Leí este libro hace bastantes años, pero he sentido
la necesidad de volver él, zaherido por la situación prerrevolucionaria que vive
mi país, bajo la dudosa autoridad de un Gobierno apócrifo y usurpador y un
Presidente nefando y execrable, que además de indecente es psicópata. Y como
el error que no es combatido termina siendo aceptado, me veo en la obligación
de recomendar este extraordinario testimonio —que tiene por título Matanzas en el Madrid republicano— a
toda persona de bien que desee conocer la ascendencia ideológica de los
inmundos roedores que hoy controlan España.
Si el relato en cuestión sobresale entre la
abundante literatura histórica que revela la genética criminal de las izquierdas
españolas y su falsa propaganda, se debe a que la voz de este relato es la de
un observador extranjero, que fue cónsul de Noruega en el Madrid dominado por
los bolcheviques, y que se jugó la vida para salvar físicamente del
terror a cientos de personas, desviviéndose por impedir las ejecuciones
clandestinas, y obtener la libertad de personas contra las que no pesaba
ninguna acusación formal.
El diplomático publicó sus impresiones de la Guerra
Civil muy pronto, en 1938; pero su relato, escrito en alemán, no llegó a España
hasta mucho después (2005). Esa circunstancia impidió que supiéramos que fue de
los primeros, si no el primero, en contar al mundo el horror de las
persecuciones, de los asesinatos masivos, de las salvajes torturas de las
checas en el Madrid de la revolución. También fue quien descubrió la matanza de
Paracuellos del Jarama, en la cual perecieron unos cinco mil presos de diversas
cárceles de Madrid (a los que habían arrestado por no ser lo suficientemente
izquierdistas) asesinados a sangre fría en la mayor carnicería colectiva de la
guerra. Y fue, asimismo, quien probó la implicación directa de Santiago
Carrillo en dicha matanza.
De la horrible hecatombe cuenta Félix Schlayer que a
diario llegaban autobuses abarrotados de personas, y que durante todo el día se
escuchaban las ametralladoras (p. 155). El procedimiento era el siguiente: diez
hombres atados entre sí, de dos en dos, eran desnudados —es decir, les robaban
sus pertenencias— y les hacían bajar a la fosa, donde caían tan pronto como
recibían los disparos. Después tenían que bajar los otros diez siguientes,
mientras los milicianos echaban tierra a los anteriores. Lo cual implicaba que
como los presos eran asesinados de diez en diez y caían unos encima de otros,
gran número de heridos graves que aún no estaban muertos quedaron sepultados
bajo el resto de cadáveres. En el fondo, dice el cónsul, «el Gobierno aprobaba
los horrores de las bandas asesinas, pero creía salvar su responsabilidad
haciendo como que no podía dominarlas» (p. 83).
Por supuesto, en el primer capítulo de su libro, Causas y telón de fondo de la Guerra Civil,
Schlayer responsabiliza de la contienda fratricida al Frente Popular y a la
maldita ideología socialista. Era ya muy consciente por entonces el diplomático
noruego nacido en Alemania de que las izquierdas no aspiraban a ningún tipo de
democracia, sino a la dictadura del proletariado (p. 23).
Schlayer, además, distinguió inmediatamente entre la
locura atroz de unos, y los actos de venganza de los otros, que estaban siendo
perseguidos, asesinados, y arrastrados a una guerra que no deseaban. «Así es
como al principio se cometieron, por desgracia, graves delitos contra el
prójimo, también en la zona nacional. Pero en ésta se reprimían tales brotes de
bestial salvajismo y, una vez pasado el desorden inicial, no sólo se
restableció la disciplina legal, sino que se ajustaron las cuentas a los
transgresores, aunque fueran miembros de las organizaciones “blancas”. Yo mismo
asistí en Salamanca a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en el que condenaron
a muerte a ocho falangistas de un pueblo por crímenes que habían cometido en
las primeras semanas contra otros habitantes del lugar. Los sacaron
encadenados. En cambio, en la zona dominada por los rojos, estos crímenes,
producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento semana tras semana,
hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en
Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí se trataba del
asesinato organizado. Ya no era sólo el odio del pueblo, sino algo que
respondía a una metodología rusa: era el producto de una “animalización”
consciente del hombre por el bolchevismo» (p. 31-32). Y concluye Schlayer: «Lo
que desde siempre ha dominado políticamente en la amplia masa del pueblo
español ha sido el sentimiento y nunca la razón».
Para acabar, cuenta el propio autor del libro que
se entrevistó con Dolores Ibárruri, la gran dama roja. «Hacia el final le pregunté a La Pasionaria cómo se imaginaba que las dos mitades de España,
separadas entre sí por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como un
solo pueblo y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento:
¡Es simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de
España extermine a la otra!»
La verdad, no sé si los feligreses de izquierdas
simpatizan con esta ideología satánica por maldad o por ignorancia. Sé que a
Franco no le hizo falta exterminar a media España, que los españoles se reconciliaron
finalmente bajo su mando, y que más de media España lo acabó venerando (ahí
están los documentos históricos para corroborarlo: en su muerte, sin ir más
lejos, en vez de darle la espalda, el pueblo español salió a la calle en masa a
demostrar su pésame ante los restos de su gran bienhechor).
Respecto a la sanguinaria Dolores, he leído que al
final de su vida se convirtió y que murió recibiendo los santos sacramentos. Ni
me lo creo ni me lo dejo de creer. De ser así, no me quiero imaginar el duro purgatorio
que estará padeciendo ahora esa mujer. En ese caso, Dios tendrá que perdonarme
a mí también, porque no pienso rezar por ella ni un Padrenuestro para
aliviárselo.
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