El origen de los gustos me parece un enorme misterio. Lo he repetido ya en alguna ocasión. La inclinación por ciertos lugares, la simpatía hacia determinados personajes, o la predisposición a unos temas frente a otros, me resulta fascinante. Como fascinante me parece la grandeza de la creación y el ingenio de algunos hombres, reales o ficticios. Digo esto porque no sé del todo muy bien por qué me acerqué a esta creación tan cálida y sugerente. Sin duda por Sherlock. Quizás también porque de modo inconsciente estoy preparando un próximo viaje a Londres y el sur de Inglaterra. Si esto fue lo que finalmente me motivó a ver la película de la que estoy escribiendo —que no lo sé—, el resultado fue inmejorable. En Mr. Holmes se conjugan, como pocas veces he visto, historia y ambiente. No hablo en ningún caso en términos cinematográficos, me refiero a cuestiones más hondas, a vibraciones que emite esta película y que me han acariciado las fibras del alma. Hablo, por tanto, para mis adentros.
Las localizaciones desde luego hacen muy agradable el camino, o el visionado de la cinta, por decirlo en términos fílmicos. El condado de Sussex, al que Sherlock se desplaza para alejarse del bullicio londinense, encanta y enamora... Pues bien, esa predilección por el verde, sin ir más lejos, es para mí un enigma que me hace sondearme constantemente. ¿Tuvo algo que ver en su día, me pregunto, el impacto de la película Braveheart en mi espíritu juvenil, con sus verdes campiñas escocesas, de hierbas perpetuas y nieblas interminables? ¿Predomina en cambio, en mi pasión por el campo y lo bucólico, mi relación, desde bien pequeño, con los montes de mi pueblo y sus pinares y huertos? ¿O se lleva tal vez en la sangre el amor por el agro, al ser mis dos abuelos pastores y hortelanos? De cualquier manera, el entorno de cada ciudad o pueblo, sus flores y plantas, la vegetación que crece entre sus entretelas, a mí me seduce, me libera incluso, me tranquiliza, me hace elevarme, me purifica, me acerca a lo divino. Y por eso puedo estar horas disfrutando de un determinado paisaje, no necesariamente quieto, pero jamás sintiendo que pierdo el tiempo. Y por eso considero el camino de cualquier viaje un placer en sí mismo.
Por ejemplo, que la cinta comience mostrando un tren de época atravesando las verdes extensiones inglesas, con el simbolismo que encierran las locomotoras, y lo que supone para cualquier verdadero peregrino el hecho de ver lo que está recorriendo, es señal de que en esta película se cuidan las esencias.
Por otro lado está Sherlock. Un personaje de ficción extraordinario al que es un auténtico gozo seguirlo. No se retrata aquí sin embargo al gran personaje de Arthur Conan Doyle como habitualmente se ha hecho. Y eso a mí me cautivó desde el primer momento. Enfrentar al legendario Mr. Holmes con su propia decrepitud ha sido, desde mi punto de vista, un sorprendente acierto, pues da pie a numerosas reflexiones, de las cuales me gustaría compartir algunas.
Todo ser humano nace para morir. Esto nadie cuerdo lo pone en duda. Como también nacen para morir incluso los mitos u hombres más destacados. De hecho, la fama no ha sido nunca más que una ilusión peligrosa, porque tras el umbral de la muerte no tiene influencia de ningún tipo. Sin embargo, en los últimos siglos, desde el Renacimiento para ser exactos, la humanidad vive consumida por un delirio de popularidad; todo hombre desea hoy que se le reconozca su nombre, aunque quien así sienta sea un perfecto don nadie. Pero la clave no es ésa; nunca lo ha sido. Nuestra naturaleza nos reclama ser felices, y si nos detenemos solo un instante a pensar lo que digo, reconoceremos que hacemos todo lo contrario para serlo. Por eso algunas personas quisieran vivir miles de años, aunque sus vidas sean en el fondo una mezcla de frustración y aburrimiento.
También Sherlock Holmes en esta cinta deliciosa, pausada, simbólica y agradable, ha hecho lo posible por alargar sus días sin término: ha buscado el mítico elixir de la eterna juventud; ha investigado y combinado cuanto la naturaleza nos pone a mano; sin remedio, porque sus fuerzas flaquean y la muerte está impaciente por engullirlo. Y al final de sus días es inevitable que Sherlock, o cualquiera, se haga preguntas de cierto peso. Precisamente cuando la vejez nos recuerda que no somos inmortales ni nuestros actos carecen de efecto.
Entonces, quien muere sin haber encontrado sentido a todo esto, supongo, está perdido. Seguramente fue infeliz e hizo infelices a otros. Porque en realidad, como al final entiende Sherlock, solo amando se descubre qué hacemos en este sitio.
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