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jueves, 30 de septiembre de 2021

Edipo Rey de Sófocles

El mundo pagano anterior a la venida de Cristo, a pesar de su inmensa sabiduría, careció de respuestas para los grandes interrogantes. El mal, el sufrimiento y el pecado eran para los antiguos griegos realidades misteriosas imposibles de descifrar. Y como no podía ser de otra manera, semejante impotencia se manifestó en sus obras. Las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides revelan de hecho una angustia exacerbada, motivada por la noción de fatum, o encadenamiento fatal de los sucesos. 


La víctima más arquetípica de este hado fatal e inevitable es Edipo. El pobre rey tebano, como ocurre con Job, encarna la figura del justo doliente, aunque el infeliz parricida es verdaderamente sujeto de crímenes abominables, mientras Job no merece ni medio reproche. 


Con todo, la culpabilidad de Edipo es discutible. Sus acciones son horribles, sin duda, pero el infeliz desconoce que dichas acciones exceden los límites de todo lo imaginado, pues ignora que el hombre al que da muerte en un cruce de caminos es su propio padre, y que es su mismísima madre la mujer a la que desposa. No hay voluntariedad en las acciones de Edipo, pero lo que implican éstas nos hiela la sangre. Precisamente, esa ambigüedad refleja la desesperación de los autores griegos, incapaces de explicar la naturaleza del pecado.


En Edipo Rey, Sófocles relata la caída fulminante de Edipo, un hombre que ha llegado a ser aclamado por el pueblo de Tebas gracias a su ingenio resolviendo el acertijo de la Esfinge.

El maldito monstruo asolaba la región tebana por un antiguo delito enviado por los dioses, y es Edipo el que libra al pueblo de su influencia maligna. Pero las desgracias nunca vienen solas, y tras la Esfinge, una epidemia de peste extiende la muerte en la provincia. Edipo, habiendo muerto Layo, ya ha sido proclamado rey y ya duerme con Yocasta. Entonces, desde su elevada posición, manda a su cuñado Creonte para interrogar al famoso oráculo de Delfos. Los ciudadanos de Tebas le han suplicado a su querido rey que los libere de la enfermedad mortal que los aflige, pues la población sigue pereciendo en número incontable («sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias»). Y el rey, equilibrado y piadoso, se compromete a respetar el vaticinio de los dioses: «sería yo malvado si cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste». 


La respuesta de Creonte es que hay que arrojar de la región una mancha, un terrible pecado. Se refiere al asesinato del propio Layo, que debe ser vengado, habiendo perdido la vida a manos de su hijo. A continuación Edipo se maldice a sí mismo, pues decreta la expulsión del asesino de Layo, que es, aunque lo desconozca, él mismo.


Para averiguar la identidad del asesino los ancianos tebanos le sugieren a Edipo recurrir al adivino Tiresias, «único de los mortales en quien la verdad es innata». La revelación es horripilante: «tú eres el azote impuro de esta tierra». En realidad, Tiresias posee la cualidad de los profetas bíblicos, que no comunican a los poderosos noticias benévolas, sino que señalan más bien algún pecado personal o alguna desgracia próxima. Y con palabras oscuras al principio para Edipo le desvela a éste que «él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre». Edipo reacciona impetuoso, profiriendo amenazas: piensa que alguien conspira para arrebatarle el trono. De entrada, acusa a su propio cuñado. Pero el coro enseña una de esas lecciones que siempre permanecen: «por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor»...


Obstinado, el rey sigue indagando. Desea conocer sus orígenes. Pero Yocasta intuye que no debe hacerlo. Finalmente Edipo acaba sabiendo la terrible verdad y constatando que frente al caprichoso destino toda precaución humana es poca. Y Yocasta, después de dirigirse a los dioses con mil y una rogativas para que les proporcionen «alguna liberación purificadora», se quita la vida. La verdad es demasiado horrible. Se ha descubierto que el rey ha «nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo». Por ello considera que la vida de los hombres sobre la tierra es «igual a nada». He aquí el universal tema de la vanidad de la vida. En consecuencia, Edipo, perdiendo la visión de las cosas, se ciega a sí mismo, llegando a la conclusión de que se es más feliz ignorando ciertos hechos. Es decir, Edipo reconoce que no puede explicar la fatalidad que se ha cebado con él, siendo las realidades del mal, el sufrimiento y el pecado, impenetrables para su entendimiento.


Pues bien, de esta soberbia tragedia de Sófocles, que conmueve los pilares del alma porque en el fondo se advierte la inocencia de Edipo, se pueden extraer enseñanzas muy valiosas. La primera se ha apuntado ya en el introito. La segunda es que ningún hombre puede llamarse dichoso si no conoce su final, que en términos cristianos sería su destino eterno. La tercera es que para la antigüedad pagana la divinidad manda sufrimientos mayores que los que puede soportar el hombre, siendo crueles los dioses, y los hombres, desgraciadas víctimas de aquéllos. Por el contrario, la fe cristiana, infinitamente más consoladora, cree firmemente que Dios aprieta pero no ahora. Además, con la nueva fe se produce una profunda inversión de la percepción que tiene el hombre de sí mismo y de la divinidad. El cristiano se reconoce pecador, mientras Dios es Padre misericordioso, que puede apretar, como decía, pero ahogar nunca. 


En fin, los griegos no desconocían la noción de pecado, pero carecían de la revelación sobrenatural y por tanto no sabían explicarlo. Por eso les abrumaba la suerte de Edipo, al que no se le podía atribuir ninguna responsabilidad real para merecer semejante destino. Y sin embargo él da muerte a su padre y tiene relaciones íntimas con su madre. Paradójicamente, Edipo es culpable e inocente al mismo tiempo. En cualquier caso, para arrojar algo de luz a semejante oscuridad los autores griegos señalan las faltas del padre, Layo, como causa de las desgracias del hijo. Jesucristo hubiera corregido esa mentalidad, como hizo con los discípulos que le preguntaron por un hombre ciego de nacimiento. No se trataba de que sus padres o él hubieran pecado. La ceguera no era una consecuencia de los pecados propios o ajenos. Tampoco era consecuencia del pecado la muerte de los hombres aplastados por la torre de Siloé. No eran éstos, en definitiva, más culpables que otros hombres, ni Edipo más culpable que Layo para merecer semejante desdicha. 


Nada de eso. Todos, según Jesucristo, pereceremos igualmente si no nos convertimos. No se trata por tanto de ser más o menos afortunado en este mundo, sino de evitar la muerte eterna, que es precisamente la que engendra el pecado. 


Con todo y con eso, Edipo, que no comete ninguna culpa voluntaria, nos inspira compasión, pues ignorando su falta, es el pecador más célebre del mundo antiguo por la magnitud de sus delitos.


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