lunes, 8 de enero de 2018

El Señor de los Anillos: entre el cuento de hadas y la aventura épica cristiana

Tiempo atrás dije de la Divina Comedia que era la gran odisea y alegoría cristiana. Otra maravillosa aventura cristiana es El Señor de los Anillos

Tolkien, el autor de este relato épico fantástico, escondió de forma sublime en un cuento de hadas la gran conflagración presente en los evangelios, que no es más que una apoteósica guerra a nivel espiritual entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. En los evangelios, concretamente, se cuenta que el Hijo de Dios vino al mundo para deshacer las obras del enemigo y rescatar a los hombres, esclavos suyos desde antiguo. Y lo hizo llevando sobre sí mismo los pecados de todos, y derramando finalmente su sangre, que constituyó la fianza mediante la cual nos liberó de nuestra condición miserable. El Señor de los Anillos, por su parte, presenta asimismo esa guerra perpetua entre los nobles corazones y las fuerzas demoníacas que representan todos los siervos del Señor Oscuro, a través de la difícil misión de Frodo y sus amigos: atravesar la Tierra Media, internarse en las sombras del País Oscuro y destruir el Anillo arrojándolo en las Grietas del Destino.

El objeto de tal tarea estremece, si se repara un instante en el riesgo que conlleva. Pues al parecer un poder maligno ha forjado «un Anillo para gobernar a todos los hombres. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, en la Tierra de Mordor, donde se extienden las Sombras». Las potencias del mal se reúnen entonces para subyugar a los hombres, para someterlos a un único señor y a un único orden.

Por eso resulta tan extraña en principio la elección del «héroe» que ha de destruir definitivamente el Anillo e impedir la dictadura total que proyecta el vil enemigo: Frodo, un insignificante hobbit, o lo que es lo mismo, la criatura menos indicada de toda la Tierra Media para realizar una proeza como ésa. ¡Sublime paradoja ésta! En realidad todo el relato de Tolkien está salpicado de paradojas y significados profundos. En realidad el relato mismo se nutre de un sustrato teológico admirablemente ocultado por el escritor británico. Porque, de hecho, los únicos que pueden consumar el encargo recibido («muchos son los llamados pero pocos los escogidos»), son los pobres de espíritu, los puros de corazón, los que se han hecho niños y perseveran hasta el fin, entregados resueltamente a su principal bienhechor.

El Señor de los Anillos, en definitiva, no es tanto una fantasía o ficción alegórica —aunque contenga alusiones, signos y metáforas bíblicas veladas, y esté animado por personajes y monstruos que sólo existen en la imaginación de su autor—, como un reflejo de la vida misma, sometida a la presión de fuerzas incorpóreas, que aunque son vencidas al término la historia, en el camino arrastran, con el poder enorme del Anillo, a miríadas de hombres. En eso, por cierto, creía Tolkien. Pues Tolkien creyó en el devastador poder del Señor Oscuro y sus secuaces, así como en la formidable, peligrosa y misteriosa fuerza del pecado.

De ahí que una vez cumplida su misión Frodo designe a Sam su heredero, encargándole perpetuar la memoria de su gran aventura, «para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro»


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