El espíritu del romanticismo no ha dejado de vagar por los campos y pueblos de Europa desde el mismo instante de su alumbramiento, a finales del siglo XVIII. Surgía como réplica al espíritu racionalista que le precedía y a su estética neoclásica.
Su nombre indica el gusto por la aventura, y los temas y entornos propios de las novelas de caballerías o romances. Dicha corriente cultural se extendió muy pronto a todas las artes. Sostuvo la autonomía del individuo, prestando especial atención a la sensibilidad, la imaginación, la fantasía y los sentimientos, entre los cuales se hacían notar los de tristeza, melancolía, soledad, desasosiego e inconformismo. Todo ello motivaría que en el campo literario abundaran los diarios o confesiones íntimas, donde los escritores expresaban abiertamente sus pasiones e inquietudes, y donde sublimaban todo aquello que les causaba admiración o les inspiraba de algún modo para engendrar sus creaciones artísticas. Los autores románticos, además, entendían la vida como una tragedia, rendían culto a lo misterioso y desconocido, exaltaban la naturaleza y sentían predilección por los finales funestos. Como resultado, apareció una nueva percepción o apreciación de la belleza.
Y, cómo no, aquellos hombres dominados por el espíritu romántico se dedicaron a explorar los rincones más hermosos de la Tierra, hontanares de auténtica inspiración para sus obras, hasta que dieron con Sintra: misterioso y reservado edén de caprichosa belleza y orgullo de Portugal. Semejante descubrimiento le valió más tarde a la hermosa Sintra ser declarada la capital mundial del romanticismo.
Pues bien, a este emplazamiento privilegiado de la vieja Lusitania fueron a parar mis huesos por segunda vez la Semana Santa del año 2019. Fui acompañado de tu madre, y escogí este destino porque Sintra fue antaño lugar predilecto de los monarcas del país vecino en temporada estival, y porque la villa está salpicada de extravagantes mansiones y deliciosos palacetes, propiedades de antiguos aristócratas y nobles de gustos fantasiosos empeñados en morar en sus propias utopías. Y a un lugar que ha sido el pasmo de artistas, filántropos millonarios y, sobre todo, casas reales, tenía que llevar yo a la que ya consideraba mi esposa y mi reina.
Lo bello, hijo mío, es aquello que complace los sentidos y por extensión el espíritu. El hecho es que tenemos un alma racional, y una particular facultad de sentir, y poseemos por tanto un principio generador o esencia que enferma si no se alimenta de belleza, bien y verdad. En consecuencia, y aunque el turismo de masas se esfuerza desde hace décadas en corromper los motivos por los que se viaja, en el fondo viajamos para nutrirnos de belleza y dar satisfacción o descanso a nuestro espíritu. Y en Sintra tu madre no cabía de contenta ni yo podía sentirme más satisfecho. Tal deleite provoca en efecto pasear por sus cuestas empedradas, su frondoso paisaje, y el maridaje idílico que forman éste y sus coloridas y señoriales viviendas.
Respecto al hospedaje, la primera impresión que nos causó la vivienda en la que habíamos de alojarnos ésa y las noches siguientes no fue sin embargo placentera. Había oscurecido y el cielo amenazaba tormenta. En un primer momento, nadie salió a recibirnos, tras cruzar una verja herrumbrosa que no tenía echado el cerrojo y llamar a la puerta. En el interior de la casona decimonónica sí se apreciaban, en cambio, signos de vida: pasos vacilantes de alguna sombra que se afanaba, nerviosa, tras las cortinas. Finalmente, nos dio la bienvenida una criada mestiza de orígenes ignotos y sonrisa asimétrica.
Atravesado el umbral, esperamos unos segundos en el vestíbulo, de iluminación parva y mobiliario vetusto, mientras la mujer encargada del servicio doméstico comprobaba nuestra reserva. De repente me sentí como Jonathan Harker invadiendo la propiedad del misterioso Conde Drácula. Aun así, la aprensión inicial se esfumó enseguida, junto al fantasma de una mansión añosa y casi en tinieblas, cuando aparecieron de pronto unos huéspedes ingleses que muy cordialmente nos saludaron y, con toda seguridad, salían a tomar algo de cena. Por fin, con la llave de la habitación en mi poder, me encaminé a través de unas escaleras que, iluminándose a nuestro paso, nos condujeron a la primera planta, donde se hallaba el dormitorio principal de la casa.
Atravesado el umbral, esperamos unos segundos en el vestíbulo, de iluminación parva y mobiliario vetusto, mientras la mujer encargada del servicio doméstico comprobaba nuestra reserva. De repente me sentí como Jonathan Harker invadiendo la propiedad del misterioso Conde Drácula. Aun así, la aprensión inicial se esfumó enseguida, junto al fantasma de una mansión añosa y casi en tinieblas, cuando aparecieron de pronto unos huéspedes ingleses que muy cordialmente nos saludaron y, con toda seguridad, salían a tomar algo de cena. Por fin, con la llave de la habitación en mi poder, me encaminé a través de unas escaleras que, iluminándose a nuestro paso, nos condujeron a la primera planta, donde se hallaba el dormitorio principal de la casa.
Y, afortunadamente, tal y como había previsto al hacer la reserva, el cuarto de dormir nos cautivó en grado sumo. En realidad nuestra alcoba era una espaciosa y agradable suite de sesenta metros cuadrados, gemebundo y acogedor entarimado y baño de mármol con bañera y ducha. Pero con el astro cano presidiendo ya plenamente la noche, no pude estimar en su justa medida los generosos ventanales de tan romántico aposento. Ventanales por los que se colaba de día una claridad divina y mayestática.
Por uno de dichos ventanales se accedía a una pequeña terraza desde la que, a la mañana siguiente, avizoré la exuberante ladera de Sintra, antiguamente llamada monte de la Luna; etimología aún no aclarada que hace suponer, no obstante, en la práctica de ceremonias nocturnas en aquellos bosques y frondosidades, colmados de númenes, sombras y espíritus vacilantes. Al fondo, sobre las buhardillas y tejados, y envuelta en brumas, distinguí acto seguido, emergiendo de entre el herbario mágico de la que está rodeada, la incalificable y enigmática Quinta da Regaleira. Descubrí, asimismo, que mis temores de la noche anterior habían sido totalmente infundados, pues en esa casa no había que temer ningún peligro: en una de las paredes del patio interior de la vivienda se representaba, sobre un azulejo típico, San Miguel arcángel, flagelo de demonios y de todo espíritu maligno. De hecho, reparé en que la imagen de San Miguel se encontraba en línea de visión con la Quinta, como si el fiel ángel de Dios quisiera protegernos, alejarnos o prevenirnos, de tan siniestro, fascinante y hermético edificio.
Pero desoyendo las prevenciones del celestial espíritu, e inmediatamente después de desayunar en la planta baja de la pequeña mansión que había escogido para nuestro cobijo, pusimos rumbo hacia la Quinta, hacia el más exótico palacete, con la bóveda preñada de lluvia y una calma prodigiosa en el ambiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario