No sabemos con exactitud qué sintieron Adán y Eva al
ver el cadáver yacente de Abel sobre la húmeda tierra encarnada, profanada y
maldita, que en virtud de dicho crimen dejó al instante de ser virgen. Pero no
es difícil suponerlo. Al toparse por vez primera con un muerto —que para colmo
de males era su propio hijo—, la primera pareja humana descubrió de repente que
la vida humana tal y como la conocemos se extingue, y que por tanto existe un
límite, término o frontera que no puede rebasarse y que nos condiciona
radicalmente. A dicho límite lo llamaron muerte.
Los muertos por su parte en seguida recibieron todo
tipo de atenciones, brotando a consecuencia de ello un sinnúmero de ritos
funerarios y exequias. Lo cual nos indica que nuestros más lejanos antepasados
profesaban entre sí profundos vínculos afectivos, y, sobre todo, que poseían
claras nociones acerca del bien y del mal. Esta facultad moral les permitía por
tanto distinguir con facilidad cuándo se trataba con el debido respeto a un
muerto y cuándo se le deshonraba.
El conocimiento de la muerte sin duda engendró
angustia en el corazón humano. Porque aquélla hacía desaparecer a seres a los
que se amaba y porque al mismo tiempo desafiaba la estabilidad de los propios
individuos, enfrentando a cada uno de ellos con un horizonte desconocido. Por
eso la angustia es inherente a la condición humana.
Además, a la conciencia del límite ulterior se
añadía la evidencia del límite inicial, puesto que ningún hombre se da la vida
a sí mismo y puesto que todo hombre ha sido engendrado por otro. En razón de lo
anterior, el hombre primitivo descubrió que estaba configurado o constituido
por dos experiencias insalvables: la de fragilidad y la de finitud. Estos
atributos, naturalmente, aportaron a la condición humana su carácter
misterioso. Y, sobre todo, provocaron que su inteligencia reclamara la
necesidad de un ser Creador, desprovisto de finitud y de toda clase de
inconsistencia o debilidad.
Daba comienzo entonces la búsqueda espiritual del hombre, punto de partida del fenómeno religioso (que es fundamentalmente un medio de acceso al orden sobrenatural).
Daba comienzo entonces la búsqueda espiritual del hombre, punto de partida del fenómeno religioso (que es fundamentalmente un medio de acceso al orden sobrenatural).
De hecho, la reacción instintiva del hombre primitivo
fue la de rendirse humildemente ante la presencia del misterio, previo a la
existencia del hombre, y cuya epifanía o manifestación resultaba totalmente
ajena a la voluntad humana. Reconocido el misterio, primero germinaría en el
hombre una actitud de estupor, por el carácter novedoso del misterio y su
inmensidad incomparable; luego de temor, por la absoluta superioridad de esa
fuerza o poder sobrenatural (a partir de la cual el hombre descubriría
precisamente su pequeñez y falibilidad); y finalmente de fascinación, actitud opuesta al temor que impulsaría al hombre a entrar en comunión con el misterio absoluto del cual se sentía dependiente, aplacándose así su angustia ingénita y encontrando para su vida una salida trascendente, es decir, esperanza más allá de la tumba (en el caso de la magia, una vía para dominar esas fuerzas misteriosas por medio de manipulaciones mecánicas).
En conclusión, de la actitud del hombre primitivo hacia el misterio,
fruto de las experiencias de fragilidad y finitud, por un lado, y de la
experiencia de un poder sobrenatural y trascendente, por otro, nacen las
religiones y la magia.
*En definitiva, detrás del hecho religioso, en concreto, tal y como han propuesto expertos como E. O. James, se esconden preocupaciones que afectan a los misterios de la muerte y la procreación, sin duda, pero también a los medios de subsistencia y a la esperanza de poder avanzar en esta vida con confianza. Para todo ello buscaba el hombre primitivo el auxilio de lo sobrenatural, estableciendo «relaciones amistosas y benéficas con la Realidad viva que gobernaba los fenómenos misteriosos que le rodeaban».
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