Saliendo
de Albacete por la carretera de las Peñas
de San Pedro, la ruta no presenta dificultades hasta la población de tal
nombre. Rectas monótonas y leves desniveles se suceden mientras atravieso las
últimas urbanizaciones de la capital y me dirijo a uno de los pueblos más
sorprendentes de la desconocida e impresionante sierra de Albacete, la sierra
del Segura. En medio tropiezo con El Salobral, conocido por sus magníficas
patatas; por eso, me digo, es natural contemplar a ambos costados de la carretera
enormes extensiones de sembrados acondicionados con modernos sistemas de
regadío.
Quiero llegar al pueblo de Ayna, uno de los términos más destacados de la sierra de Albacete, espacio poco conocido allende las fronteras regionales, pero sorprendente por sus atractivos enclaves naturales. En él sobresalen pueblos como Yeste, Bogarra, Elche de la Sierra, Letur o el propio Ayna, que gravitan en torno al corazón de la sierra: Riopar y el maravilloso entorno donde emerge el famoso río Mundo. Y también otros lugares menos renombrados, aunque igual de sorprendentes e incluso más virginales, como por ejemplo Paterna de Madera.
Pues
bien, en cuarenta y cinco o cincuenta minutos se recorren las leguas que
separan Albacete y Ayna, este pequeño pueblo de las montañas del sur de
Albacete. Hasta Peñas de San Pedro, como indiqué antes, conduzco sin
altibajos, llevando mi vehículo sobre la vía que, sin ondulaciones ni apenas
tráfico, me aproxima a la montaña. A la altura de este pueblo, aclamado por sus
famosas carnes de cerdo o cordero y sus embutidos, se comprende perfectamente
que de esta forma se llame. Una mole solitaria se levanta en medio de la
llanura, anunciando el nacimiento de la sierra, y a su abrigo se desarrolla el
pueblo de las Peñas. Después, ya entre montes, olvidadas las lomas ridículas de
antes, la carretera se encrespa ostensiblemente. Entonces el cuento cambia. Los
pinares se adueñan del paisaje y circulo entre poblados bosques de coníferas. Rodar
en esas carreteras rizadas deja de ser un paseo para ser algo emocionante.
En
los últimos tres kilómetros el asfalto adelgaza, pero lo suficiente para dejar
pasar sin grandes desahogos dos automóviles.Ya no queda nada hasta el pueblo. Y
además, justo antes de llegar hago la primera parada. Desde el Mirador del
diablo contemplo, en todo su esplendor, Ayna y la situación en la que se
emplaza. Sólo entonces cobro verdadera consciencia de su importancia. La
ubicación es su alma. Así pues, el mirador me permite, como si fuera una de las
ventanas desde las que nos ven desde el cielo, mirarla con sus mejores galas.
Lo
que veo en lo alto de un risco del que no concibo su dimensión exacta es un
paraje alucinante, y a un pueblo asentado en las sayas de un escarpado barranco
frente a un picacho imponente y afilado como una cuchilla de barbero a la
antigua usanza. El tramo de carretera que resta hasta abajo, ensortijado,
hipnotiza la mirada. Es el único camino para entrar y salir de Ayna, al menos
por ese lado; también podría continuar la carretera, que atraviesa al pueblo
por la mitad, y seguir profundizando en la sierra. No seguiré ese camino. Con
Ayna por hoy basta… Todavía allí arriba, en el Mirador del diablo, presiento que
la vida de los hombres y mujeres de este pueblo ha estado marcada por las
condiciones de su especial topografía. El pueblo se halla al fondo del cañón,
repartido a lo largo de la vega y en altura, instalado en terrazas,
aprovechando las paredes del precipicio. El área para cultivar es muy escasa, y
se limita al margen mínimo de una ribera que es fértil por el paso de un río,
pero que a la vez es muy estrecha por la cercanía de los poderosos montes
vecinos.
Estos
tremendos cerros además encierran Ayna, dejándolo aislado y en sombras durante
muchas horas del día. Mientras en la meseta manchega se disfruta de la última
hora y media de sol directo en una jornada cualquiera con cielos despejados, en
este asombroso pueblo de montaña el sol ha sido eclipsado y la luz cobra una
tonalidad mágica que se incrementa en la zona de la vega, paseando por el
camino que discurre paralelo al río y siendo acompañado por el canto del agua.
Pero
como en cualquier sierra de España, el clima es un dios tornadizo y riguroso. Y
los inviernos en lugares agrestes y aislados como éste siempre son más crudos
que en otros terrenos, y eso se refleja en el carácter estoico y llano —sin
estridencias ni adornos— de sus habitantes. Eso encuentro andando entre sus
casas y tratando con su gente. Personas que jamás niegan un saludo, sencillas y
amables, que aunque muestran asperezas comprensibles a la hora de expresarse,
compensan con sus virtudes los vicios que pudieran imputarles los refinados
turistas que visiten o se alojen en su pequeña patria.
Mi
corazón, creo yo, también es aldeano como el suyo. Me tengo por haber sido
educado en un pueblo, y debo más por su ejemplo a mis abuelos que a los cientos
de libros que llevo embaulados y gracias a los cuales muchas personas me
felicitan por mi cultura y disfrutan con lo que escribo. Pero aunque la
supremacía social la otorga la cultura o el dinero, supremacía social no es
hegemonía espiritual, y con esto quiero decir por tanto que los hombres de
pueblos añejos y encerrados en nada son inferiores a los que nacen, se crían y
pacen en una ciudad.
Y
esta pureza que muestran sus almas también se refleja en los olores que
transpira el propio poblado. Ellos, por sí mismos, transmiten verdades. Los
aromas del campo y los alimentos de las viejas cocinas ni distraen ni mienten.
Pero
esta es una visión particular en la que me recreo mientras disfruto paseando entre
las cuestas de Ayna, que se agarran a las piernas como demonios salidos de los
cuentos de brujas; sé de muchas personas que no estarían de acuerdo con esto
mismo, pero formas de entender el mundo hay tantas como seres poblamos el
universo. Como fuere, entre sus calles se aprecia que este bonito enclave de
montaña es a la par bendición y desgracia para sus naturales. Los vecinos de
antaño debieron de pelear mucho para salir adelante, pues las exigentes
condiciones topográficas, y las escasas tierras de labor disponibles, los
obligarían a vidas severas y penosas. Subiendo y bajando al huerto para llevar
al hogar las hortalizas y verduras sembradas entre fatigas en sus pequeñas
parcelas, subiendo y bajando para comprar en las tiendas, acudir al médico o al
ayuntamiento, subiendo y bajando para ir a misa las mañanas y tardes de culto. Hoy,
es una lástima, los jóvenes no tienen futuro en el pueblo, y los mayores
consumen los días aferrados a una paga mísera después de tantos sudores y
esfuerzos. No quisiera jamás pasar por escritor sensacionalista pero creo
atinar mucho si digo que lugares como éste, en el fondo, pueden ser
considerados paraísos malditos.
Por
supuesto, estas cosas no las ve el extranjero, que mira con otros ojos la
dureza y espectacularidad del marco natural en el que se halla el pueblo de
Ayna. Las peñas, que como cuchillos muestran sus dientes al cielo, no dan de
comer, y resulta que entre ellas creció y se mantiene vivo un pueblo orgulloso
de su impronta y vigencia, a pesar de los pesares y de que vivir resulte un
poquito más duro que en otros lugares. Quién sabe, pero estoy seguro de que si
preguntara a cuantos me cruzara por sus calles si desearían abandonar su pueblo
y salir de esta hondonada de la que la luz se retira tan rápido, me dirían que
no.
Es
el embrujo de cada nido, es el alma de cada población, que cala en las personas
y las convierte, moldea y transforma. Y en este caso tiene más sentido que
nunca. En Ayna se rodó una película surrealista española (Amanece, que no es poco) porque, con muy buen criterio, los
responsables de la misma se dieron cuenta de que entre las envejecidas calles
de Ayna, abrazadas largo tiempo por la penumbra, rezuma en el aire un misterio
que no se parece al de ninguna otra parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario