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miércoles, 8 de mayo de 2019

Juan Ramón Jiménez, el pueblo de Moguer, la púa de Platero y El viaje definitivo

No cabe duda de que Juan Ramón Jiménez es una de las voces más originales y entrañables de la poesía universal del siglo XX. Su vida, naturalmente, resulta inseparable de su obra. Su poesía, muy ligada al mundo sensorial pero no exenta también de pensamiento reflexivo, versa sobre la vida misma, el arte, la naturaleza o las creencias más profundas del corazón humano. Como su prosa, que relumbra especialmente en su opus magnum: Platero y yo.



Juan Ramón Jiménez nació en Moguer (Huelva), pueblo labrador rico en vides y huertas; bendito pueblo de Juan Ramón desde el que se presiente el mar y su linda amistad con su imaginario borrico. Lo más emocionante de su obra, para mi gusto, son sus recuerdos de la infancia, el arraigo que le une a su pueblo y sus sueños y deseos. La infancia del poeta, marcada por la vida en su pueblo, revela el primer asombro con el que cualquier criatura descubre las cosas. Precisamente en ese asombro y en las evocaciones de su niñez, el universal poeta perseveró hasta su muerte.

Los escritos más hermosos de Jiménez, por ello, son aquellos en los que aparecen con nitidez las primeras emociones ante el paisaje; sus gentes y costumbres; fiestas y cantares; y la nostalgia que le produce la separación de su pueblo. Bellísimo es el poema "Cuando yo era niñodiós", y otro por el que siento especial predilección: "El viaje definitivo". He aquí el hermoso poema, bellísima remembranza de un lugar apacible y definitivamente añorado del que jamás querría uno alejarse, de todos aquellos seres amados que ya se fueron y se retiraron de la escena visible, y, en definitiva, de los buenos momentos del pasado que nos provocan morriña y nos gustaría revivir o recuperar:

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostáljico [licencia del autor por nostálgico]...
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

Finalmente, de esa obra luminosa que es Platero y yo, y que yo he gozado en los campos y montes de mi también añorado pueblo, vuelvo de vez en cuando para alejar a los malos espíritus, para protegerme de este ambiente masónico, luciferino y malsano. Y no hay muestra más hermosa, o resumen más destilado de la obra, que el pasaje de "La púa", que aquí abajo transcribo:

Entrando en la dehesa de los Caballos Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
-Pero, hombre, ¿qué te pasa?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda...


Casa en Moguer de Juan Ramón Jiménez

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