Así que dicho lo anterior, no tengo la menor intención de exponer el argumento de un libro que no pienso acabar (he abandonado su lectura en la página 338 de 589). Al fin y al cabo Príamo Ferro, Lorenzo Quart, Macarena Bruner y toda la morralla sevillana que desfila por estas páginas será pasto del olvido más pronto que tarde (en realidad lo es ya). Como lo son, asimismo, Dan Brown o Juan José Benítez. Atrás, por tanto, quedará la arrogancia de estos autores, y su odio incomprensible, su ignorancia terrible, su corazón raquítico, su mala baba, su desdén continuo y su estrechez de miras.
Especialmente hiriente es la forma de presentar el autor al sacerdote tradicionalista (que en realidad no lo es) que se desvive por su parroquia de Sevilla y que acaba siendo el villano de este cuento infumable y agresivo: "Tosco cura rural durante toda su vida". "Cerril, fanático, inculto y reaccionario como una mula de varas". Para después presentarlo como un hombre leído al descubrirse en su biblioteca libros de notable elevación incluso heterodoxia (afición a la astronomía). Porque para Reverte sólo puede ser uno culto si es hereje.
En fin, si no lo remedia un milagro, el señor Reverte, padre del Capitán Alatriste (un asesino profesional al que no hay modo de convertir en héroe, en palabras de Pío Moa) se marchará a la otra vida con su obsesión hacia la Curia, el Santo Oficio, la ultraderecha, la mafia integrista del Opus y el ala dura; y me parece muy bien: allá él con sus filias y con sus fobias. Yo lo que no lo perdono, como lector, es que me aburra. Y La piel del tambor es una perorata atestada de tópicos mil veces oídos.
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