Los dos grandes momentos del año litúrgico para los cristianos son los tiempos de Semana Santa y Navidad, preparados por los períodos de Cuaresma y Adviento, respectivamente. Para mí ambos momentos son muy especiales, y aunque todavía estoy aprendiendo a sumergirme en el misterio que representan, cada vez los vivo con más gozo, alegría e intensidad.
Al mismo tiempo, otras religiones prosperan en el Viejo Continente. En Europa ya existen barrios donde se ha prohibido la Navidad, colegios públicos donde se han dejado de cantar villancicos para «no ofender» a nosequienes, gobiernos locales que han vetado la exhibición de belenes, y ciudades que han retirado el tradicional árbol de Navidad por temor a los de siempre. Los medios, en su línea, no cuentan nada de esto. Y a la gente, ni le va ni le viene.
Sin embargo, el nacimiento de Jesús tuvo un significado definitivo para la raza humana. Fue el momento álgido de la Historia, el instante en el que la Luz se hizo presente en un mundo envuelto en tinieblas. Las tinieblas por desgracia se han vuelto más densas que nunca. Por eso estos días son para la mayoría únicamente días de vacaciones, de compras y de grandes comilonas, de fiestas por todo lo alto y de reuniones familiares con gentes con las que ya no se comparte casi nada. Una Navidad sin Dios es una fiesta vana.
Pues bien, yo he decidido pertenecer a una minoría. Por eso mi alma está ya dispuesta a dar cobijo a ese Niño divino que llega. A mis hermanos en espíritu les deseo una Navidad sumamente feliz. Al resto también, por supuesto, pero sobre todo para que encuentren esa Luz sin la cual no es posible saber dónde residen la Verdad, la Belleza o el Bien. Ojalá, y de verdad lo espero, hagan ellos también de este Niño, que está en trance de nacer, su Rey y su Maestro. Porque estoy convencido de que nadie debería conformarse con menos que con Cristo.
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