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viernes, 13 de septiembre de 2019

La piel del tambor de Arturo Pérez-Reverte

Pérez-Reverte es perro viejo, qué duda cabe. Un escritor de oficio que conoce perfectamente su profesión y vive de ella. Sin embargo, sus obras destilan un desprecio atávico hacia la Iglesia, percibida por él como una multinacional o corporación poderosa, para la cual trabaja o a la cual parasita un clero hipócrita, fanático y criminal o, en el mejor de los casos, incrédulo e ignorante. Y así van entrando todos los curas en el mismo saco. Y es que Reverte no ha dejado nunca de ser progre -aunque presuma de atizarles-, ni de ensalzar los principios luciferinos de la Revolución Francesa, ni en definitiva de odiar la religión que tanto lustre ha dado a los países por los que tanto viaja. Por eso en La piel del tambor revela mayor dosis de fanatismo el autor que sus personajes.

Así que dicho lo anterior, no tengo la menor intención de exponer el argumento de un libro que no pienso acabar (he abandonado su lectura en la página 338 de 589). Al fin y al cabo Príamo Ferro, Lorenzo Quart, Macarena Bruner y toda la morralla sevillana que desfila por estas páginas será pasto del olvido más pronto que tarde (en realidad lo es ya). Como lo son, asimismo, Dan Brown o Juan José Benítez. Atrás, por tanto, quedará la arrogancia de estos autores, y su odio incomprensible, su ignorancia terrible, su corazón raquítico, su mala baba, su desdén continuo y su estrechez de miras.

Especialmente hiriente es la forma de presentar el autor al sacerdote tradicionalista (que en realidad no lo es) que se desvive por su parroquia de Sevilla y que acaba siendo el villano de este cuento infumable y agresivo: "Tosco cura rural durante toda su vida". "Cerril, fanático, inculto y reaccionario como una mula de varas". Para después presentarlo como un hombre leído al descubrirse en su biblioteca libros de notable elevación incluso heterodoxia (afición a la astronomía). Porque para Reverte sólo puede ser uno culto si es hereje.

En fin, si no lo remedia un milagro, el señor Reverte, padre del Capitán Alatriste (un asesino profesional al que no hay modo de convertir en héroe, en palabras de Pío Moa) se marchará a la otra vida con su obsesión hacia la Curia, el Santo Oficio, la ultraderecha, la mafia integrista del Opus y el ala dura; y me parece muy bien: allá él con sus filias y con sus fobias. Yo lo que no lo perdono, como lector, es que me aburra. Y La piel del tambor es una perorata atestada de tópicos mil veces oídos.



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