Con 29 años, los mismos que yo tengo ahora, Francisco
Pradilla pintaba su obra maestra.
El motivo de su cuadro era tan excepcional como el personaje
protagonista, una mujer que pasó a la historia con el sobrenombre de “la loca”
y que al parecer fascinó durante muchos años al autor de esta pintura, artista
genial y director, nada menos, del ilustre Museo del Prado.
En el centro de su gran cuadro, imantando todas las miradas,
la figura inmóvil de doña Juana, hija de los Reyes Católicos, queda retratada
con expresión ausente y afligida. La escena es impactante. Un cortejo fúnebre
acaba de hacer un alto en medio de un páramo. Al lado de la reina, un cajón
ricamente adornado conserva el cadáver de su esposo, el amor de su vida y
heredero al trono de Austria, Felipe el Hermoso; muerto prematuramente el 25 de
septiembre de 1506 al beber un vaso de agua fría después de jugar a la pelota.
Para entonces Juana ya había dado muestras de insania
mental. Su madre, Isabel la Católica, reconoció pronto en su hija la misma
debilidad que afectó a su madre. La reina Isabel de Portugal había padecido
también algún tipo de locura, y por lo visto la veta saltó a la generación de
su nieta. Significativo es el hecho de que cuando Juana conoció al que sería su
pretendiente, se enamoró tan perdidamente de éste que ordenó inmediatamente la
boda para poder consumar el acto matrimonial esa misma noche. Era el 21 de
agosto de 1496. E iban a casarse cuatro días más tarde. Pero no pudo
resistirse. Si bien esta reacción no es definitiva para considerar que Juana
padecía un trastorno mental, indica al menos que no era capaz de gobernar
sensatamente sus propios impulsos.
No obstante, el acontecimiento que hizo que los diques de su
precaria cordura reventasen irremediablemente fue el fallecimiento de Felipe. Prácticamente
un mes después de contraer matrimonio.
Dicen que su amor por él era tan inmenso que su pérdida
resultó fatal para su cabeza. Por lo visto, hasta el 19 de noviembre doña Juana
estuvo pegada al cadáver sin dejar que lo movieran o lo embalsamaran. La llave
del féretro por otra parte obraba en su poder, y, al parecer, la reina hacía
uso de ella de vez en cuando para abrir el ataúd y besar al difunto, a la sazón
en avanzado estado de descomposición. Sólo entonces, alrededor de dos meses
después de la desaparición de su esposo, Juana decidió que se llevaran el
cadáver a Granada. El traslado se produciría de noche, para que, según la reina,
ninguna mujer viera el féretro de su difunto consorte.
La pintura de Pradilla describe, pues, un instante del
séquito en su avance de Burgos hacia Granada. Un momento histórico con
repercusiones de muy diverso alcance y significado. Sin embargo, el pintor nacido
en Villanueva de Gállego no narra aquí un hecho histórico tradicional como era
común por otra parte en el siglo XIX, donde la pintura de historia cobró
especial relevancia, ya que el aragonés prefirió que los sentimientos fuesen
los verdaderos protagonistas del cuadro.
De esta manera, aunque por un lado es evidente la ejecución
realista de la pintura, en seguida se descubre, al mirarla con tiento, la
maravillosa aproximación romántica hecha por Pradilla a este singular y
fascinante episodio histórico.
En la obra maestra de Pradilla, en efecto, Juana la loca
demanda toda la atención que nuestra mirada seducida puede soportar. La reina
se mantiene rígida, en el centro del lienzo, con la mirada perdida y el rictus impertérrito.
Parece incluso una figura fantasmal, enlutada como va, con la cola de su velo
agitada por el viento, que a su vez azota las llamas de los velones que
custodian el féretro y aviva las ascuas de una pequeña hoguera que no para de
escupir humo hacia un cielo desapacible y mohíno. En esos momentos la reina
estaba embarazada de la infanta Catalina. Pero nada parece interrumpir sus
pensamientos. El luto fuerza su ánimo a explorar profundos pasillos que guarda
en sus adentros. Para la reina no hay más realidad que la muerte de su marido.
En torno a ella varias personas del cortejo fúnebre velan también
el cadáver. A la izquierda, un anciano encapuchado lee de rodillas las
Escrituras. Y junto a él, una mujer joven observa con piedad a la reina
mientras descansa sobre una silla y sus manos reposan en los Evangelios.
En el
otro extremo, destacan dos hombres de pie exquisitamente vestidos, con
seguridad de noble linaje. Y a los pies de éstos un grupo de mujeres sentadas
sobre el suelo, que, dispuestas por parejas, sobrellevan el trámite de la mejor
manera que pueden, pues en sus caras puede verse el hastío que les produce
semejante éxodo. La escena refleja genialmente que la situación de los
personajes no es en absoluto cómoda.
En segundo plano una serie de elementos solicitan igualmente
nuestra atención. De nuevo empezando por la izquierda, hallamos al resto de la
comitiva, en larga hilera, que va llegando en procesión al lugar donde la reina
ha decidido descansar unos instantes. La rodadura de un carro gravada en el
barro indica las dimensiones del séquito.
En la diestra, en cambio, un árbol seco y una vieja iglesia
con espadaña y campanario suponen los únicos elementos del áspero paisaje. La
ermita sugiere las advertencias que sobre el más allá enseña la Iglesia
Católica, como si el propio templo fuera un memento
mori para figuras y espectadores. El árbol seco y retorcido por su parte
insinúa la locura de la reina, la falta de salud mental que la aqueja.
Todos los elementos del paisaje en realidad aluden al estado
mental de la reina. El propio clima es expresión de los delirios de doña Juana,
de sus obsesiones e ideas macabras. Los cielos espectaculares que pinta
Pradilla son la manifestación visual de los tormentos psicológicos de la
heredera al trono de Aragón y Castilla. Melancólicos y turbulentos, como el
corazón de la reina. En el fondo la escena remite al mundo del corazón, que
tiene su reflejo en la misma naturaleza.
La composición del cuadro desde luego subraya esta idea.
Pradilla pensó que para enfatizar los sentimientos de la reina, para mostrarlos
en toda su crudeza, la disposición de elementos y figuras del primer plano
debía ser en aspa. Y así es como sitúa los elementos con Juana como centro de
la tormenta. El féretro de Felipe hacia un lado y el humo de la hoguera hacia
el otro, cruzándose tras ésta y fundiéndose la humareda con el celaje color
ceniza de esta maravillosa obra maestra.
Además, el punto de vista está elevado, lo que permite
contemplar con todo detalle la escena, arropada por un cielo lleno de nubes
enfermas formando una madeja.
Juana, no hay dudas al respecto, padecía con seguridad una
enfermedad mental, pero la leyenda romántica quiso ver en ella otra cosa. Y
gracias a los Comuneros yo me permito jugar con el mito de esta mujer
excepcional. Preguntándome, entre otras cosas, si su mayor pecado no fue tan
sólo amar atropelladamente. ¿Y si ella sólo guardaba el luto como mejor creía
conveniente? ¿Y si dos meses no eran para ella suficientes y harta de las
presiones de la corte decidió huir con el cadáver de su marido hacia Granada
para no tener que tomar las decisiones políticas a las que le apremiaban los
nobles con el cuerpo de Felipe el Hermoso todavía caliente?
Tal vez Juana perdió la razón después de todo por amar sin
medida a un simple títere. Es esto precisamente lo que me gusta de esta
increíble pintura, más allá de sus cualidades técnicas y de su riqueza
pictórica. La reflexión que me permite hacer a partir de ella acerca del amor
romántico elevado a la máxima potencia o llevado al límite de sus propias
fuerzas. Es decir, las consecuencias de un amor idealizado e idolatrado. La
realidad de una emoción o sentimiento con pies de barro. Amores que en el mejor
de los casos se convierten en una bonita humareda, y en el peor, en una
peligrosa obsesión.
Pues la lujuria y el capricho tornados en sinónimo de amor
vierten antes o después una espesa niebla en el alma del enamorado, que suele
acabar con el juicio más o menos perturbado y la inocencia tan estéril como el
árbol seco del páramo en el que se detuvo doña Juana mientras paseaba el
cadáver de su marido de una punta a otra de España. Toda una reina que al
pensar que su consorte era Dios, cuando éste murió, descubrió que Dios había
muerto, y con él, el mundo al que perteneció.
No me extraña entonces que dejara de lavarse y de mudarse la
ropa, y que cuando un santo quiso entrevistarse con ella ordenara que la
lavaran porque en su carne habían aparecido llagas purulentas. Había perdido el
juicio por amar sin mesura, patológicamente, honrando a la criatura y dejando
en segundo plano a Dios. Entonces, cuando cayó el ídolo en el que había
depositado toda su fe, se vino abajo su vida entera.
Entiendo por tanto que amar sin razón conduce a la locura.
Cada vez hay más locos. ¿Hay cada vez más amor? En su día, la mujer más sabia
que he conocido en mi vida me dijo al respecto: «Hoy no hay amor ni querer; hay
capricho. Y cuando el capricho acaba…».
A buen entendedor, pocas palabras bastan. E incluso a veces, en lugar de palabras, es suficiente con una buena pintura.
A buen entendedor, pocas palabras bastan. E incluso a veces, en lugar de palabras, es suficiente con una buena pintura.
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