



*Ver crítica 2 Rectificar es de sabios: Scorsese, Mel Gibson y dos películas enfrentadas


[4] Shusaku Endo, Silencio (Edhasa, 2009, segunda edición, p, 220).
[5] Ver Mateo 16, 24-27.
[6] Juan Straubinger, Espiritualidad Bíblica (Plantin, Buenos Aires, 1949, reimpreso en la India en 2016, p. 39).
[7] Ibíd., 39.
[8] Ibíd, p. 39-40.
[9] Ver Jueces, capítulos 6, 7 y 8.
[10] Ibíd, p. 244.
[12] p. 975.
[13] Ibíd., p. 71.
[14] Ibíd., p. 42.
[15] Juan 14, 1-4.
[16] Lucas 3, 5-6.

2 comentarios:

  1. Quisiera añadir una apostilla en esta sección de comentarios, en vez de introducir alguna aclaración en el cuerpo del texto.

    En primer lugar debo decir que no me quito de la cabeza esta película; no paro de darle vueltas, lo que, además, me está produciendo cierto desasosiego. Por otro lado, me pregunto si la apostasía puede justificarse de algún modo, recurriendo a matices contextuales, humanitarios o de cualquier otro tipo. No, de ninguna manera. Ahora bien, yo lo que he entendido aquí es que el autor de la cinta, Martin Scorsese, ha querido reconocer su apostasía pasada y pedir perdón por ello. Quizá por eso la disculpe en cierta manera.

    Por lo que a mí respecta, no estoy muy seguro de haber entendido correctamente el fondo de esta película.

    Y como este tema me está turbando en exceso, y no sé si voy a hacer más daño que bien siguiendo este hilo, lo acabo aquí mismo.

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    1. Rectificar es de sabios: Scorsese, Mel Gibson y dos películas enfrentadas:

      http://lacuevadeloslibros.blogspot.com.es/2017/01/rectificar-es-de-sabios-scorsese-mel.html

      Creo que en este artículo justifico el contrapeso que le faltaba a esta primera toma de contacto con la película.

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