domingo, 22 de julio de 2018

La restauración de la cultura cristiana de John Senior

En la década de los setenta del siglo pasado, en pleno apogeo de la revolución sexual, tres valientes profesores desarrollaron un programa humanístico en la Universidad de Kansas denominado Programa Pearson de Humanidades Integradas. Los tres amigos, que compartían una misma visión de la educación, pretendían rescatar las mentes y los corazones de toda una generación de estudiantes que estaba siendo presa del escepticismo y el hundimiento espiritual de aquellos años. Lo que consiguieron estos colosos de la educación, con un programa a la contra de la administración y del ambiente universitario, fue un éxito sin precedentes en el ámbito académico, suscitando a partir del estudio de los clásicos, y de inculcar un verdadero amor por la belleza y la verdad contenida en los clásicos y otros buenos libros, una ola de conversiones a la fe católica. Uno de esos profesores, John Senior, publicó poco después un libro, proponiendo algunas ideas concretas para realizar una auténtica restauración de la cultura cristiana, la más fértil y floreciente cultura de la historia, y sobre todo, la más auténtica.

La restauración de la cultura cristiana es, antes de nada, una obra de amor a la educación, que arranca desde la base de que la finalidad del aprendizaje es el estudio de la verdad. Pero para que la educación también sufra su particular conversión, nos dice Senior, hacen falta buenos profesores que sepan despertar la admiración de sus pupilos. Precisamente, uno de los problemas más acuciantes que señala el autor es la desconexión con la realidad. Por tanto, para que tenga éxito una verdadera restauración cristiana, hace falta dar un vuelco a la situación, arrancar de lo que es real, y sustituir las prioridades del mundo por las prioridades cristianas. Una medida radical que propone Senior es destruir los televisores, prescindir absolutamente de ellos. Ésta es una de las ideas más interesantes del libro, sin duda, al señalar los defectos de este supuesto avance que —a pesar de lo que creíamos— es bajo todo punto de vista dañino:

«En primer lugar, no seríamos serios en nuestra intención de restaurar la Iglesia y la Ciudad si no tenemos el sentido común de destruir nuestro aparato de televisión. Se dice que la televisión no es buena ni mala. Que es un instrumento como podría ser un revólver: su moralidad depende del uso que se le dé. No es mala per se sino accidentalmente, dicen los moralistas. Es verdad, ¡pero las situaciones concretas son per se accidentales! La televisión no es mala solamente por accidente, es mala de modo general y determinante. No es cuestión de elegir los mejores programas, de influenciar sobre los productores o los anunciantes, o de lanzar un canal propio. La televisión posee dos defectos: su radical pasividad, física e imaginativa, y la distorsión de la realidad» (p. 45). Al fin y al cabo, como apunta Senior, vemos lo que ven los periodistas, a través de sus comentarios, de las elecciones que ellos hacen de lo que van a transmitir y de sus montajes. 

Crear un ambiente de silencio, leer poesía y libros buenos, incorporar a nuestras vidas las prácticas católicas tradicionales: asistir al santo sacrificio de la misa, rezar el rosario, visitar el Santísimo, no andar ociosos («nos convertimos en el trabajo que hacemos») y consagrar nuestros corazones a la Santísima Virgen y a su amado hijo Jesucristo, son algunas pautas que se recogen en el libro, entre azotes a las modas vigentes y la confirmación de que el pensamiento murió hace mucho tiempo. En resumen, lo que propone Senior a los bautizados es una vida de oración y trabajo, de acuerdo a la magnífica regla de vida que diseñó San Benito para sus monjes, civilizando Europa a partir de ellos.

A los monjes y sus fundaciones dedica Senior unas páginas memorables. Partiendo de la idea de que «el monje es esencialmente un hombre solo con Dios», recuerda que «fue a través del testimonio silencioso y paciente de los monjes en oración durante la Alta Edad Media que se alcanzó lo que llamamos Cristiandad. San Benito, patrono de Europa, fundó Monte Casino en 529. Santo Tomás, cuando tenía cinco años, en torno a 1229, entró a ese monasterio para educarse. ¡Siete siglos de gestación en el seno de las oraciones benedictinas y de trabajo benedictino produjeron como resultado a santo Tomás! La vida benedictina es el terreno de la teología; sin ella, nadie puede adquirir las bases necesarias» (p. 134). No resulta extraño, en consecuencia, que el autor proponga la Suma Teológica como la medida de toda la teología católica. Obra sin embargo que hoy ha sido arrinconada por los sucesivos pontífices y obispos liberales y modernistas.

Con todo, en la obra abundan feraces reflexiones, acerca de no pocos asuntos urgentes del mundo actual, y de los cuales no es posible hablar extensamente sin cansar al lector. Finalmente, la conclusión de La restauración de la cultura cristiana no puede ser más obvia, pues, como afirma Senior, «el problema no es encontrar la verdad y proclamarla, sino tomarla en serio, escucharla y vivir en consecuencia» (p. 202).

De lo contrario, se corre el riesgo de vivir sin paz interior y en el más absoluto de los vacíos espirituales, dando la razón finalmente a Hamlet, o aceptando que esta vida es como un hospital en el que cada enfermo quiere cambiar de cama. Éste quisiera sufrir mirando la estufa, y el otro piensa que será curado cerca de la ventana.


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