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domingo, 21 de junio de 2015

Meditaciones de Marco Aurelio

Es conocida con distintas denominaciones. Meditaciones, soliloquios, pensamientos... pues eso es lo que son, notas o apuntes personales, las reflexiones de uno de los jefes supremos más destacados del glorioso Imperio Romano, Marco Aurelio. Un ser humano del que se dijo que fue el único de los emperadores que dio fe de su filosofía no con palabras ni afirmaciones teóricas, sino con su carácter digno y su virtuosa conducta. Por eso Meditaciones es una de las obras más sabias y personales de la antigüedad clásica; un escrito compuesto por 12 libritos que versan sobre diversas reflexiones de Marco Aurelio acerca de las cosas esenciales de la vida, con un tono melancólico y dramático pero extrañamente conmovedor y lúcido. Aunque quizá la mayor gloria de esta cumbre literaria, además de su hondura y sensibilidad singulares, sea la de revelar en qué consiste la filosofía: esa mentalidad que acompaña a aquél que investiga con amor profundo las razones últimas de todo y el misterio del ser humano en su conjunto; para luego aprovecharse de los hallazgos y poder ser lo más feliz posible dentro de un mundo que parece negarnos la dicha completa.

El estilo de las famosas Meditaciones sin embargo es gris y monótono. Marco Aurelio reitera numerosas veces sus pensamientos e ideas; por eso más que un pensamiento organizado, sus palabras dan lugar más bien a una serie de reflexiones sueltas sobre lo divino y lo humano. La filosofía del emperador filósofo, por otro lado, no es compleja, ni él mismo se expresa de forma oscura o para las élites. De haber alguna originalidad en su filosofía, ésta es la reducción de la filosofía a la ética, siendo en consecuencia la práctica de la filosofía una cuestión moral entendida como fármaco personal, como remedio para conjurar la abrumadora realidad con la que nos ha tocado lidiar.

Pues bien, todo el andamiaje intelectual de Marco Aurelio está sostenido por tres formidables pilares o principios incuestionables para el noble emperador humanista. Uno de ellos es la composición tripartita del hombre en cuerpo, alma o principio vital e inteligencia. De estas tres partes, específicamente humana es la última, precisamente la que se identifica con el elemento divino interior (daímon) que habita en nosotros y el principio director o guía de nuestra vida. Así, el método más sencillo para superar las pasiones, el dolor y el placer —pues Marco Aurelio entiende que unas y otras son fuentes de desgracias para el hombre—, consiste en dejarse guiar por la conducta recta y racional que exige la inteligencia. El segundo principio que afirma el emperador es la necesidad de saber qué cosas dependen de nosotros y qué cosas no, y cifrar la felicidad en las primeras. La felicidad, como se ve, es un concepto central en la problemática humana. Por último, un tercer dogma de su filosofía sería la sumisión del individuo al conjunto, y de la adaptación de éste al cosmos, que está regido por un designio divino y racional. Marco Aurelio, como buen romano, concibe el destino como un hecho inexorable, pues todo desde el principio está determinado y tramado (IV).

El tono dramático y melancólico de estas meditaciones se comprende entonces fácilmente. Y la actitud estoica que adopta por tanto su protagonista, para el que lógicamente no existe más que el presente, pues «ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien?» (II). Para colmo, el tiempo presente no es más que un instante de la eternidad, algo pequeño, mutable y caduco (VI). Las cosas de este mundo tampoco tienen el valor que le otorgamos, por su naturaleza efímera: «cuando las cosas te dan la impresión de ser dignas de crédito en exceso, desnúdalas y observa su nulo valor» (VI). Pues «en medio de ese río, sobre el cual no es posible detenerse, ¿qué cosa entre las que pasan corriendo podría estimarse?» (VI).

Del futuro el emperador filósofo esperaba aún menos. Para él todo se repetía y pasaba al olvido. Su desesperanza sin embargo no era sólo metafísica, también había perdido la fe en la sociedad y en la historia. Su visión de la realidad evidencia una amarga decepción hacia todo aquello que le rodeaba. Por esa razón afirmaba con gravedad el carácter radical de la vida: «recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde» (II). Y por eso, claro está, era necesario abrazar lo que venía con el mejor ánimo posible y encontrar la felicidad en la resignación y la fidelidad a uno mismo.

Para Marco Aurelio «el arte de vivir se asemaja más a la lucha que a la danza» (VII), aunque a la vez «en muy poco radica la vida feliz» (VII). «La dicha del hombre consiste en hacer lo que es propio del hombre. Y es propio del hombre el trato benevolente con sus semejantes» (VIII). Sorprende, pues, la caridad del máximo líder del Imperio Romano durante el siglo segundo después de Cristo, su humanismo estoico. El sentido del deber y la virtud es lo que hace entonces digno al ser humano, su búsqueda constante de la justicia, su benevolencia con los demás hombres. Cada uno de nosotros ha nacido con una misión y ha de llevarla a cabo, pero deber de todos es el ejercicio de la virtud, de la justicia y de la benevolencia con el prójimo. Marco Aurelio había entrado en contacto con los cristianos, que eran un signo de contradicción para la sociedad del imperio, por eso aunque los persiguió y consideró una secta de fanáticos, su ejemplo le marcó profundamente y le convirtió en un hombre mucho más prudente.

Así, en su desprecio por lo corporal y mundano, por la caducidad de todo y su apariencia deleitable, la idea de la muerte se erige en las Meditaciones como el asunto angular de sus reflexiones. Asociada a ésta se encuentran sus ideas sobre el olvido, la inmortalidad y la fama. «Pequeña es asimismo la fama póstuma, incluso la más prolongada, y ésta se da a través de una sucesión de hombrecillos que muy pronto morirán, que ni siquiera se conocen a sí mismos, ni tampoco al que murió tiempo ha» (III). Pues «todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado» (IV). La muerte, sin embargo, es uno de los grandes misterios existenciales. Y quien ha reflexionado seriamente sobre ella, un alma cuyas junturas transpiran autenticidad y una sensibilidad no pequeña. Marco Aurelio insistirá una y otra vez sobre este gran enigma invitando a meditar «sin cesar en la muerte de hombres de todas clases, de todo tipo de profesiones y de toda suerte de razas». [...] «Medita acerca de todos éstos que tiempo ha nos dejaron: ¿Qué tiene, pues, de terrible esto para ellos? ¿Y qué tiene de terrible para los que en absoluto son nombrados? Una sola cosa merece aquí la pena: pasar la vida en compañía de la verdad y de la justicia, benévolo con los mentirosos y los injustos» (VI). 

Síntesis perfecta de las reflexiones de un gran espíritu del pasado, de un verdadero filósofo, por los asuntos que trató y por la conducta que exhibió durante su dilatada existencia. Pues sólo un auténtico filósofo aconsejaría indagar sobre la fuente de todas las cosas (VI), se comportaría como el hombre de Estado que fue y tendría a la virtud, la justicia y la verdad como guías especiales. Marco Aurelio fue, pese a todo, un hombre pagano. Tenía la caridad. Le faltaron la fe y la esperanza. Y sin embargo puede considerársele, a la luz de sus Meditaciones, un hombre de virtud y sensibilidad incomparables.



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