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viernes, 1 de enero de 2021

El Cid de Pierre Corneille

Aunque el mundo contemporáneo vive desamparado de héroes, o hambriento más bien (por ser mucha la mies y los obreros pocos), todavía podemos inspirarnos en aquellos de siglos precedentes. Sin ir más lejos, el Cid, más allá de su verdadera dimensión histórica, es una de las figuras literarias más gloriosas y modélicas de la literatura universal. Hasta el punto de que uno de los dramaturgos franceses más destacados, Pierre Corneille (1606-1684), compuso e hizo girar una de las obras maestras del clasicismo francés en torno al mítico señor de Castilla.

Corneille propugna en sus dramas una moral elevada, enalteciendo los sentimientos nobles y subrayando la importancia del orden y el sometimiento a la autoridad real. Todos estos valores majestuosos, defendidos con tono grandilocuente, se exponen en esta exquisita tragedia, representada en cinco actos y de final venturoso.

La acción plantea varios nudos, aprietos o situaciones embarazosas, pero el conflicto central detona con el manotazo del ambicioso Conde, padre de Jimena, a don Diego («la virtud misma, la bravura y el honor de su tiempo»), padre de don Rodrigo. Jimena y Rodrigo están enamorados y comprometidos. Así que Jimena, que en medio de tanta dicha teme algún infortunio, acaba escuchando horrorizada la noticia, y palideciendo ante las posibles consecuencias de la inminente venganza.

Don Rodrigo expone el conflicto de forma dramática y emocionante: «¡Oh, Dios, qué penoso deber! ¡En esta afrenta mi padre es el ofendido y el ofensor el padre de Jimena! ¡Qué rudos combates siento dentro de mí! Contra mi propia honra mi amor toma partido: es necesario vengar a un padre, y perder a una mujer a la que se ama: el uno me incita y la otra detiene mi brazo. Reducido a la triste elección de traicionar mi amor o de vivir en la infamia, por ambas partes mi daño es infinito. (...) El uno me hace desgraciado, la otra indigno».

Al final del primer acto, Rodrigo decide por fin vengar la humillación hecha a don Diego, atendiendo a las palabras de su padre, pues «quien pueda vivir en la deshonra es indigno de vivir». Más tarde, cuando la venganza es consumada y su formidable vástago vence al temible conde en el siguiente acto, su progenitor lo defiende ante el rey Fernando de la petición de Jimena, que reclama justicia, pretextando que «no existe castigo para una venganza justa». Pero el joven, que ha perdido a su amada, siente que su vida ya no tiene sentido.

Después de todo Rodrigo encuentra la ocasión de resarcirse, recuperando el favor del rey y la simpatía de Jimena: Los moros han remontado el Guadalquivir y amenazan Sevilla.

«No es tiempo aún de buscar la muerte: tu rey y tu patria necesitan de tu brazo. La flota que se temía ha entrado en el Guadalquivir creyendo sorprender a la ciudad y poder saquear la comarca. Los moros van a descender, y la marea y la oscuridad en una hora les harán presentarse sin ruido ante nuestras murallas. Se halla agitada la Corte y el pueblo lleno de alarma: no se escuchan más que gritos ni se ven más que lágrimas. (...) No reduzcas tu fama a vengar una afrenta; lleva aquélla más lejos: obliga por tu valentía a que el rey te perdone y a que Jimena calle; si la amas, volver con el triunfo es el único medio que te queda para reconquistar su corazón».

Y alentado por su padre, Rodrigo marcha a la guerra al frente de una partida de leales caballeros.

Los enemigos son derrotados y Rodrigo regresa con dos reyes cautivos que lo califican de cid, que en árabe significa señor, y hombre fuerte y valeroso. El rey se alegra inmensamente de su éxito y el caballero, después de un último duelo a tumba abierta contra un pretendiente de Jimena, gana el corazón de la dama y obtiene su promesa de contraer matrimonio.

Un hecho que sorprende de esta gran tragedia, dejando ya de lado el argumento, es la honestidad de todos los personajes. Salvo el ambicioso conde don Gómez, celoso de que el rey Fernando haya elegido a Don Diego como tutor del príncipe, todos los demás personajes actúan y aconsejan con honradez, de acuerdo a los elevados y eternos principios de la moral católica. 

Es más, la infanta doña Urraca, enamorada en secreto de don Rodrigo, sabe poner freno a los sentimientos, buscando en la felicidad ajena la suya propia. Y su dama de compañía, Leonor, que en todo momento le recuerda a su señora los deberes propios de su rango, compadece a la infanta y la anima a esperarlo todo del cielo, pues «es tan justo que no ha de dejar a la virtud en tan prolongado suplicio». De este modo, enseña Corneille que es posible domeñar a las pasiones mediante la voluntad.

En fin, quizá sea don Diego el personaje que mejores y más lúcidas reflexiones aporte. Una de sus máximas es que «el amor es sólo un juego, pero el honor es un deber». Otra consideración de enorme valía, ésta más cierta y por ello indubitable, es que «nunca gozaremos de una dicha perfecta. Los acontecimientos más venturosos están mezclados de tristezas».

En definitiva, Pierre Corneille sostiene en El Cid que «los ejemplos vivientes son de mayor valor; mal aprende en los libros un príncipe su deber». Pero hay libros que son obras de arte y fuente de nobles inspiraciones; como esta tragedia inmortal del clasicismo francés centrada en un héroe español.

3 comentarios:

  1. Magnífica entrada para estrenar el año, Luís. Feliz Año y enhorabuena por el aniversario de este espacio donde abunda la crítica virtuosa de obras siempre eternas.
    Un saludo desde Albacete.

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  2. Un texto delicioso sobre un libro mágnifico. Pero el Cid es hoy, más que un modelo, un personaje controvertido, como tantos héroes españoles que hace tiempo viene la progresía desprestigiando.

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