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sábado, 4 de mayo de 2013

Los persas de Esquilo


Hace años, en la universidad, un profesor mío de filosofía afirmó que los antiguos griegos no eran una nación, y argumentó en defensa de su tesis que éstos lucharon entre sí. Yo le respondí algo que ya no recuerdo, pero no le vino bien y zanjó la cuestión (eso es espíritu universitario). Desde luego no sabía de lo que hablaba. Es evidente que el concepto moderno de nación es posterior a aquellos tiempos, pero que entre los griegos había una identidad común es indudable. Por otro lado, tratar de negar esto con la excusa de que se hacían la guerra mutuamente es una burla. ¿Qué son pues las guerras civiles? ¿Dejan por eso de ser una comunidad bien identificada por ellos mismos y por los extranjeros? La literatura clásica es contundente al respecto. Pues en la primera tragedia del gran Esquilo (Los persas), los orientales, al frente del rey Jerjes, no tuvieron ninguna duda de a qué pueblo se habían enfrentado. 


     Al final del comentario de esta tragedia daré algunos datos significativos sobre la identidad griega y se descubrirá por qué es insensato pretender que los griegos no formaban una nación, o si lo prefiere el excelentísimo académico de la UCLM, un pueblo bien distinguido entre las naciones del orbe. 

      Los persas no es la tragedia que más me gusta de Esquilo, pero me he propuesto traer a La Cueva todas las obras conservadas de los tres grandes dramaturgos del mundo griego (Esquilo, Sófocles y Eurípides). 

      Antes de entrar de lleno en el comentario, puede aclarar mucho la lectura de este tipo de obras saber que la tragedia fue un género específicamente griego. Éstas, de hecho, se representaban en las grandes fiestas griegas de Dioniso y servían de lección para toda la ciudad de Atenas. Aquí se comprende por qué algunas de estas obras llevan en la sangre una veta ideológica manifiesta. En el caso de Los persas, a Esquilo le inquieta el tema del buen, o mal, gobierno, y lo enlaza con la tradición religiosa. Zeus, el padre de los dioses, castiga, antes o después, a los gobernantes injustos y corrompidos; y muy especialmente a los soberbios. Y quien representa esto en la tragedia de la que estoy hablando es Jerjes. Tirano y señor de un vasto imperio amedrentado por su látigo, que sueña con someter a un pueblo libre como es el griego. Su derrota, narrada por el padre de la Historia (Heródoto), es el tema central de esta obra. En Los persas, por lo tanto, se escenifica la caída del poderoso, en un lamento del pueblo oriental por la derrota de su gran y arrogante rey. 

      La obra en sí cuenta con pocos personajes. Un coro, compuesto por ancianos persas, la reina viuda del rey Dario (y madre de Jerjes), la sombra de Darío, un mensajero y el propio Jerjes. Y la misma da comienzo en la explanada del palacio real. Allí, los ancianos y la reina están inquietos por la suerte del ejército persa. Ésta tiene un sueño extraño en el que ve como dos caballos tiran de las riendas del rey, pero uno, indómito, se enfurece y lo derriba. Pronto los negros augurios se hacen realidad con las noticias de un mensajero persa que viene delante de los restos, exiguos, que han sobrevivido en el enfrentamiento con los griegos. Después se invoca el nombre del rey Darío, que regresa de los muertos en forma de sombra y es informado de la desgracia que sufre su nación. Finalmente se canta el lamento por Jerjes, que vuelve a su tierra humillado y abatido. 

      Los persas es la conmemoración que el mundo griego hace de la victoria en la segunda de las Guerras Médicas. Pero en ella no se celebra el triunfo, sino que se enseña la caída ejemplar del rey enemigo. A la luz, eso sí, de la intervención divina que castiga, o premia, la conducta humana. La explicación de la ruina de Jerjes, la da su propio padre, regresado en forma de espíritu del mismísimo Hades. La interpretación del viejo rey es clara: Jerjes ha caído por su soberbia. El concepto de hybris es central en el pensamiento griego. No hay duda. El déspota persa ha caído por su abuso de poder y su arrogancia. En boca de Darío se podría resumir el fondo moral de la obra, la lección a toda la polis: «cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia medida». 


¿Eran los griegos un pueblo con una identidad común? 

      Por supuesto. Parece mentira que esto se discuta seriamente. La realidad es tan terca como insobornable, porque el mundo griego formaba una unidad, a pesar de que se organizaran política y territorialmente de manera independiente. Y esto es así en todos los órdenes: 

     En el campo artístico la unidad es innegable, aunque como es normal existan diferentes espíritus (dórico, jónico, etc.). El pueblo griego además tiene una lengua común, y por si fuera poco los mismos dioses. El plano religioso está íntimamente ligado con el cultural. Pero echando una ojeada a la realidad cultural griega se ve claramente la unidad de este pueblo. Su pensamiento es particular del genio griego (estrechamente relacionado con el carácter fonético del lenguaje, que favorece el manejo de conceptos abstractos), y la literatura es común a todos ellos. En estas narraciones todos se reconocen, y afirman su superioridad frente a lo bárbaro. Escriben para sí mismos, y los extranjeros los reconocen como pueblo bien diferenciado de otros pueblos. Pero hay, por encima de todo esto, un aspecto cultural aplastante —como si la suma de los anteriores ya no fuera de hecho definitiva. 

     Esta dimensión cultural a la que recurro son precisamente las festividades deportivas (y también religiosas). Imagino que no habría leído lo suficiente mi profesor de filosofía acerca del mundo clásico cuando negó la unidad del pueblo griego. Pues su opinión sonrojaría a cualquier filólogo clásico, o a cualquier humanista decente. Sin embargo —lo dejaremos ahí— quizá el hombre no se expresó correctamente.

      Las festividades de las que estoy hablando, pues, eran celebraciones panhelénicas, esto es, reuniones de todos los griegos. ¡Y se celebraban al menos una vez al año! Efectivamente, los belicosos helenos olvidaban sus disputan y participaban en eventos que los unían por encima de todo. Uno de estos espacios comunes eran los Juegos Olímpicos. ¿Desconocidos acaso por mi profesor? Todo es posible. Sea como fuere, estos juegos se celebraban cada cuatro años en Olimpia, y para que los atletas pudieran participar en las grandes fiestas en honor a sus dioses, se suspendían las posibles hostilidades que hubiera entre las ciudades para que se viajara sin peligro. Pero además,  y aunque son desconocidos por el gran público, también existían otros certámenes tan importantes como este. Por ejemplo los Juegos Píticos, celebrados en Delfos (cada cuatro años; o los Juegos Ístmicos (celebrados en Corinto cada dos años); o los Juegos Nemeos (cada tres años en Nemea, cerquita de Argos). Por cierto, estos juegos se alternaban para no coincidir entre ellos. De esta manera, entre unas festividades y otras, los griegos celebraban fiestas panhelénicas durante todas las épocas del año. 

      Lo interesante —quizá para quien no lo sepa— es que en estos juegos participaban únicamente atletas griegos. No era posible que un extranjero compitiera con todos ellos. Incluso los macedonios tenían prohibida su participación en los mismos. A Alejandro Magno, por ejemplo, siendo griego pero de una región limítrofe, lo consideraron bárbaro. ¡Menos mal que no existía una conciencia común entre los griegos!

       Los griegos, como colofón a lo dicho, eran una comunidad étnica, lingüística y religiosa inconfundible. Y esta es la realidad histórica. Más allá de precisiones técnicas acerca del concepto de nación, la identidad griega es indiscutible, estuviesen interesados o no en unirse políticamente. Lo demás son ganas de enredar. Desde luego, si se leyese a Homero, o en este caso a Esquilo, con seriedad, respeto y enorme gusto, honraríamos mejor su legado.


FICHA
Título: Los persas
Autores: Esquilo
Editorial: Gredos
Otros: 2010, 96 páginas
Precio: 12 €

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