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martes, 23 de mayo de 2017

Palabras y sangre de Giovanni Papini

Escritor, poeta y enorme polemista, Giovanni Papini (Florencia 1881-1956) marcó toda una época en la literatura italiana. Fue un hombre de alma extensísima y volcánica, que daría lugar a una vida fluctuante, fecunda y veraz. Durante un tiempo fue partidario feroz del ateísmo, pero acabó siendo un flamígero teólogo. La caída del caballo llegó cuando su portentosa inteligencia captó los errores de las doctrinas de los intelectuales que dominaban su época. En El crepúsculo de los filósofos arremetió contra Nietzsche, Kant, Schopenhauer y Comte. Después de haberles dado eco en sus revistas, Papini se revolvió contra todos ellos. Sus inquietudes intelectuales y espirituales lo llamaban a mayores alturas. Y los desastres de la Gran Guerra le animaron a seguir profundizando. Sería finalmente una lectura voraz de la Biblia, y sobre todo del Nuevo Testamento, lo que marcaría su conversión definitiva al cristianismo, hecha pública mundialmente con la aparición de su Historia de Cristo (1921). Papini sin embargo siguió combatiendo los postulados racionalistas y positivistas. Sus relatos de ficción se desenvuelven en ese clima, pero no se limitan a combatir las ideologías de los sabios de su tiempo, pues suponen todo un repertorio de genialidades y caprichos donde se expone la vaciedad y el absurdo que ya traspiraban las vidas de sus contemporáneos.

Las historias cortas de Papini han sido recogidas principalmente en dos volúmenes: El piloto ciego y Palabras y sangre. Los relatos de Palabras y sangre son quizá menos mordaces, más nostálgicos, pero igual de inquisitivos y abracadabrantes. Kafka al lado de Papini es un liliputiense. Aquí brillan con autonomía propia casi todos los relatos. Y en todos hay cierta amargura —en algunos incluso ira (Cuatro perros hicieron justicia)—, por la conciencia que tiene el escritor italiano de que la sociedad se embrutece a pasos agigantados y es menos feliz con los nuevos aires y las nuevas doctrinas. En este sentido destaca especialmente el relato El hombre que se ha perdido a sí mismo (el octavo de los catorce relatos). En él un hombre acude a una fiesta de disfraces y acaba identificándose con su disfraz de dominó y su antifaz negro. El espíritu de este cuento revela una triste realidad, la verdad de unos tiempos donde la doblez y la apariencia han venido a ser como nuestra segunda piel, como nuestra más acabada y conmovedora imagen.

Lo cierto es que el hombre, frente a lo que piensa el protagonista, sí se pierde como los perros. Aunque no en el mismo sentido.

En el primero de los cuentos, El tres de septiembre, Papini no se interroga esta vez por quiénes somos, sino por el sentido de la vida. La moraleja de este relato es dolorosa, y sin duda pesimista. Un hombre ha decidido preguntar qué es la vida a un pescador, un campesino y una niña. Él no obtiene las respuestas que esperaba, y los otros dos hombres se sienten impulsados a darle un escarmiento. La suerte que corre el protagonista es la del profeta, la del hombre que se juega la vida tratando de despertar a los hombres de la ilusión que los hipnotiza, porque que ese hombre viva, a éstos les compromete. El resultado, calado de melancolía, es que hay personas que es mejor dejarlas por imposible.

El penúltimo relato, El retrato profético, es ciertamente inquietante. Se nota sin duda la mano de su autor, un hombre versado en la reflexión filosófica. Aquí se pone de manifiesto el vaivén de las opiniones y de los criterios humanos. Se alude también a la fuerza destructora de la insidia y la murmuración, y a cómo lo que se dice de nosotros puede llegar a trastornarnos avinagrando nuestro carácter. Incluso en El relato profético se vuelve a cuestionar Papini por la identidad, la alteridad y la alteración de las cosas. Pues ¿cómo es posible ser uno mismo si nuestra misma apariencia es mudable?

En El prisionero de sí mismo (V) un criminal persuadido de su maldad decide castigarse a sí mismo pasando 30 años de encierro voluntario alejado del mundo. Papini, inteligentísimo, aprovecha este argumento para mostrar que nadie puede alcanzar el perdón por sí mismo y que la vida puramente natural no basta para satisfacer a nadie. A su regreso a la ciudad después de su autocastigo, el protagonista se siente vacío y perdido. ¿Cuál es su lugar en el mundo? ¿Cuál es el nuestro?

El mal, inexplicable y siempre al acecho, irrumpe con todo su arcano en El verdadero cristiano (XIV), y situaciones absurdas, propias del mundo moderno, se suceden en El hombre de mi propiedad (IV), Las almas permutadas (VI), La buena educación (XII) y Quien me ama, muere (VII). Asimismo, de entre los mejores relatos de Papini se cuentan siempre los que están dedicados al amor. O mejor dicho, a sus deformaciones y misterios. La primera y la segunda (II) profundiza en la ilusión de los sentimientos, en el enigma de la atracción, en la deslealtad y falta de compromiso real de las parejas del último medio siglo, en los tormentos de una conciencia culpable. Aquí un hombre es amado por una mujer; al principio hay correspondencia, pero enseguida se siente atraído por una segunda mujer que lo rechaza. Cuando consigue el afecto de la segunda, la primera deja de amarlo. Al final se queda sin ninguna, con el corazón hecho pedazos y cuestionando a los dioses por su propia estupidez y falta de mesura. El último deseo (III) es un relato despiadado, entre lo cómico y lo fúnebre. Trata de un individuo que sublima al amor de su vida y pierde el norte cuando no es capaz de resucitarla. ¿Por qué no ha podido hacerlo si cada fantasía suya era una orden? Cuando su amada muere, todos los ídolos se derrumban. ¿No será que no hay entre los bienes sensibles satisfacción definitiva y permanente?

Por último, Papini realiza una embestida fatal contra el racionalismo en Sin ninguna razón (IX), como demolió, con un humor feroz y una inteligencia brillante, el positivismo en 453 cartas de amor (relato de El piloto ciego). En esta ocasión Papini demuestra la imposibilidad de una razón exclusiva, a secas, puesto que «el pensamiento solo no existe». Y lo demuestra haciendo que uno de sus personajes se suicide sin ningún motivo racional. Preguntado por el sentido, puramente racional, de la vida, el fulano no es capaz de encontrar razones para seguir viviendo, pero tampoco para no hacerlo. En esa ecuación teórica donde no deberían entrar los afectos ni ningún condicionante interior o anímico, resulta que la decisión de su suicidio es puramente emocional. En realidad el tipo se acaba suicidando porque un amigo le comenta aliviado que no lo creyó capaz de hacerlo, y por eso siempre sostuvo que su aviso sería una broma. El suicida, fuera de sí, termina con su vida demostrando que el hombre no es una máquina inteligente sometida a una lógica rigurosa, sino que piensa, siente y anhela, conforme a sus dimensiones racional, biológica y espiritual, que operan juntas y proceden del hombre en su integridad, es decir, de un ser que es cuerpo, alma (o psique) y espíritu.

Desde luego, si el arte debe rivalizar con la naturaleza, Papini se ajusta a las reglas como pocos artistas. Él ofrece un catálogo de figuras sacadas de los tiempos modernos, de arquetipos de los males que padece aún hoy la sociedad del tercer milenio, y lo hace aplicando un barniz cuyos matices principales son el desengaño y la nostalgia, y el humor con el que se describe a una humanidad inestable, superficial y muy poco clarividente.


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