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martes, 15 de abril de 2014

Comentarios de cine: La gran belleza de Paolo Sorrentino

Para el cristiano, la gran belleza remite en último término y de modo exclusivo a Dios, bien absoluto, linterna en las tinieblas de la vida, meta final de la existencia, y culmen de todos los anhelos y necesidades. Para el no creyente, en cambio, la misma expresión puede hacer referencia a muchas cosas, pero nada que entienda por gran belleza será en realidad trascendente. Por eso se entiende que para aquel que sólo ve en la belleza un fin estético ésta jamás pueda saciar plenamente su sed de infinito. En consecuencia este tipo de hombres que fían todas sus ilusiones a las expresiones plásticas de los artistas, pensando que en ellas encontrarán las respuestas definitivas que aporten sentido a su vida, acaban amargados, con el corazón secuestrado por la nostalgia y sin más esperanza real que la de consumir sus días entre pequeños o grandes placeres; al fin y al cabo deleites pasajeros que no impiden sin embargo la erosión a la que nos castiga el paso del tiempo ni la visita final de la muerte. Precisamente en este espejo podría mirarse Jep Gambardella, el protagonista de La grande bellezza, la obra maestra del cineasta italiano Paolo Sorrentino.


Jep Gambardella es un famoso escritor aupado a la fama por su primera novela (El aparato humano), tras la cual no ha vuelto a escribir, ni aparenta tener ganas de ello, pues vive a lo grande la noche de Roma rodeándose de otros intelectuales y llevando una vida demasiado caótica para volver a escribir algo medianamente serio. Además, mientras la inspiración parece haberlo abandonado, él no manifiesta demasiado interés por invocar de nuevo a las musas. De hecho, inmediatamente tras el extraño preludio de la cinta, nos encontramos con Jep celebrando su 65 cumpleaños, en una azotea (también él cuenta con una privilegiada terraza con vistas al célebre Coliseo), y rodeado de una fauna pintoresca de hombres y mujeres al borde del arrebato bailando, embriagados, hacinados, al son de la artista Raffaella Carrà. Entonces, en pleno frenesí, tras un recorrido de la cámara por los amigos del novelista, Sorrentino ralentiza el tiempo para que Jep desvele su alma mediante la primera paradoja de la película. Así pues, en medio de una fiesta espectacular en torno a la cual él es su centro, Jep se presenta al espectador preguntándose por el sentido de la vida. Al hilo de sus enigmáticas palabras, reflexiona sobre ello diciendo que, de jóvenes, sus amigos aseguraban que lo que más les gustaba de la vida eran las mujeres, mientras que a él «el olor de la casa de los viejos». Sin ninguna duda, como reconocerá dirigiéndose al objetivo, nuestro protagonista estaba destinado a la sensibilidad, a convertirse en escritor, en busca de la gran belleza.

No obstante, ese destino que al principio se le antojaría fascinante, a su edad se ha vuelto un arma de doble filo. Jep considera que ya lo ha visto todo, que ha recorrido lo suficiente para comprobar el fracaso del hombre y el sinsentido de la vida. El sexo es para él un disfrute menor, un pasatiempo que en realidad no aporta nada a su espíritu desnutrido. Verdaderamente se siente vacío. Y aunque obra tratando de evadirse de la futilidad reinante, trasnochando e ingiriendo licores, no se engaña en relación con el mundo en el que vive. Es consciente de que el pulso vital de Roma se extingue, de que el ambiente cultural es paupérrimo y pedestre, de que el cosmos que a él le concierne se encuentra en el ocaso, en pleno declive; y en el que sólo se respira un aire de trágico desengaño. La vida, incluso para un hombre como Jep, arraigado en un marco que rebosa maravillosas obras de arte, se ha revelado huera y desilusionante. ¡Cómo es posible! ¡Si en el arranque de la cinta un turista asiático fallece en la colina del Janículo, fatigado por tanta belleza, superado por el mítico escenario!

Para colmo, ni siquiera el amor es para Jep Gambardella una esperanza fiable. Y de recordárselo se ocupa la vida con la muerte de Ramona, una bella mujer, atractiva y diferente, por la que parece sentir algo especial. Sin embargo, más allá de este súbito chasco, que asume con la imperturbabilidad del que ya nada espera, conserva en su memoria un amor de juventud, que si bien lo idealiza al evocarlo, nos permite ver el valor que aún otorga Jep a los gestos primitivos, a los sentimientos puros y elevados que brotaron de su corazón al enamorarse por primera vez, y que tal vez fueran un reflejo de algo trascendente que no ha sabido entender, una reverberación de la gran belleza. Pero la historia de aquel amor de juventud terminó, como si en realidad no hubiera existido, como si todo hubiera sido una ilusión. Y como aspirar a mucho (la gran belleza) conlleva la posibilidad de recibir una gran desilusión, o lo que es lo mismo, como la confianza en los ídolos siempre acaba decepcionándonos, Jep, aun manteniendo los buenos modales, ya no cree en el ser humano.

En consecuencia Jep Gambardella sólo aspira a ser el «vértice de la mundanidad». Pues mundano y decadente es su mundo. Y sobre todo Roma. En la vieja ciudad imperial, en el centro de la cristiandad, los artistas se han convertido en bufones, creadores mediocres y extravagantes, como la chica que, desnuda y cubierta su cabeza con un velo, se estampa libremente contra un muro de piedra ante unos cuantos curiosos, entre los que Jep, atónito, se encuentra. No cabe engañarse. La civilización languidece. A pesar de todo Jep no se cree mejor que nadie, se sabe igual de patético que todas las personas de las que se rodea. Tolera la hipocresía porque no se la toma en serio, pero igualmente es feroz si le obligan a arrancar una careta. Su sensibilidad sufre en un mundo dominado por lo absurdo y la fealdad, donde ni siquiera el arte, su amparo, es capaz de sostener una civilización que se viene abajo. No puede eludir la decadencia que todo lo envuelve, la vacuidad de un mundo que naufraga entre Escila y Caribdis. Paseando en los márgenes del Tíber, Jep confirma una vez más la dolorosa realidad: la banalidad del mundo contemporáneo, la vulgaridad de los hombres actuales. Tres hombres de mediana edad que han salido a correr se cruzan con él mientras éste camina melancólico y reflexivo junto al río. La conversación que mantienen los romanos tiene por objeto —cómo no— el venerado fútbol. Y esta mirada corrosiva del escritor, resignada pero penetrante, que se encarga de relacionar sutilmente Sorrentino en este encuentro del novelista con el hombre de la calle, nos recuerda la rotunda crítica de Indro Montanelli a la sociedad romana en su popular Historia de Roma, y por extensión a toda su patria:

«Jamás ciudad del Mundo tuvo una aventura más maravillosa. Su historia es tan grande que hace parecer pequeñísimos hasta los gigantescos delitos que la siembran. Tal vez una de las desdichas de Italia sea esta precisamente: tener por capital una ciudad desproporcionada, por su nombre y su pasado, con la modestia de un pueblo que, cuando grita: “¡Aúpa, Roma!”, alude tan sólo a un equipo de fútbol»[1].

Y pese a todo, no es solamente de la decadencia de Roma de lo que se habla en La gran belleza, aunque un amigo de Jep (Romano) se marche para siempre de la ciudad que tanto le ha desilusionado, sino que Roma es aquí también Europa y el resto de Occidente. ¡Si de Roma se marcha la gente aburrida y desengañada, cómo de hastiada no estará en cualquier otro lugar del orbe! De hecho, el funeral al que asiste el escritor por la muerte de otro amigo suyo no es más que la recreación del óbito de toda una civilización, que muere porque los hombres que la configuran han dejado de ser hombres al renunciar precisamente a lo que les define como tales, su dimensión espiritual.

Jep ha pasado su vida buscando la gran belleza, tratando de alimentar esa dimensión abierta a lo desconocido; ha seguido la vía de la sensibilidad, de la estética. Pero su empeño le ha servido tan sólo de consuelo, de refugio frente a la fealdad y la vulgaridad de nuestra época. Y ahora, entrado en la última etapa de su vida, se siente fracasado. La humanidad no tiene remedio; lo ve constantemente en sus paisanos. Y la razón es evidente, aunque nadie quiere darse cuenta de ello. El motivo de su luto lo describe Juan Plazaola tratando la crisis de la imagen sagrada en la era contemporánea: «el vacío religioso en los sectores más cultivados llevó a buscar en el arte un sucedáneo de la religión»[2]. Jep se había imaginado que cubriría sus carencias más profundas, que saciaría su íntima sed de infinito, a partir de las manifestaciones artísticas de los antiguos, y al descubrir que ellas no bastan para salvar al hombre de su condición mísera, siente la desesperación estrujando su maltrecho espíritu. Paradójicamente, tanta sensibilidad artística no le ha alcanzado para apreciar el lenguaje sutil y afectuoso con el que Dios nos habla. ¡Pero que Dios libre a los hombres de hoy de tener algo que ver con la religión cristiana!

Pero, lo reconozcan o no, Dios es, y seguirá siendo, la gran belleza; es decir, Cristo, el manantial del que brota el agua viva, el nuevo Moisés, que da a los suyos el verdadero alimento. De este modo, los cristianos, revestidos de Él, viven por un lado el cielo en la tierra, y por otro, cuentan de forma cierta con el aval de plenitud en la existencia eterna.

Tal vez la verdad sobrenatural sólo es intuida aquí por Sorrentino, que desea en su película explorar la vía trascendente de la belleza con la introducción en el último tercio de la cinta de la santa misionera. A pesar de que el director italiano caricaturiza a la Iglesia­ —como también hace con otros sectores de la sociedad romana—, a través de la figura del cardenal con inquietudes gastronómicas, la entrada en escena de la santa suscita una reflexión profunda sobre lo sagrado, como verdadera sustancia de la vida. No en vano la escena más bella de toda la película, la más poética, es la de los flamencos descansando en la terraza de Jep justo antes del amanecer. Y cuando a continuación, movidos por el aliento de la santa, levantan el vuelo y se alejan surcando el celaje.

Después de todo, ¿no se trata esta escena de una conclusión acerca de la naturaleza de la belleza en este mundo, como un destello del soplo divino? ¿No quiere decirnos Sorrentino que la belleza es tan sólo un eco de una realidad ontológicamente superior, un reflejo que el hombre no puede hacer suyo pero que se comunica con él y le interpela para ir en su búsqueda dejándose guiar por los caminos que este ser supremo le propone? De ser así, ¿no insinúa Sorrentino la oposición de dos estéticas enfrentadas y antagónicas? Una la de Jep, que gravita en torno al hedonismo y el bienestar, y otra, la que inspira el via crucis de la santa. No por capricho San Pablo advirtió a los discípulos de Antioquía que se han de «pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios»[3]. Desde luego no parece discutir esta idea la religiosa —al cierre de la cinta— subiendo de rodillas la legendaria Scala Santa.

La gran belleza, más allá de la interpretación correcta de las imágenes de esta película, remite a Dios, y Dios ya nos dio a su Hijo para que por medio de él la encontráramos. Por lo tanto, incluso las grandes manifestaciones artísticas que narran o simbolizan escenas sagradas, las más bellas obras de fundamento religioso, por sí mismas no son más que objetos de relativo valor estético. Lo determinante es que remiten a Dios, al Dios que se hizo visible a nosotros a través de la Encarnación, a Jesucristo mismo. Por eso son destellos de lo numinoso, fulgores que acercan a los hombres al Señor al revelar, a lo largo de la historia del arte y mediante sus técnicas particulares, otros detalles de su rostro.



[1] Montanelli, Indro: Historia de Roma; Debolsillo, 5ª edición, 2006, p. 446.
[2] Plazaola, Juan: La Iglesia y el arte; BAC, Madrid, 2001, p. 105.
[3] Hechos de los Apóstoles 14, 22.










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