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jueves, 18 de marzo de 2021

Señores del Olimpo de Javier Negrete

No existe en todo el orbe un panteón tan atractivo como el de los antiguos griegos. Sus mitos fueron recitados por vates como Homero y Hesíodo, impregnando su cultura y su arte y condicionando su manera de mirar la realidad circundante desde el eje del mundo. Durante el siglo XX, el célebre escritor inglés Robert Graves, afincado en la sierra Tramontana de Mallorca, adaptó dichos mitos y los puso al alcance de todos los públicos. Perteneciente ya al siglo XXI, el profesor español Javier Negrete, experto en Filología Clásica, ha asumido el testigo de Graves y en cierta medida puede decirse que ha superado al maestro. En concreto, Señores del Olimpo, que es una obra deliciosa, no sólo resiste la comparación con Dioses y héroes de la antigua Grecia, sino que la supera en espontaneidad y emoción, revelando sus escenas, y sobre todo sus personajes, una intensidad y un dinamismo conmovedores.

La novela se alzó en 2006 con el premio Minotauro, el galardón más importante del panorama literario nacional de género fantástico por aquel entonces. Señores del Olimpo es el relato de una historia apoteósica que, abastecida y trenzada a partir de un conjunto de mitos riquísimo, narra una conjura para destronar a Zeus, padre de los dioses y los hombres, estallando una lucha por el poder de proporciones cósmicas (en la que «no se puede ser neutral»).

El drama comienza en la corte del desalmado rey Licaón. Aprovechando un banquete celebrado en las estancias del brutal monarca de Arcadia, Zeus desciende del Olimpo y, disfrazado de mendigo, se dispone a comprobar por sí mismo si Licaón es tan inhumano como dicen y si desprecia efectivamente las leyes de hospitalidad, de las cuales el señor del orden es su máximo garante. Zeus comprueba enseguida que los rumores son ciertos y, a pesar de las bravuconadas y blasfemias de Licaón, el soberano del Olimpo lo hace trizas. Sin embargo, antes de matarlo, Zeus escucha de su víctima un inquietante vaticinio: el cetro le será arrebatado en pocos días; esto es, para la nueva luna, la supremacía del mundo habrá cambiado de manos.

A partir de esta preocupante predicción se precipitan y concatenan los acontecimientos. Sucesivamente, los gigantes declaran la guerra a los olímpicos y una criatura monstruosa salida de las entrañas de la tierra, Tifón, desafía la hegemonía del soberano celeste, que cae en una celada y es mutilado y vencido por dicha criatura venida del Tártaro. Naturalmente, pronto se descubre una conjura contra Zeus, encabezada por Hera, su esposa, y sobre todo Gea, su abuela. Pero los Terceros Nacidos, principalmente Atenea, Apolo y Hermes, asumen la defensa del Olimpo mientras Zeus, por otra parte, acompañado de Alcides, consagra las fuerzas que le quedan a recuperar el trono perdido.

Sin duda, Señores del Olimpo es una aventura trepidante, repleta de acciones bélicas y peleas espectaculares, que cuenta con la inmensa suerte de poseer unos personajes memorables y supone una inmersión incomparable en la mitología griega.

Respecto a los inmortales, es interesante considerar algunos aspectos. En primer lugar, es conocido que dichos dioses comparten con los humanos sus pasiones, pero en esta obra se muestran especialmente vulnerables, capaces de sentir verdadero miedo, siendo quizá demasiado humanos. Lo cual no es un reproche; más bien al contrario, porque aparecen ante el lector más cercanos y afines, despertando cierta compasión. En segundo lugar, hay que insistir en que no son todopoderosos, ni siquiera Zeus, por encima del cual está Tique, o la fuerza que rige todo con un fin o propósito determinado. En tercer lugar, ni los olímpicos, ni Cronos y Urano, son el origen del cosmos. Por ejemplo, las estrellas del firmamento que Apolo admira desde sus aposentos, no las ha creado ninguno de los inmortales. De hecho, los griegos no concibieron la creación ex nihilo.

Por otro lado, Negrete ofrece en esta obra jugosas reflexiones sobre la naturaleza del poder. Tras la gigantomaquia y el uso de los cinco anillos de Urano con los que logra derrotar a los dragones y recuperar el cetro del mundo, Zeus descubre que quien gobierna siempre está solo. Asimismo, en el segundo epílogo, el autor, que ofrece un inquietante giro de perspectiva con el recurso del Espejo del Tiempo, asegura que «el verdadero poder, si quiere perdurar, debe ser anónimo, permanecer oculto y manejar los hilos desde las sombras». Parece aquí Negrete la pitonisa de Delfos hablando de nuestro tiempo.

Hay otra cuestión que no tiene sin embargo una explicación suficiente. Por un lado, los humanos son descritos, desde la óptica de Gea, despectivamente. Y es cierto, como explica Negrete posteriormente, que algunos autores antiguos destacan el disgusto de la Tierra por la superpoblación humana, motivo por el que Zeus provocaría la sangrienta guerra de Troya. Con todo, no se justifica la predilección que el padre de los dioses siente por esa raza tan altiva e insignificante, a pesar de que se puntualiza en algún momento que los humanos fueron creados por Zeus a su imagen y semejanza. Además, desde la perspectiva humana, que es precisamente el enfoque de Homero, los hombres, que son admirables por su entereza, sufren desgracias por el capricho de unos dioses veleidosos y antojadizos. Con todo y con eso, resulta evidente que dicho tratamiento responde a la profunda admiración que siente el autor por los dioses, héroes y mitos griegos.

Señores del Olimpo, en definitiva, es una maravillosa obra de ficción que está dirigida, sobre todo por el carácter libidinoso de sus protagonistas, al público adulto. Sea como fuere, la diosa Atenea merece una mención especial, pues resulta imposible no enamorarse de ella. Por su inteligencia, belleza, valor, fuerza, dones extraordinarios, y lealtad filial. El final de la diosa guerrera es, a pesar de todo, amargo, quedando de ella apenas una sombra, y un corazón más endurecido y frío y por tanto menos humano, lo cual nos entristece, y a la vez nos revela que el conjunto de cualidades y caracteres propios de la raza humana es fruto de un Dios verdaderamente benevolente y con verdadera capacidad de amar.

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