miércoles, 12 de septiembre de 2018

¿Quiénes fueron los hombres de las cavernas?


¿Quiénes fueron los llamados hombres de las cavernas? ¿Fueron meros primates evolucionados, mitad humanos, mitad simios? ¿Eran, por el contrario, seres totalmente desarrollados, ajenos a los grupos antropoides y sin base orgánica alguna en común con ellos? Semejantes cuestiones siguen despertando vivas controversias entre los miembros de la comunidad científica internacional y el mundo académico, y representan en el fondo dos concepciones opuestas. 

En el presente verano, he emprendido diversas excursiones a algunos de los lugares donde aquellos hombres considerados primitivos dejaron sus más expresivas huellas. He visitado sus hogares paleolíticos, para conocer de primera mano tanto las grafías prehistóricas como a los primeros pobladores humanos de la península ibérica. Y he quedado impresionado, en concreto de sus pinturas, ubicadas en cuevas y abrigos naturales.

Sobre el significado de dichas pinturas se sigue discutiendo apasionadamente hoy en día. Por supuesto, el arte rupestre no se circunscribe a las obras pintadas; pero en lo referente a éstas, el repertorio temático comprende figuras de animales, figuras humanas y signos (hasta la fecha indescifrables). Uno de los enigmas sin resolver es el de las figuras antropomorfas o humanoides, que para algunos autores responden a creencias y prácticas referentes a los chamanes. Tampoco se explica cómo el artista paleolítico, que sabía retratar con fidelidad los animales que estaban a su alcance, huyera de la representación realista de la figura humana. Lo cierto es que poco o nada sabemos del significado de esos mensajes. ¿Son por tanto las pinturas rupestres puras manifestaciones artísticas, es decir, expresiones de hombres capaces de apreciar el orden y la belleza y de sentir la necesidad de comunicarse con otros hombres de su especie? ¿Obedecen dichas pinturas, en cambio, a preocupaciones de orden mágico y religioso? ¿Eran las cuevas santuarios de una forma de religión a la que solo podemos aproximarnos de manera insegura en cuanto a su significado? ¿Podría hablarse de tótems, esto es, de emblemas protectores de la tribu o del individuo? ¿Acaso corresponderían dichos programas iconográficos a sellos o marcas con los que señalizar y acotar el propio territorio? Difícil saberlo. De hecho, los mismos paleontólogos ofrecen interpretaciones diversas y se llevan la contraria a menudo, aun los que comparten, o más bien sobre todo ellos, la longevidad de la Tierra y la teoría de la evolución.



Tal vez, los pretendidos especialistas de nuestro pasado más remoto han olvidado que el objeto de sus estudios se remonta a tiempos pretéritos de los cuales no contamos con documentos fehacientes ni escritura que estemos en condiciones de descifrar. De los dos grandes períodos en que se divide la existencia humana, prehistoria e historia, el primero se refiere precisamente al período de la humanidad anterior a todo documento escrito, conocido a lo sumo por determinados vestigios. Es decir, la época de los hombres de las cavernas se halla envuelta para nosotros en una densa oscuridad documental. 


Con todo, no cabe duda de que los artistas de las pinturas rupestres eran de la especie humana. Y a decir verdad poco importan las categorías técnicas en las que se incluyan, y si eran neandertales, sapiens o cromañones. El hombre muestra que es inteligente y posee una dimensión espiritual porque se preocupa por cosas que no tienen utilidad desde el punto de vista de la supervivencia, como por ejemplo el arte. Y es evidente que los monos no pintan ni esculpen figuras pétreas. También es una realidad innegable que hasta ahora no se ha probado que los homínidos sean antepasados del hombre. En cambio, sí hay constancia de innumerables fraudes paleontológicos, desde el más famoso de todos ellos, el hombre de Piltdown, hasta la famosa Lucy. Obsesionados por encontrar el pretendido eslabón perdido entre el hombre y el simio, algunos científicos han patrocinado falsificaciones de todo tipo. 

Un ridículo no menor al que se han expuesto los estudiosos de fósiles y otros vestigios prehistóricos es al de las dataciones. Los más legos, y la sociedad en general, suelen aceptar las fechas que proponen aquéllos, sin caer en sus constantes correcciones y aun en sus absurdas cronologías. Sin embargo, las llamadas técnicas de datación radiométrica (carbono 14, potasio-argón, termoluminiscencia, uranio-torio) no merecen ninguna confianza. Más aún, los padres de la moderna geología, James Hutton y Charles Lyell, partieron de premisas no comprobadas. Y es que ni el uniformitarismo asumido por el primero pasaba de paradigma basado en conjeturas, ni la columna estratigráfica del segundo era otra cosa que una construcción teórica sin paralelo en la realidad. Por supuesto, uno y otro influenciaron sobremanera en las teorías de Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución. Y es conocido por todos que hoy el evolucionismo es una forma de dogmatismo científico admitido por la comunidad científica y el mundo académico en general. Sin embargo, el evolucionismo se funda en un evidente prejuicio religioso, al tener como objetivo secreto y último desmentir los relatos bíblicos.


Así que, o los hombres de las cavernas eran hombres desarrollados, o poco antes de pintar en abrigos rocosos y cuevas alcanzaron un nivel cognitivo superior que les aupó a una nueva categoría o especie. Nadie ha dado razones de cómo esto último fue posible, y sin embargo se sigue afirmando que el ser humano es consecuencia de la larga marcha de la evolución, considerándose incluso un accidente.

La Biblia, sin embargo, nos transmite otra versión de los orígenes del hombre. Adán y Eva, los primeros seres humanos según el libro del Génesis, estaban totalmente formados, disponían de plenas facultades intelectuales y además caminaban erguidos. Vivían desnudos, y solo sintieron vergüenza tras la expulsión del paraíso. Expulsados del Edén, los primeros hombres tendrían que buscar su propio paraíso, su hogar, y partirían de cero, por lo que los abrigos naturales y las cuevas resultarían lugares ideales para el inicio de la humanidad posterior a la expulsión del paraíso. De hecho, sabemos por los relatos bíblicos que esa humanidad consiguió un importante desarrollo tecnológico, sufriendo posteriormente, debido a su inmensa maldad, un castigo terrible (el diluvio universal). En consecuencia, la humanidad postdiluviana (Noé y su familia) se vería en la misma tesitura que los primeros hombres creados y regresaría a las cavernas. De ello existe comprobación documental. Sabemos, por ejemplo, que Lot habitó en una cueva con sus hijas tras la destrucción de Sodoma (Génesis 19, 30). Sabemos, también, que aquella humanidad usó las cuevas como lugares de refugio (Jueces 6, 2; 1 Samuel 14, 11; 1 Reyes 18, 4); y que en dichas cuevas existían salas para la cocina, para el trabajo artesanal, etc. Además, no se debe olvidar que en la actualidad el hombre sigue viviendo en cuevas, siendo algunas de ellas verdaderas estancias de lujo.


La geología moderna, finalmente, tiene su verdadero desafío o piedra de toque en el gran fenómeno del diluvio universal, registrado en tradiciones populares de todo el mundo. La cuestiones a dilucidar, en última instancia, son dos: en primer lugar, si el gran diluvio fue realmente un fenómeno universal; y dos, si resultó tan catastrófico como afirman las fuentes. De ser así, hablaríamos de una Tierra joven y de una humanidad de pocos miles de años. En definitiva, ¿fue el gran diluvio una catástrofe de dimensiones tan terribles como para convulsionar ríos y montañas y remover ingentes cantidades de sedimentos? La tremenda erupción del monte Santa Helena en 1980 indica que bien podría haber ocurrido de ese modo.

En conclusión, de acuerdo a lo anterior, es difícil creer que los hombres de las cavernas fueran tan primitivos como se ha dicho. Serían en todo caso indigentes, pues tendrían dificultades al principio —dada la catástrofe del diluvio— para alimentarse y vestirse. Pero serían hombres como los actuales, con sus mismas inquietudes vitales y sus mismos sueños profundos. Cuestión muy distintas es si estos hombres eran más o menos depravados, pues desde la caída de Adán y Eva, y el infame crimen de Caín, el hombre apostó por hacer de sí mismo un dios, rechazando la tradición oral que procedía del Creador. Eso explicaría sus prácticas sacrificiales ancestrales y su antropofagia. Y también derrumbaría el mito roussoniano del buen salvaje. Pero este asunto da para otra interesante discusión, y merece por tanto una reflexión aparte.



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