Estimado Manuel:
Tu interés por las cuestiones que me planteas me resulta conmovedor. Ese amor por la sabiduría revela en tu caso un alma noble sedienta de verdad, que hace, sin duda, verdadero honor a tu nombre. Como sabrás, el gran Aristóteles observó, al comienzo de su Metafísica, que todos los hombres tienen el deseo natural de saber. Y yo coincido con el maestro griego. Sin embargo, no todos los hombres han apetecido en el mismo grado el saber ni todos se han preocupado realmente en adquirirlo.
A propósito de tus dudas, me preguntas en primer lugar por la posible corrupción de los acontecimientos pasados. Y así es, en efecto. Tal y como intuyes, la historia ha sido adulterada desde que el hombre es capaz de contar según sus intereses los hechos que le atañen e importan, por medio de grafías y oralmente. En el afamado Museo del Louvre, se conserva un bloque de piedra arenisca con más de cuatro mil años de antigüedad, conocido como Estela de Naram-Sin, uno de los reyes míticos o históricos de Acad, que habría ordenado grabar en ella una de sus victorias militares con fines propagandísticos (presentándose a sí mismo como triunfador frente a sus enemigos).
En todas las épocas históricas los poderosos han erradicado o tratado de erradicar, a veces con saña, la obra de sus rivales. Se cuenta que Roma echó sal sobre los cimientos de Cartago, después de haberla arrasado, para que no volvieran a crecer sobre ella ni las malas hierbas. Pero no está aclarado del todo si fue simplemente un deseo de Catón expresado en el senado romano que nunca llegó a realizarse. Lo que es un hecho incontestable es que a lo largo de la historia se ha tratado de borrar el pasado, y que ese designio llega hasta nuestros días y se perpetuará hasta el final de los siglos. En España, sin ir más lejos, se aprobó hace unos años una ley para determinar, ni más ni menos, el relato oficial de los acontecimientos de las últimas décadas. Esta ley totalitaria, que por cierto está en vigor, se conoce como Ley de memoria histórica. En fin, desde que hay testimonios escritos de nuestro pasado, los hombres han cambiado el nombre de calles; han quemado bibliotecas enteras; han arrasado ciudades y exterminado a sus habitantes, para erradicar del mundo su memoria. Ahora, en cambio, los poderosos han descubierto que es más útil, para sus fines espurios, dar mentira con apariencia de verdad, esto es, mezclar la cizaña con el trigo, confundir, engañar, y así seducir y manejar a los hombres a su antojo, subyugándolos y sumergiendo sus vidas en una invisible oscuridad. Importancia vital cobran entonces las palabras de Cristo: «La verdad os hará libres». Por tanto, sin la verdad, querido Manuel, es harto difícil vivir con un mínimo de paz; y sobre todo, harto difícil descubrir el camino que conduce a la vida, al bien, a la belleza y, como es obvio, a la verdad.
Me gustaría, finalmente, acabar esta carta con la frase de un historiador íntegro, tenido en su día por el más ilustre conocedor de la Segunda Guerra Mundial, pero caído en desgracia por atreverse a revisar un tabú historiográfico de nuestro tiempo, que observó que a los historiadores se les ha dado un poder del que ni siquiera gozan los dioses: cambiar los hechos ya sucedidos. De modo que si quieres saber quiénes aglutinan hoy buena parte del poder, pregúntate, querido amigo, a quiénes no se puede criticar.
En otra ocasión más propicia responderé a las dudas que me planteas acerca de la Biblia. Te emplazo hasta entonces, Manuel (sincero buscador de la verdad).
Afectuosamente, tu amigo Luis.
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