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viernes, 11 de enero de 2019

El río de la literatura de Francisco Rodríguez Adrados

Dice el autor de este magnífico ensayo, al final del mismo, que hay demasiados libros, demasiados periódicos y demasiadas revistas. «Es un mundo repetitivo que nos abruma. Trata de salir al mercado con recursos poco literarios. Infinitas novelas que repiten más o menos iguales tópicos, que ya nos aburren, demasiados periódicos que dicen lo mismo tiñéndolo de sutiles o no sutiles prejuicios, demasiadas revistas científicas banales. Demasiados tontos best sellers con las mismas fórmulas. Yo estoy cansado de comprar libros que luego hojeo y no leo. No creo que esta situación sea favorable para la Literatura. El público se desorienta».

No lo dice cualquiera. Francisco Rodríguez Adrados, Premio Nacional de las Letras 2012 por este libro de pensamiento, es un reconocido académico español que ha dedicado toda su vida al mundo de la enseñanza y a la defensa de las Humanidades. Esta obra de título bellísimo, El río de la literatura, es una destilación de su enorme sabiduría. En ella, el buen profesor nos ofrece una lúcida mirada sobre los orígenes del hombre y las constantes de la literatura (de Sumeria y Homero a Shakespeare y Cervantes).

Adrados considera que la literatura es ante todo una superación de lo animal, un universal humano, a menudo vinculada con las fiestas, cuyo núcleo de desarrollo se encuentra en la Antigüedad clásica dentro del corredor que forman Egipto y Oriente Próximo, Grecia, Roma, la Edad Media europea y las literaturas europeas y americanas modernas. Esto daría lugar a dos grandes ríos literarios, que, según el autor, se funden en Grecia: el indoeuropeo y el de las literaturas de Oriente Próximo. Pero al final, nos dice el profesor, «hay un Río único de la Literatura, de Sumeria al mundo de hoy. Un conjunto basado en Literaturas que se interrumpen, continúan, se sustituyen unas a otras cuando algunas caen. Resulta, después de todo, una especie de unidad. Y eso que están habladas y escritas en lenguas diferentes. Las he seguido hasta 1616 aproximadamente, cuando comienza un cambio importante en la historia total.

Poco a poco, ese Río siguió creciendo, también por supuesto después de esa fecha, hasta convertirse en una Literatura global, es decir, de todo el planeta, desde el pasado remoto hasta ahora» (p. 532).

El autor, en su brillante análisis, explica que «hasta la época de Shakespeare y Cervantes se cultivaban paralelamente los temas centrales de la divinidad —dioses, dios— y el hombre. Luego ha dominado, domina este segundo tema, cada vez más sofisticado y difícil: ya en la segunda fase de las literaturas griega y latina decayó el tema religioso. La Edad Media lo puso, luego, en el centro otra vez, decayó en las fases posteriores a los comienzos del siglo XVII, fue cultivado luego muchas veces, sin embargo, bajo influjo antiguo o cristiano» (p. 46-47).

Lo cierto es que en la literatura primordial «todo es antiguo y es atemporal, igual que los antiguos géneros sapienciales: la fábula o la máxima conservan su validez, el valor de los héroes o el amor de las mujeres son también los mismos. Sólo hay que saber expresarlos. La obsesión por la novedad es algo reciente. El poeta tradicional es sabio, su enseñanza tiene un valor permanente, igual que la sabiduría de fábulas, críticas y máximas, cosmogonías y héroes» (p. 28-29). De ahí viene precisamente la grandeza de la literatura clásica.

En suma, no me cabe duda de que este magnífico y extenso ensayo acerca de la historia de la Literatura merece los elogios y las atenciones de cuantos aprecian los libros y las buenas letras; y también la de cuantos desean conocer o recordar la génesis y evolución de la poesía, el teatro y la novela, asomándose, cómo no, a la filosofía y a la vida política de cada época.

Finalmente, especialmente sugerente resultarán a los que no sólo deseen usar El río de la literatura para instruirse, solazarse o consultar las exposiciones del profesor Adrados, los dos apéndices de la obra. En ellos se cuestiona el autor por el futuro de la literatura y por la oposición entre cultura humanística y cultura televisiva, así como acerca de los rivales del libro (televisión, radio, vídeo e informática). Porque no hay duda de que, como el autor afirma, nos encontramos en un período de franca decadencia de la literatura; así como de crisis de las humanidades, y por tanto de crisis de la cultura y de la educación en general.

A no ahondar en esa tendencia perversa y quizá irreversible contribuye, y no poco, este maravilloso libro sobre el hombre y las letras. 






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