El 1 de enero de
2012 Vargas Llosa volcó su autorizada opinión acerca de la tan cuestionada
noción de cultura en un ensayo intitulado La civilización del espectáculo. Y
creo que ahora su valiosa aportación merece un extenso comentario por mi parte.
El libro en cuestión es una reunión de artículos o ensayos breves que giran en
torno a la misma cuestión. De especial provecho son los textos denominados
Metamorfosis de una palabra, Breve discurso sobre la cultura y La civilización
del espectáculo. El Premio Nobel peruano elabora en esta obra una lúcida
reflexión, a la que he reservado aquí un generoso espacio.
Sin duda la idea
de cultura ha tenido distintos significados y matices a lo largo de la
historia. Hasta nuestra época, esta idea implicaba la reivindicación de un
patrimonio de pensamientos, valores y obras de arte, unos conocimientos
históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución. Pero
hoy la noción de cultura se ha extendido tanto que se ha esfumado. Para Vargas
Llosa la cultura se ha vuelto un fantasma inaprensible, “porque ya nadie es
culto si todos creen serlo”. Como lo que han dado en llamarse culturas, que por
el hecho de que todas merezcan consideración y en efecto existan, habrían de
ser equivalentes, cuando en realidad unas son superiores a otras. El autor
denuncia que “la corrección política ha terminado por convencernos de que es
arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas
superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas”. Lo que ha
ocurrido entretanto es un socavamiento de la idea tradicional de cultura.
Se lamenta
amargamente el reconocido escritor de que se defienda en nuestros días la
cultura en términos cuantitativos y no cualitativos. El hecho de que haya hoy muchos
más alfabetizados que en el pasado, no indica en modo alguno su grado de
cultura, puesto que “la sola idea de cultura no significó nunca cantidad de
conocimientos, sino calidad y sensibilidad”. En suma, cultura entraña un estilo
de vida; una manera de ser en la que las formas importan tanto como el
contenido. La cultura sería por tanto una propensión del espíritu, una
sensibilidad y un cultivo de la forma que da sentido y orientación a los
conocimientos. Así se pronunciaba en concreto el genial escritor T. S. Eliot.
Eliot escribió
precisamente uno de los ensayos modernos más influyentes sobre el particular,
en 1948. En sus Notas para la definición de la cultura, Eliot afirmaba que la
alta cultura es siempre patrimonio de unos pocos. Por eso consideró ingenuo y
peligroso que los Estados pretendieran transmitir la cultura a la totalidad de
la población a través de la educación; la democratización universal de la
cultura solo la empobrecería, volviéndola cada día más superficial. Desde luego
el gigantesco escritor norteamericano demostró cualidades de profeta. Para Eliot, la cultura se ha
transmitido a lo largo de los siglos a través de la familia y la Iglesia. Por
eso cuando estas instituciones dejan de funcionar se produce un deterioro de la
misma. La cultura nació dentro de la religión, y ésta proporciona el marco para
aquélla. Ahora bien, cuando Eliot habla de religión se refiere fundamentalmente
al cristianismo; el que ha hecho de Europa, dice, lo que es.
No trato aquí
sin embargo de la obra de Eliot, sino del ensayo de Vargas Llosa. El autor
simplemente hace un repaso de las abundantes ideas y tesis que este tema ha
inspirado, encontrando como denominador común que todas coinciden en que la
cultura atraviesa una profunda crisis y ha entrado en decadencia.
Mario, para
fundar su propia tesis, cita, además de a T. S. Eliot, a George Steiner, Guy
Debord, Gilles Lipovetsky, Jean Serroy y Frédéric Martel. Cada uno de ellos ha
contribuido con sus escritos al debate que nos ocupa. Para Steiner, tras la
Revolución Francesa el mundo entró en una época de aburrimiento, melancolía y
deseo de violencia; desde entonces (situando como clímax la Segunda Guerra Mundial) hay que
hablar ya no de cultura, sino de poscultura. Debord creyó ver en la cultura de
su tiempo un negocio; la cultura en la era industrial se habría cosificado, convertido en mercancía, en producto para una sociedad del espectáculo, regida
por el sistema económico y el dinamismo del capitalismo. Lipovetsky y Serroy
hablaron de la cultura-mundo. Se referían ya a una cultura de masas, y a una
sociedad desorientada. La globalización y la extraordinaria revolución
tecnológica habrían acercado al público gran cantidad de distracciones. La cultura
de masas tendría como finalidad, según los autores, divertir y dar placer,
posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de
formación alguna, sin referentes culturales concretos y eruditos. El lector
atento percibirá los graves corolarios de todo esto. En este sentido, la
cultura se habría transformado en artículo de consumo de masas, justo en el
momento en el que la cultura libresca perdía vitalidad y la pantalla (imagen y
sonido) ganaba la batalla. A la vez, la desinformación, la publicidad y las modas han ido
imponiendo los productos culturales, suponiendo un serio obstáculo para la
creación de individuos independientes, capaces de juzgar por sí mismos qué les
gusta, qué admiran, qué encuentran desagradable y tramposo en aquellos productos.
La cultura-mundo, dirá Vargas Llosa, “en vez de promover al individuo, lo
aborrega, privándolo de lucidez y libre albedrío, y lo hace reaccionar ante la
cultura imperante de manera condicionada y gregaria, como los perros de Pavlov
ante la campanita que anuncia la comida”. Repárese en las modas y cómo las
seguimos y se concluirá que no le falta razón al escritor americano. Por
último, Martel habló de Cultura Mainstream. Su diagnóstico resultaba para el
autor aterrador: las diversiones del gran público han ido reemplazando la
cultura del pasado, hasta el punto que la cultura ha muerto, aunque sobreviva
en pequeños nichos sociales (pues carece de influencia alguna sobre los medios
de comunicación).
Con todo, el
escritor peruano señala lo siguiente: “la diferencia esencial entre aquella
cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquélla
pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las
generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser
consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos y el popcorn. Tolstói, Thomas Mann, todavía
Joyce y Faulker escribían libros que pretendían derrotar a la muerte, sobrevivir a sus
autores, seguir atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros. Las
telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood, como los conciertos de
Shakira, no pretender durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer
para dejar espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura
es diversión y lo que no es diversión no es cultura”.
Esto es al fin
la civilización del espectáculo de la que habla Mario. “Un mundo donde el
primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y
donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal
de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría
reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento,
humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas
deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a
pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la
banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo
de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía
y el escándalo”.
Vargas Llosa
destaca la democratización de la cultura como un factor determinante de esta
decadencia cultural. Se refiere también a la época de laxitud y bienestar que
nos define. Señala que no es extraño que la literatura más representativa de
nuestra época sea la literatura light,
leve, ligera, fácil, “una literatura que sin el menor rubor se propone ante
todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir”. Tampoco es casual, apunta,
que la crítica haya desaparecido, y su vacío lo haya llenado la publicidad,
ejerciendo “un magisterio decisivo en los gustos, la sensibilidad, la
imaginación y las costumbres”. Denota también el Nobel peruano que la
frivolidad nos describe perfectamente, y que se extiende a todos los órdenes,
desde la banalización de la política y la desaparición del erotismo, hasta la
frivolización de las artes plásticas (llegando a “extremos alarmantes”), pasando
por la idolatría de los deportes, que “han adquirido una importancia que en el
pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia. Indico yo, a la postre, una
diferencia fundamental: en la antigua Grecia se cuidaba el cuerpo y el
espíritu. Hoy la reflexión y la introspección son actividades eminentemente
intelectuales que “a la cultura veleidosa y lúdica le resultan aburridas”. Las
actividades del intelecto realmente nutritivas no se aprecian, mientras el
cuerpo sí es machacado, más por imagen que por salud, señal, una vez más, de
frivolidad y personalidades tullidas.
En fin, la
realidad sobre la que Vargas Llosa llama la atención, realidad que impregna a
todo el mundo occidental, consiste primordialmente en “convertir al
entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el
derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos
recuerda que la vida no sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y
frustración”.
Desde luego la
aportación de Vargas Llosa es muy valiosa al debate que he planteado. Pero su visión,
a pesar de lo acertado de su diagnóstico, carece de la profundidad que sí tiene
la obra de T. S. Eliot, porque éste es creyente y don Mario seguramente morirá
sin abrirse a la llama del Espíritu. Lo que Vargas Llosa no le reconoce a Eliot
es justamente lo que yo creo que es el remedio de esta enfermedad endémica.
Para T. S. Eliot la fe cristiana era el único sustento posible para que el
conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo. Y a mi modo de ver tenía
razón. Sólo cuando el mundo se ha olvidado de qué es el Bien, la Verdad y la
Belleza, ha padecido un eclipse que no parece tener final, relativizándose lo
que es bello, bueno y verdadero, y entrando de lleno en las tinieblas de un
infierno cultural.
Me atrevo, así
pues, con una nueva definición de nuestra época al respecto de la noción de
cultura. Ésta no ha muerto, aunque apenas es ya posible. La civilización del
espectáculo la ha arrinconado y obligado al ostracismo. Y sin embargo hoy se habla más de cultura que nunca. Porque, en realidad, el día que nos alumbra
no es el de la cultura, sino el de la anticultura. Así, el mestizaje cultural del nuevo milenio
responde a la ofensiva metafísica que libran los enemigos de la Cruz para
evitar que la humanidad entienda qué es bueno, qué es bello y qué es verdad.
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