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sábado, 15 de septiembre de 2018

Dolmen de Manuel Pimentel

Llevaba tiempo sin leer novela actual, y más tiempo aún sin leer esa clase de ficción sacada de los hornos Nueva Era, con su correspondiente adobo de gnosticismo y ocultismo y su admiración por paganismos orientales y de todo tipo. Con Dolmen hice una excepción porque estoy viajando por la península ibérica tras las huellas del hombre prehispánico. Y es que a mi modo de ver el mayor atractivo de esta novela de suspense es la presentación que hace de la cultura megalítica peninsular (centrada principalmente en Andalucía), tan desconocida como sorprendente.

Antes que nada, es discutible si Dolmen es o no una novela negra. Yo la definiría más como una novela de suspense empapada de esoterismo, al estilo de El Código Da Vinci. Por supuesto, el autor propone ambientes asfixiantes y escenas muy violentas, difuminando la división entre buenos y malos, etc. Pero aunque sería muy interesante seguir profundizando en los lindes de los géneros literarios, nos desviaríamos en exceso del libro al que me refiero. 

El argumento, como decía, me recuerda mucho a algunos éxitos literarios de Dan Brown. Si como sabemos, en este caso el archiconocido experto en simbología Robert Langdon se ve envuelto en una serie de asesinatos rituales, en Dolmen, a la arqueóloga Artafi Mendoza le ocurre algo parecido. Tras un terrible crimen perpetrado mediante un rito prehistórico en una hacienda del Aljarafe sevillano —relacionado, como más tarde se desvela, con sociedades secretas herederas del conocimiento de los druidas—, Artafi se enfrenta a un misterioso secreto relacionado con su propio pasado, que sirve de resorte, además, para que ésta experimente en primera persona la extraña energía que irradian los dólmenes. Ciertamente, Manuel Pimentel es más literato que Dan Brown, y su obra posee mayor calidad literaria que la del norteamericano.


Con todo y con eso, Dolmen respira Nueva Era por los cuatro costados, y su disparatado final —que a lo mejor debería descubrir por caridad hacia los lectores, ya que simpatiza finalmente con aberraciones intemporales que han practicado y practican las más terribles sectas—, no merece que se tome en serio ni al autor, ni a la protagonista.

No en vano, ¿qué se puede esperar de quienes, haciendo apología de los sacrificios humanos, se declaran a sí mismos gentes de paz y dicen trabajar desde las sombras para iluminar a la humanidad? (p. 390). Desde luego, algo huele a podrido en esta obra si el autor, después de ofrecer al público una novela basada en el «morbo macabro» (p. 120) de los sacrificios humanos y el canibalismo, dedica esta ficción «a los adoradores de los dólmenes, para que nunca abandonen el reino de la luz».

En fin, más allá de las mencionadas cautelas, Dolmen me ha abierto el apetito por la cultura megalítica; y, sobre todo, me ha hecho disfrutar de un buen relato de suspense, ágil e inquietante, que he devorado en parte en plena naturaleza, rodeado de rocas tan mágicas e impresionantes como los misteriosos dólmenes. 

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