Que los restos del dictador
reposen en aquel sitio no le incomoda. Muy al contrario. Ha discurrido lo suficiente
como para considerar a Franco una figura providencial, que libró a España de la
perversa revolución comunista. El juicio casi unánime de los hombres le resulta
indiferente. El viajero es seguidor de Cristo, y con orgullo se ajusta a lo
exhortado por San Pablo en la carta a los Romanos: «no os amoldéis a este
mundo».
El tráfico de la
carretera, de camino a la Villa y Corte de Madrid, apenas le exige
concentrarse. Dedica la mitad del trayecto a rezar el rosario, completo, con
sus 150 avemarías, guiado por un anillo que sitúa para la ocasión en su dedo índice
y que guarda en el coche. Al finalizar la plegaria le duele la garganta. Cada
día habla para un auditorio, enseñando con gusto lo que ha dado de sí el
Cristianismo. Por eso ha de cuidar su voz como si fuera un barítono. La verdad,
no obstante, es que la garganta le está dando algunos disgustos.
Para la segunda
mitad del camino escucha varios programas de Historia de la Iglesia, que dirige
el profesor Alberto Bárcena en Radio María, descargados en su momento de la
página web del programa. El profesor Bárcena por entonces acababa de publicar
un trabajo definitivo sobre los presos del Valle de los Caídos. Libro que había
sido ungido por el silencio mediático, al no comulgar con las ruedas de molino
progresistas y sus anhelos de revancha. Además, el profesor Bárcena había
realizado su tesis doctoral precisamente sobre este tema. El viajero pensó que
pocas personas podrían toser a este señor en cuestiones del Valle, y sin
embargo sabía que una buena parte de sus compatriotas mantendría vivo en su
corazón el odio hacia el Valle contra toda razón histórica.
Se olvidó sin
embargo de aquellas cuestiones cuando divisó desde la carretera la gran cruz,
empotrada contra un cerro encendido de árboles. El signo de la Cruz Redentora,
como la llamara Juan XXIII, «meta preclarísima del caminar de la vida terrena,
que extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales
los muertos gozan el eterno descanso». No quiso especular el viajero sobre el
porvenir de aquellas personas. Era al arcángel San Miguel al que le tocaba
pesar sus almas en la balanza. Aunque estaba seguro de que no todos gozaban del
referido descanso.
Al llegar a la
barrera de seguridad del Valle, el viajero baja la ventanilla del coche.
Suspira; por fin ha llegado. Pero sólo al dejar atrás las compuertas consigue
llenar sus pulmones de aire. Parece como si hubiera traspasado un umbral
invisible y hubiese ingresado en un lugar radicalmente diferente del que venía.
Antes de dejarse llevar, sin embargo, considera qué opinión les habrá merecido
a los guardas su llegada. Una persona sola no podía ser muy común en aquel
sitio. ¡Qué más le daba! No era ningún descerebrado que quisiera hacer trizas
aquel tesoro artístico.
Cuando por fin deja
el coche a los pies de la inmensa explanada que da acceso a la basílica, se
apea con gesto solemne, asciende unos peldaños y contempla el horizonte. No
tiene prisa. Es la segunda vez que recorre ese escenario, la primera sin nadie
que lo acompañe.
Al norte observa
Navacerrada, una montaña poderosa de duras crestas. Majestosa la vista. Se gira
un poco e intuye El Escorial. Lo siente al otro lado, apenas a unos cuantos
kilómetros. Ocultas quedan sus torres tras los riscos vestidos de pinos, jaras,
robles y algunos chopos. Es una buena decisión, se dice, dar un breve paseo y
fundirse en aquella armonía perfecta.
El viajero se
pregunta mientras camina, seducido por la atmósfera, por qué algunos lugares
parecen llenos de gracia. ¿Qué increíbles encantos encubren los regatos de la
Tierra? La luz, el aire, el agua corriendo, los árboles, un pájaro que canta
cerca..., la vida sonríe y casi nadie lo aprecia.
Pero no todo es tan
ameno en la existencia humana. El perfil de la realidad ofrece siempre una cara
y su reverso. El viajero está seguro además que la realidad es mucho más
compleja de lo que imaginamos. Infinitamente más compleja y rica. Y por tanto,
increíblemente apasionante.
Pero ha viajado
hasta allí para eso. En marcha, se dice. Adentro.
Más allá de las
pesadas puertas de la basílica, tenía razón, se acentúa el misterio. Allí las
realidades naturales que deleitaban segundos antes los ojos del viajero se
difuminan por completo; en el vientre de la montaña el tiempo parece detenerse.
¿Cómo es posible que haya lugares donde todo parece inalterable? Pocos lugares
le impresionan tanto. En esa nave, concluye, hay sacralidad hasta en su diseño.
Considera el viajero
la extraordinaria obra de ingeniería que supone horadar un cerro y construir en
sus entrañas una iglesia de esas dimensiones. Dieciocho años de esfuerzos bajo
la dirección de dos arquitectos distintos, y sin que costara una sola peseta al
Estado español. Por otra parte, se había mentido miserablemente sobre los
presos que trabajaron en esa construcción histórica, tanto que la mentira se
había transmitido a la opinión pública como una enfermedad contagiosa e
imparable. Los estudios serios, por el contrario, desacreditaban las falacias
comunistas. ¡Y pensar que esas piedras bellísimamente ensambladas habían
querido ser dinamitadas por los bárbaros!
Pero vuelve en
seguida a sacudirse los pensamientos.
El recorrido por la
galería seduce al viajero y lo hace sentir pequeño, dependiente del Dios ante
el cual todo hombre y ángel doblará la rodilla, entre hermosos tapices
historiados y relieves enormes relativos a la Virgen Santísima. Los candelabros
de las paredes inspiran espacios ceremoniales, lugares especiales por los ritos
y eventos que acontecen en su seno.
Al llegar al
crucero, frente al Altar Mayor, separado por unos escalones, un espacio
circular amplía el campo de visión del visitante. Delante, Cristo crucificado
se alza en el centro, sobre un robusto madero. Está solo, y su mirada piadosa
se dirige a los cielos. Aún recuerda el viajero su primer viaje al Valle, junto
a su novia, y su regreso al día siguiente para asistir a una misa que, según le
había comentado su hospedera, merecía la pena contemplar. Agradeció luego esa
información, porque en aquella misa todas las luces del templo expiraban y sólo
un débil haz de luz iluminaba al Cristo crucificado, provocando en el templo
una sensación de recogimiento que muchos años después se tradujo en una fe
robusta, amante de la meditación y el silencio.
No puede entonces evitar
una ojeada sobre la primera tumba famosa que alberga el recinto, delante justo
del altar; la otra se encuentra al otro lado. Yergue sin embargo su mirada al
techo, allá donde Cristo dirige sus ojos, confiados y exultantes: Una bóveda
admirable irradia su luz dorada sobre la cabeza del viajero y el cuerpo
atormentado del Redentor del universo, como un sol que derramase sus gracias
para la reconciliación de los hombres.
De repente se le
ocurre algo. En esa ocasión el viajero posee una formación teológica de la que
carecía en su primer viaje. Ese lugar motiva como pocos la meditación en la
Redención de Cristo. Allí se concentran los osarios de gran cantidad de caídos
en la Guerra Civil, y piensa que sólo ideologías intrínsecamente contrarias al
Reino de Dios pueden provocar consecuencias así de lamentables. Un sacerdote
rumano, Richard Wurmbrand, demostró los vínculos entre Marx y el satanismo.
Casi nadie lo sabe, lo tiene claro. Como también tiene claro que muchas buenas personas
se dejaron arrastrar por una ideología que vendía un paraíso en la tierra
inexistente. Aquellos hombres se creyeron con derecho a todo, incluso a matar y
robar propiedades ajenas.
Volvía el viajero
sobre las mismas ideas una y otra vez. Aquel lugar evocaba en su imaginación
cómo hubieron de ser aquellos tiempos revueltos.
A continuación, el
viajero se recrea en una de las capillas, donde descansan innumerables restos
de los caídos en la guerra fratricida. Le imponen los cementerios. Allí trae a
su memoria las palabras del gran Papa León XIII, caladas de misterio, pero evidentes
para cualquier hombre de fe: «El
humano linaje, después que, por envidia del demonio, se hubo, para su mayor
desgracia, separado de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, quedó
dividido en dos bandos diversos y adversos: uno de ellos combate asiduamente
por la verdad y la virtud, y el otro por todo cuanto es contrario a la virtud y
a la verdad».
Ya no quiere seguir discurriendo sobre ideas que han
hecho que amigos y hermanos se maten antaño. Sólo desea que empape a través de
sus poros la santidad que flota entre aquellos paramentos. ¿Pero por qué
querrán destruir un monumento tan excepcional como ése?, se dice. Y no puede
dejar de preguntárselo. La cruz. Eso es, la cruz molesta. La cruz recuerda al
mundo que sus obras son malas. Por eso se odia a Cristo, como él mismo enseña a
los suyos, según recoge el capítulo siete del evangelio de San Juan. ¿Podrán
los enemigos de Cristo con la gran cruz que domina el Valle?, discurre al fin.
Lo han de tener difícil; los terribles arcángeles de Juan de Ávalos velan por
aquel recinto. Sus descomunales espadas están listas contra los impíos. Pues
«celosos de la honra de la Casa de Dios, montan guardia permanente en solemne
advertencia a los que entran».
Se va el caminante
de allí al fin perseguido por una estela de nostalgia. Sabe que se encuentra en un
lugar incomparable. Y no quiere decir adiós tan pronto. Lo esperan, sin embargo, en la Posada
Don Jaime. Ha vuelto a hospedarse en el viejo palacete que regenta Esther,
donde ya pasara un par de noches en 2009 junto a la que por entonces era el
amor de su vida.
—¿Qué tal ha ido, Luis? ¿Cómo ha encontrado el Valle después de 6 años?
—El Valle está como yo, Esther, envejecido.
En los ojos de la
dulce dueña del hotel asoma un destello de tristeza. En San Lorenzo de El
Escorial son muchos los que entienden perfectamente qué monumento incomparable
es el que tienen a dos pasos. El Valle es para ellos un lugar sagrado, no menos
importante que el fastuoso Monasterio que sitúa el nombre de ese pueblo en los
mapas de las principales maravillas del mundo moderno. El Monasterio lo reserva para el día
siguiente, y luego regresará a casa, dando gracias por ese viaje.
No se va esta vez el
viajero a tomar unas tapas al estrecho y oscuro local donde 6 años atrás pasara
una de sus mejores noches con aquella chica cuyo nombre sigue tatuado en uno de
sus brazos. Ha comprendido que ese tipo de instantes felices aparecen cuando
ellos quieren, no cuando uno se empeña en dar con ellos. Y ha ido hasta allí
en solitario.
Sube a la buhardilla, pues, dando las buenas noches. Siente entonces que refresca bastante, lo que
facilita que fluyan pensamientos e ideas remotas. Pero esa soledad no es ninguna pesada
carga para él. Sabe aprovecharla, y su alma se lo ha agradecido sobradamente en
los últimos años. Aunque nada llena del todo, no al menos de forma permanente. Por
eso se pregunta si sería más dichoso con ella a su lado. ¿Con otra tal
vez? Tipo raro, se dice. Pero tipo raro al fin y al cabo que en esos momentos
está muy a gusto con lo que hace.
Tengo 48 años, desde los 16 años por diferentes motivos he estado en Madrid y conozco muchos de sus lugares, entre ellos El Escorial. La pasada semana fué mi última estancia de tres días, y hoy me he encontrado con esta entrada hablando de El Valle de los Caidos; y he caído en la cuenta, que no lo conozco, que en muchas ocasiones he pensado: en mi próxima estancia en Madrid, quiero ir a visitarlo; pero nunca ha llegado ese día.
ResponderEliminarTras la lectura de esta entrada, me doy cuenta, que personalmente y de forma inconsciente también he abrazo prejuicios negativos colectivos y propagados por el "actual sistema democrático" en su continuo falseamiento de la historia; y de los que afortunadamente, en estos últimos 15 años he ido actualizando.
En cuanto pueda tener la oportunidad de un nuevo desplazamiento a Madrid, lo tendré presente, antes que los de "progrelandia" se encarguen de disipar cualquier resquicio de este lugar, y no se pueda (entre otras cosas) acceder a poder escribir entradas tan inspiradas.
J.A. Vallejo-Nágera, en su libro "locos egregios" en el capítulo sobre Hitler -y para distanciarlo de él- nos informa que Franco, a pesar de todas las posibilidades que tenía, ordenó a los arquitectos que la cúpula del Valle tuviera medio metro menos que la de Miguel Ángel "por respeto a la primera iglesia de la cristiandad"
ResponderEliminarDicho esto, no puedo menos que añadir:
¡Ay, España, España, ¿qué te fizieron? ¿cómo la que fuera "espada de Roma, martillo de herejes, luz de Trento, cuna de San Ignacio" se ha convertido en el bardaje de la UE, de la ONU, y de la masonería en general? ¿cómo la que más mártires aportó a la Iglesia y santos más notables dio recibe en las instituciones a piojosos perroflautas?
Si el genio de la lámpara me ofreciera tres deseos, sólo pediría uno:
La Parusía.
Haddock.
Qué masacre han hecho este maravilloso lugar, y cómo pretenden borrar la historia de nuestro país, con los problemas que hay para atajar infinitamente más primordiales para todos los españoles. Las fotos son espectaculares Luis, qué buen trabajo!
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