viernes, 12 de junio de 2020

El abuelo de Benito Pérez Galdós

Cuando Benito Pérez Galdós publica El abuelo en 1897, ya ha engendrado la mayor parte de su producción literaria, ha escrito varias obras maestras y es un autor consagrado. Con este drama de pasiones universales corona Galdós su período intimista, en el que manifiesta mayor sensibilidad, mayor indiferencia hacia lo material y un verdadero aprecio por lo religioso.

La acción de El abuelo sucede en la villa de Jerusa, se entiende que a finales del siglo XIX. Pero no tiene importancia, porque todos los nombres de pueblos y lugares son imaginarios. En cualquier caso, en torno a la finca rústica de La Pardina, con una frondosa arboleda de frutales y el mar al fondo, se desarrolla a lo largo de cinco jornadas una novela exquisita cuyo armazón u osamenta son los diálogos.

El protagonista de este potente drama hablado es el anciano don Rodrigo de Arista-Potestad, conde de Albrit, marqués de los Baztanes, señor de Jerusa y de Polan, y por tanto grande de España. En Jerusa están sus nietas, que son lo único que le queda al viejo aristócrata. Casi invidente, en la pobreza más absoluta tras la ruina de sus negocios en América, y recién enterrado su hijo Rafael, heredero de su casa, el viejo león de Albrit regresa a la villa de Jerusa ーque antaño fue propiedad suya y de su poderosa familiaー, no para lamerse unas heridas lacerantes que apenas disimula, sino atraído por una idea fija y persistente que condiciona toda su conducta: sospecha que una de sus nietas es bastarda, fruto del adulterio de su nuera, Lucrecia Richmond, con un pintor de poca monta.

En realidad, la desazón del conde es el motor que mueve la trama y constituye por tanto el nudo de la misma. No en vano, está en juego la respetabilidad de su orgulloso legado familiar.

Por tanto, don Rodrigo vuelve a La Pardina, donde están tuteladas sus nietas, con el propósito de desentrañar los caracteres de Leonor (Nell) y Dorotea (Dolly), llamadas desde la niñez por sus diminutivos ingleses, al proceder su madre de estirpe irlandesa. 

Las niñas son dos ángeles de vivo ingenio, que en el bucólico marco de Jerusa manifiestan la típica alegría inocente de los niños felices implantados en el medio natural. Las chiquillas enseguida revelan a su abuelo un amor filial sin diferencias. Pero al final sólo una, Dolly, la nieta no natural, insiste en permanecer al lado de su abuelo, para acompañarlo allá donde quiera que vaya, haciéndolo rico con su cariño. En consecuencia, la noble empresa del viejo león de Albrit alcanza la bienaventuranza terrena, si bien por medios que al conde desconciertan, y el amor fraternal al fin trasciende la afinidad consanguínea.

Por otro lado, la figura del conde es signo de contradicción en Jerusa. Don Rodrigo representa los valores tradicionales de un régimen antiguo que las sucesivas revoluciones decimonónicas aspiraban a descabellar. Por eso proclama el conde que «nada hay más temible que esta plebe hinchada». Así que al mudarse el aire, los paisanos de Jerusa le pagan con ingratitud sus pasados beneficios. Como Venancio y Gregoria, antiguos colonos de La Pardina y ahora propietarios. O el alcalducho de la villa, un hombre fatuo que enseña los dientes en más de una ocasión al león de Albrit, y propone incluso una moción a sus colegas del Ayuntamiento para que a la calle de Potestad se le cambie el nombre, llamándola calle del Siglo XIX.

Denuncia el conde asimismo la igualdad artificial que propugna el liberalismo, donde todos los hombres son iguales, sin que cuenten los méritos de cada uno, haciendo saltar por los aires, en definitiva, el principio de justicia retributiva. También desprecia, por supuesto, a los pobres de pega. Esos a los que el cura llama «aldeanos que se ahogan aunque naden en la abundancia».

En todo caso el combate del conde es una lucha contra el deshonor. Y en ese punto «espinas de rosas rasguñan lo mismo que espinas de zarza...» Aunque a la postre vence su última batalla, aun viniéndose abajo todo el mundo que le antecede. Finalmente, el aprecio de Galdós por lo religioso se manifiesta especialmente en la nobleza del carácter del conde, en su rectitud de ánimo e integridad en el obrar. Su quijotesca empresa tiene que ver con un concepto del honor que se acaba con él. Y esa obligación de conciencia, ese deber que se impone y encarna su posición social, se resume en una frase notable del aristócrata, pues «si malo es ser bueno, peor es no ser hombre».

Por último, sería una verdadera lástima dedicarle unas palabras a esta exquisita novela y pasar por alto uno de los escasos pasajes románticos de la vasta obra galdosiana, que aquí, disimulado casi, se encuentra:

«Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto invadido de negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre otras, acometiéndose... Por entre sus vellones deshilachados se deja ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos, los cuales asemejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más adentro esqueletos de ballenas».

Pues sí, descripciones realistas o románticas... Al fin y al cabo, exquisiteces.

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