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sábado, 10 de mayo de 2014

Sonata de estío: Memorias del Marqués de Bradomín de Ramón María del Valle-Inclán

«Quería olvidar unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación (...). Decidido a correr tierras, al principio dudé sin saber adónde dirigir mis pasos: Después, dejándome llevar de un impulso romántico, fui a México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un canto homérico, la tradición aventurera de todo mi linaje». Así comienza la Sonata de estío de Ramón María del Valle-Inclán, la segunda aventura amorosa en ser publicada (1903) de las cuatro que forman las memorias del Marqués de Bradomín. En ella pone el escritor español toda la carne en el asador, creando una historia tormentosa y erótica hasta el sacrilegio, a partir de una prosa convertida en música. Esta sonata es de la tetralogía la más preciosa de todas. Y su mayor gloria, que el autor es capaz de transmitir en ella la sensualidad y los aromas de la Tierra caliente. 

En esta segunda sonata, en este segundo episodio de las memorias del Marqués de Bradomín, la conquista del lascivo donjuán es una mujer a la que sus criados indios llaman dulcemente Niña Chole, una hembra mexicana que aviva en él su espíritu voluptuoso y que, para complicar las cosas, está comprometida con un general mexicano al que todo el mundo teme, y su mujer especialmente. Se trata de Diego Bermúdez. Como es lógico éste es un obstáculo más que introduce Valle-Inclán para que su protagonista resulte realmente un donjuán. Al Marqués de Bradomín no lo detiene la cercanía de la muerte para acostarse con una mujer, ¿cómo va a retroceder ante un compromiso humano aunque esté sellado por Dios? 

Como él mismo confiesa al principio de la corta novela, «aquellos días de peregrinación sentimental era yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza». Su llegada a las Indias es descrita por el insigne prosista gallego con semejante virtuosismo literario: «No olvidaré nunca las tres horas mortales que duró el pasaje desde la fragata a la playa. Aletargado por el calor, voy todo ese tiempo echado en el fondo de la canoa de un negro africano que mueve los remos con lentitud desesperante. A través de los párpados entornados veía erguirse y doblarse sobre mí, guardando el mareante compás de la bogada, aquella figura de carbón, que unas veces me sonríe con sus abultados labios de gigante, y otras silba esos aires cargados de religioso sopor, una música compuesta solamente de tres notas tristes, con que los magnetizadores de algunas tribus salvajes adormecen a las grandes culebras. Así debía ser el viaje infernal de los antiguos en la barca de Caronte: Sol abrasador, horizontes blanquecinos y calcinados, mar en calma sin brisas ni murmullos, y en el aire todo el calor de las fraguas de Vulcano». 

A partir de este marco encantador Valle-Inclán desarrolla una historia pasional cuyo centro son los amores imposibles del Marqués y la Niña Chole. Aunque para su depravado corazón no hay mujer imposible, ya que «únicamente los grandes santos y los grandes pecadores, poseen la virtud necesaria para huir las tentaciones del amor». En consecuencia consigue lo que se propone, en una escena sobrecogedora, de noche, entre los muros del convento de Comendadoras Santiagistas que los han acogido, y mientras las campanas anuncian el fallecimiento de algún interno. 

Precisamente por imágenes tan expresionistas como ésta, y a la vez tan cargadas de notas diabólicas, entre los pliegues del amor carnal, y por tanto bajo apariencia de cierto bien, las memorias del Marqués de Bradomín son por un lado relatos fascinantes, y por otro, la eclosión de un personaje literario —otro más en la obra del escritor español (de gran recuerdo por ejemplo don Juan Manuel Montenegro)— de innegable sabor satánico:


«Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las Virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos...» 

En la última de las Sonatas, la de invierno, el protagonista revelará un cansancio vital lejos de sus primeras correrías. Aquí, sin ir más lejos, en esta Sonata de estío, su lema, como si fuera el Anton LaVey decimonónico, podría ser perfectamente: «Haz lo que quieras. Yo siempre he hecho lo que he querido».





Memorias del Marqués de Bradomín

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