En pocos escritores se palpa con tanta fuerza la influencia de las filosofías dominantes en su época como en don Miguel de Unamuno. La zozobra existencialista de todas sus obras, y sus personajes atormentados, son partos de sus mismas llagas espirituales. El concepto de la angustia y La enfermedad mortal de Kierkegaard o El Ser y la Nada de Heiddeger, incluso los escritos del propio Nietzsche, calaron hondo en el espíritu sufrido y profundo del escritor vascongado (Bilbao, 29 de septiembre de 1864 - Salamanca, 31 de diciembre de 1936), y así respiran sus obras. Tampoco es común un corazón tan angustiado y a la vez una cabeza tan lúcida como para expresar con coherencia y simplicidad admirables las propias ideas. San Manuel Bueno, mártir es un ejemplo de ello. Un relato cuyas virtudes no están en la superficie pero que esforzándose un poco se encuentran multiplicadas. Este libro es altavoz del alma de don Miguel, siempre turbado con las relaciones entre la razón y la fe, la aparente vacuidad de la vida, la condena de vivir... Él era creyente, pero sus ficciones eran una vuelta de tuerca a sus propias dudas. Uno de sus personajes más famosos, el héroe de este relato, no escapó al pesimismo existencial del mundo en el que vivía. Para él: «Nuestro pecado es haber nacido».
San Manuel Bueno, mártir es la historia de un párroco rural, Manuel Bueno, que tiene fama de santo. Su pueblo, Valverde de Lucerna, dependiente de la diócesis de Renada, no sabe lo que hacerse con este buen hombre cuya «vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien morir. (...) Su acción sobre las gentes era tal que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesionario, se le confesaban». Esto es lo que cuenta Ángela Carballiño, una devota joven que conoció al santo varón y desea con este escrito dar a conocer al mundo la vida del héroe. Ella es la narradora principal de esta historia extraordinaria que encierra un gran misterio.
Ángela, cuenta, pronto repara en que a don Manuel lo perseguía algún pensamiento; huía del ocio y de la soledad, y sus innegables obras de caridad no se reflejaban en sus ojos. No tardará en descubrir que a su querido párroco le aqueja en el fondo «infinita y eterna tristeza». «Sentía morriña de la paz verdadera». Y ella se aflige pensando qué será aquello que entristece al sacerdote. El misterio se despeja poco después. Don Manuel no tiene fe.
Esa es, en el fondo, la razón que empaña la mirada del párroco, su falta de fe. ¿De dónde entonces le viene su carácter heroico? Este es el tema principal del relato. La razón y la fe, la verdad frente a la vida. Don Manuel no es creyente, pero actúa como si lo fuera. Al margen de su intimidad, o a pesar de ella, éste se enfrenta a sus dudas y continúa comunicando al pueblo la fe que él no tiene. ¿Lo está engañando? Él está convencido de que no, pues según su visión trágica de la existencia, lo mejor que puede hacer es transmitirles a los seres que ama la esperanza que él no tiene para que vivan el tiempo que les corresponda de acuerdo a la voluntad de Dios, tanto si existe como si no. Si en el horizonte vital del párroco no hay sentido, y entonces la vida se convierte en una pesadilla, no por ello va a arrancar el sentido a las vidas de esas pobres almas que tiene bajo su responsabilidad. Por eso es un héroe. Acerca las almas a Dios aunque para él no exista.
La grandeza del santo se hace evidente porque, aunque él no cree, sabe que sin fe, sin la esperanza de una vida feliz tras ésta, el pueblo no tendrá fuerzas para vivir. Y en este sentido se expresa don Manuel: «Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirán. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir». El conflicto estalla con toda su fuerza al llegar de América Lázaro, el hermano de Ángela, «con un caudalillo ahorrado» y con mentalidad progresista y anticlericlal, según los clichés traídos del Nuevo Mundo. Entre Lázaro y san Manuel en seguida se establece una relación especial, y el joven es convertido por el incrédulo sacerdote, por lo que se confirma de nuevo la halo de santidad del párroco de Valverde de Lucerna.
Para acabar con esta pobre glosa del libro San Manuel Bueno, mártir de don Miguel de Unamuno, me gustaría insistir en que la literatura que nutre exige esfuerzo. Conviene que no dejemos de lado los clásicos, pues lo son por algo, y no nos obcequemos en leer solamente literatura barata, pues en realidad en nada aprovecha. Pero allá cada uno. A mí me llevan los demonios cuando escucho, o leo, frecuentemente, que los jóvenes españoles son unos inútiles que tienen dificultades enormes para entender textos elementales, incluso para leerlos. Me da vergüenza ajena saber que no les importa, y a sus padres tampoco, no conocer a Unamuno o pensar que El Quijote lo escribió un señor cuyo nombre empieza por V. Es triste y desolador ver como la civilización se está suicidando. Por eso me viene a la memoria una frase tremenda del santo de Valverde de Lucerna en relación con los días que hoy son los nuestros: «del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida».
FICHA
Título: San Manuel Bueno, mártir
Autor: Miguel de Unamuno
Editorial: Tecnos
Otros: 2012, 152 páginas
Precio: 10 €
San Manuel Bueno, mártir es la historia de un párroco rural, Manuel Bueno, que tiene fama de santo. Su pueblo, Valverde de Lucerna, dependiente de la diócesis de Renada, no sabe lo que hacerse con este buen hombre cuya «vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien morir. (...) Su acción sobre las gentes era tal que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesionario, se le confesaban». Esto es lo que cuenta Ángela Carballiño, una devota joven que conoció al santo varón y desea con este escrito dar a conocer al mundo la vida del héroe. Ella es la narradora principal de esta historia extraordinaria que encierra un gran misterio.
Ángela, cuenta, pronto repara en que a don Manuel lo perseguía algún pensamiento; huía del ocio y de la soledad, y sus innegables obras de caridad no se reflejaban en sus ojos. No tardará en descubrir que a su querido párroco le aqueja en el fondo «infinita y eterna tristeza». «Sentía morriña de la paz verdadera». Y ella se aflige pensando qué será aquello que entristece al sacerdote. El misterio se despeja poco después. Don Manuel no tiene fe.
Esa es, en el fondo, la razón que empaña la mirada del párroco, su falta de fe. ¿De dónde entonces le viene su carácter heroico? Este es el tema principal del relato. La razón y la fe, la verdad frente a la vida. Don Manuel no es creyente, pero actúa como si lo fuera. Al margen de su intimidad, o a pesar de ella, éste se enfrenta a sus dudas y continúa comunicando al pueblo la fe que él no tiene. ¿Lo está engañando? Él está convencido de que no, pues según su visión trágica de la existencia, lo mejor que puede hacer es transmitirles a los seres que ama la esperanza que él no tiene para que vivan el tiempo que les corresponda de acuerdo a la voluntad de Dios, tanto si existe como si no. Si en el horizonte vital del párroco no hay sentido, y entonces la vida se convierte en una pesadilla, no por ello va a arrancar el sentido a las vidas de esas pobres almas que tiene bajo su responsabilidad. Por eso es un héroe. Acerca las almas a Dios aunque para él no exista.
La grandeza del santo se hace evidente porque, aunque él no cree, sabe que sin fe, sin la esperanza de una vida feliz tras ésta, el pueblo no tendrá fuerzas para vivir. Y en este sentido se expresa don Manuel: «Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirán. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir». El conflicto estalla con toda su fuerza al llegar de América Lázaro, el hermano de Ángela, «con un caudalillo ahorrado» y con mentalidad progresista y anticlericlal, según los clichés traídos del Nuevo Mundo. Entre Lázaro y san Manuel en seguida se establece una relación especial, y el joven es convertido por el incrédulo sacerdote, por lo que se confirma de nuevo la halo de santidad del párroco de Valverde de Lucerna.
Para acabar con esta pobre glosa del libro San Manuel Bueno, mártir de don Miguel de Unamuno, me gustaría insistir en que la literatura que nutre exige esfuerzo. Conviene que no dejemos de lado los clásicos, pues lo son por algo, y no nos obcequemos en leer solamente literatura barata, pues en realidad en nada aprovecha. Pero allá cada uno. A mí me llevan los demonios cuando escucho, o leo, frecuentemente, que los jóvenes españoles son unos inútiles que tienen dificultades enormes para entender textos elementales, incluso para leerlos. Me da vergüenza ajena saber que no les importa, y a sus padres tampoco, no conocer a Unamuno o pensar que El Quijote lo escribió un señor cuyo nombre empieza por V. Es triste y desolador ver como la civilización se está suicidando. Por eso me viene a la memoria una frase tremenda del santo de Valverde de Lucerna en relación con los días que hoy son los nuestros: «del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida».
FICHA
Título: San Manuel Bueno, mártir
Autor: Miguel de Unamuno
Editorial: Tecnos
Otros: 2012, 152 páginas
Precio: 10 €
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