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martes, 27 de enero de 2015

España, Patrimonio de lo Sagrado: Cartagena

Cartagena, ciudad milenaria. Así le gusta ser recordada a la histórica ciudad mediterránea. Enclave que ha visto trajinar a innumerables hombres, e innumerables navíos entrar y salir por su inconfundible bocana del puerto. Su historia gloriosa comienza con Asdrúbal, general cartaginés, caudillo de los ejércitos establecidos en Iberia, que sobre un antiguo asentamiento fenicio (Mastia) funda la ciudad de Qart Hadashat, en el año 227 a. C., rebautizada después por los romanos Cartago Nova, nombre que le confirió fama mundial. Pero con la desaparición del Imperio Romano se extinguió el recuerdo de Cartagena, sepultado en un doloroso silencio, a pesar de que figuras y acontecimientos importantes a lo largo de los siglos partieran de aquí para irse muy lejos, o desembarcaran para ceñirse una corona. Incluso la imagen de la Virgen de la Caridad, patrona de la ciudad, arribó a su puerto en 1723 procedente de Nápoles, siendo acogida hasta hoy con gran fervor por parte de los cartageneros.

A mí, que me considero un espíritu romántico, aunque no sé por cuanto tiempo, me parece que una ciudad con ruinas importantes es siempre hermosa. El teatro romano y su antigua catedral, ubicados en un mismo espacio, confieren a ese lugar gran encanto. No sé si John Ruskin llegó a conocer Cartagena, lo dudo mucho, pero de haberlo hecho me hubiese dado la razón y acto seguido se estaría frotando las manos paseando entre sus vestigios milenarios. En cambio, para una chica que conocí hace años de El Salvador, que ha viajado mucho pero que tiene el gusto de un rodaballo, las ruinas de la catedral tardorrománica (pues construir un templo románico en pleno siglo XIII era apostar por el pasado) y del fabuloso teatro romano, serían poco más que cuatro piedras amontonadas con algo de gracia. Por eso nunca entenderé por qué hay quien visita lugares que sabe que no le van a gustar. Máxime si se dice a sí mismo que ver unas ruinas es haberlas visto todas. Hoy no se cree en los milagros, ciertamente, pero que algunas personas no rebuznen es uno de ellos. En mi caso, sin ir más lejos, jamás he visto dos ruinas iguales. Ni dos lugares idénticos. Sí que me evocasen unos a otros, pero no que me hiciesen sentirme o percibirlos de igual modo.


En Cartagena se siente desde luego el paso del tiempo. Una tristeza que se ha colado en todos los poros de sus piedras. No sé si también se refleja esto en la gente —a tanto no he llegado—, pero sí se observa en sus calles desgastadas, decadentes, con un lustre en ciertas zonas que encubre un olor a cadáver, aunque a éste se le haya ungido con perfumes y aceites. Cartagena parece un lugar cuyo esplendor pasó hace demasiado tiempo. O que durante demasiado tiempo ha vivido sin ser recordada por nadie. Y así ha ido envejeciendo, cansada de tantas faltas de aprecio. Quizá ha llegado a asumir que perdió hace mucho su lozanía, y por eso en los primeros lustros del siglo XXI se muestre tal cual, despreocupada. Esa naturalidad convierte hoy a la que fue una de las bahías más ricas y codiciadas del Mediterráneo, en un lugar de descanso, que invita a la reflexión calmada, a tomar conciencia de las grandes gestas ocurridas en sus tierras desde antaño. Fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos, visigodos, árabes... y hoy cristianos; bueno, hoy no, ayer. Hoy, «estepaís» es de la religión de los laicos.


Con todo, en la ciudad de los navegantes, desembocadura privilegiada de la huerta de Murcia, late, bajo el peso de tantos siglos y nostalgias, el orgullo de un pueblo que aún no se ha resignado a gritar su grandeza, aunque se sienta cansado, sin fuerzas, en dichosa decadencia: la prueba es el espléndido edificio del ayuntamiento, o Palacio Consistorial. Una elegante y contundente obra arquitectónica, erigida en mármol blanco, y que levantada en el pasado siglo XX, casa a la perfección con el sello mediterráneo de Cartagena y su pasado más resplandeciente.

En esta ciudad, así pues, el bullicio no ahoga el alma, como si la propia bahía fuese bastión inexpugnable frente al ritmo frenético al que nos empuja la rutina diaria. Pues hoy en Cartagena, en contacto con el mundo antiguo, la cultura clásica, y un mar que trae con la brisa los ecos de unos héroes apenas conocidos, cualquiera puede sentirse como nuevo, a pesar de caminar entre lo viejo.








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