No cabe duda de que la gran figura romántica de la poesía española de este período es Gustavo Adolfo Bécquer, pero la intensa y honesta Rosalía goza en mi opinión de una relevancia cercana a la del sevillano, aunque no disfrute de tal reconocimiento. También en prosa uno y otra nos han legado buenos ejemplos de patetismo decimonónico: Bécquer sus inmortales Rimas, Rosalía algunas novelas como ésta que ahora comentamos.
La hija del mar (1858) es hija innegable de una autora romántica y sentimental, apasionada y magullada por las embestidas de la nostalgia. Es una novela que transpira morriña, y una pena inagotable. Y fuego y soledad, emoción y ternura, ilusión y desengaño. El espacio geográfico escogido por la escritora de Santiago de Compostela para desarrollar esta historia exaltada es Finisterre, o por mejor decir, el contorno del antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca. Ahí, en un paraje desolado enfrentado al mar ubica Rosalía a Teresa y a Esperanza, a Lorenzo, a Fausto y a Alberto Ansot. Y con ellos trenza Rosalía una trama que aspira a eternizar los sentimientos, por medio, paradójicamente, de la exhibición de sus fatales consecuencias.
La grandeza de la primera novela de Rosalía de Castro reside en el lirismo de algunos pasajes, fragmentos de verdad de belleza incomparable. Y en cuanto a su contenido, en la sabiduría de la escritora a la hora de ambientar su historia con los colores de la espiritualidad y el carácter gallegos. Abundan por eso mismo las alusiones a Dios (el acervo cristiano es el manantial interminable donde han ido a abrevar muy particularmente las letras gallegas), a la implacable naturaleza galaica de aquellos tiempos, a las difíciles condiciones de vida a que obligaban los oficios del campo y de la mar, a los vicios y supersticiones de estas almas rurales, y a sus mentalidades mágicas, dóciles a lo sobrenatural.
Además, Rosalía, en esta primera incursión suya en el mundo de la prosa, demuestra su prodigiosa capacidad para crear imágenes a partir de palabras, señal de una fecunda imaginación y un talento desorbitado. A vuela pluma podría mencionar el episodio de Fausto y Esperanza en la cima de la Peña de la Cruz, amenazados por una terrible y ominosa tormenta; la voracidad de las olas que se llevan al hijo de Teresa después de haber dejado en la orilla a la hija del mar; el cuerpo moribundo de Fausto en la playa tras una alucinada salida nocturna en persecución de una sombra; las estancias palaciegas de Alberto, o el exorcismo que practican los vecinos al cadáver de Fausto en la pequeña ermita de San Roque.
Hay dramas románticos que angustian tanto como conmueven. Prueba de ello es La hija del mar. Aparte de esto, la novela plantea un tema que obsesiona a cualquier romántico, y a Rosalía especialmente: el amor desdichado, que en esta historia es el gran eje de la tragedia. Con todo y con eso, Rosalía —ya ha quedado dicho— tiene presente en todo momento la dura realidad social, reivindicando en concreto, con dolorosa tristeza, el recuerdo de los marinos que pierden la vida en plena faena, ya que «a la muerte del marino sigue el más profundo silencio. ¡Nadie canta su valor, ni nadie puede contar sus últimos momentos, los más llenos de desesperación y los más horribles que existen en la tierra!»
Pero, como se ha dicho más arriba, el asunto del amor desgraciado es lo que motiva esta novela. Idea tal vez insana y propia de los autores románticos, pero con una carga inmensa de interrogante existencial a sus espaldas. ¿Dónde está la gracia de amar tanto?, pudo preguntarse Rosalía; ¿qué falla en el hombre y la mujer cuando el sentimiento que los embarga es tan embriagador y poderoso? Lo cierto y verdad es que la angustia romántica lleva a la desesperación total y definitiva si no se ve aliviada por la esperanza de un amor, tal vez menos comprensible aún, pero redentor en cualquier caso. De ahí que la llama romántica funda la cera en un breve plazo, y sin embargo dé lugar a que pueda vislumbrarse, por medio de ese fogonazo, antes justo de quedarse a oscuras, que el amor es el principio del mal.
Rosalía, en definitiva, demuestra ver más y mejor que muchos filósofos al plantear el corolario de todo amor pasional. En este sentido entendemos el atrevimiento de la autora gallega, al sugerir que la primera caricia del amor da inicio siempre a un momento de perdición. El amor como origen del mal, a fin de cuentas, es común en la preocupación romántica, que por su misma naturaleza exacerbada no puede ir más allá, ni plantear por ejemplo que el amor es justamente una sensibilidad bien orientada (y que por su misma esencia no puede comunicar ningún mal).
Aun así, «¿quién es el que no ha acariciado una vez en su vida esas infantiles quimeras en que se engolfa el inocente pensamiento como en un mar de delicias?»
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