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miércoles, 6 de julio de 2011

El manantial de Ayn Rand


Cuando en los años ochenta la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. realizó una encuesta preguntando cuál era el libro que más influencia había ejercido en la vida de los encuestados, los resultados fueron definitivos y sorprendentes: el primero fue la Biblia, el segundo fue La rebelión de Atlas de Ayn Rand. Pero ya habrá tiempo de comentar su segundo gran trabajo de ficción. En esta ocasión vamos a hablar de la primera gran novela de Ayn Rand, una obra extraordinaria y revolucionaria, como el pensamiento colosal de su autora, y que bien merece ser calificada de obra maestra: El manantial.


     El manantial se publicó en 1943 tras ser descartada por unas cuantas editoriales. La miopía de los editores no podía ser evidente, pues la obra se convirtió en un best seller sin precedentes. Su autora, Ayn Rand (1905-1982), cuyo nombre original era Alisa Zinovievna Rosenbaum, fue una escritora estadounidense de origen ruso que, a pesar de su ateísmo que no comparto, es en mi opinión una de las más grandes pensadoras del siglo XX. Creadora de una filosofía propia rigurosa y sorprendente llamada objetivismo, forjada por los derechos individuales, la búsqueda de la felicidad personal y la convicción de que el individuo tiene derecho a existir para sí mismo. Su revolucionario pensamiento, de una coherencia intelectual abrumadora, ha venido a sumarse ni más ni menos que a los demás pilares que conforman los fundamentos morales del liberalismo.

     Un pensamiento que quedó plasmado tanto en sus novelas como en sus ensayos. Trabajos, estos últimos, como La virtud del egoísmo, Capitalismo, el ideal desconocido y Filosofía, ¿quién la necesita?, donde defendió el egoísmo racional, el individualismo y el capitalismo de laissez faire, como único sistema social de la historia que permite al ser humano vivir como tal. En oposición a su filosofía, Ayn Rad encontró la ética altruista como el mayor de todos los males en la tierra para los hombres, y no dudó en cargar sus argumentos contra los fenómenos políticos totalitarios, el intervencionismo y la misma religión. El manantial es la expresión literaria de todo esto, es más: un manifiesto del individualismo donde se reclama el derecho de todo hombre a disfrutar de su propia vida sin ningún tipo de coerción.

     Estos ideales se encarnan en El manantial en la figura de Howard Roark. Ayn Rand diseñó su héroe como un arquitecto íntegro y brillante a partir de lo que ella consideró el ideal de hombre. Pero además del protagonista de la novela, por el que sentimos una admiración sincera y una fascinación irresistible, hay cuatro personajes principales que representan cada uno a distintos tipos de hombres. Empezando por la dama, Dominique es una mujer que sufrirá mucho por alcanzar su sueño de compartir su vida con el hombre que ama y que no es otro que Roark, con el que construye una apasionada pero difícil de comprender historia de amor. Por otro lado está Peter Keating, un amigo de Howard que poco a poco y siempre con la ayuda de otros se irá haciendo un nombre como arquitecto; sin embargo, su condición de parásito lo hará infeliz hasta el punto de odiar a Roark y de traicionarlo repetidas veces. Al final sólo queda de Keating un pobre individuo que lo ha perdido todo pero que no mereció lo que tuvo. El tercer personaje en cuestión es Gail Winand, un empresario dueño de una poderosa industria de medios de comunicación cuya principal estrella es un periódico vulgar y sensacionalista, el Banner, que, sin embargo, todo el mundo lee. Gail construyó su imperio con tenacidad pero vendiendo su alma cada vez que fue necesario, despreciaba lo que publicaba su propio periódico pero hacía dinero con él, es decir, no le importaba traicionar sus creencias, al contrario que Roark —con el que hizo una sincera y extraña amistad—, pues Howard Roark representaba el ideal del hombre íntegro que Ayn Rand definió como ser fiel a tus propias ideas. Pero si hay un personaje verdaderamente despreciable, y que nos hace sentir un amargo malestar, es Ellsworth Toohey. El amante de la humanidad pero que se pasa la vida odiando a los hombres, acosándolos, sometiéndolos; Toohey es colectivista, un pastor para las masas, un predicador de la moral cambiante del rebaño, en última instancia, un coleccionista de almas.

     Y contra el colectivismo precisamente, y la clase de hombre parasitaria, se rebela Howard Roark, un arquitecto hecho a sí mismo que reivindica la propiedad como garantía para el desarrollo personal, pues la riqueza es algo que alguien crea a través de su mente y de su habilidad, beneficiando paradójicamente con su trabajo a los demás hombres sin que este sea su propósito principal, que es en definitiva lo que convierte al hombre en virtuoso y libre:

«Nada nos es dado en la Tierra. Todo lo que necesitamos debe ser producido. Y aquí el ser humano afronta su alternativa básica, la de que puede sobrevivir en sólo una de dos formas: por el trabajo autónomo de su propia mente, o como un parásito alimentado por las mentes de los demás».[1]

     Howard no tiene dudas acerca de la naturaleza de la riqueza y de que ésta necesita de un creador, y así lo manifiesta en el juicio como acusado por volar con dinamita el edificio Cortlandt:

«No recibí el pago que pedí. Pero los propietarios de Cortlandt obtuvieron de mí lo que necesitaban. Querían que se hiciera un proyecto para edificar una estructura tan barata como fuera posible. No encontraron a nadie que los satisficiera. Yo lo hice. Se beneficiaron de mi trabajo y me hicieron aportarlo como un regalo. (…) Se dice que he destruido el hogar de los marginados. Se han olvidado de decir que si no hubiese sido por mí, los marginados nunca habrían podido tener ese hogar».[2]

     Porque en realidad la satisfacción del trabajo personal es lo que proporciona auténtica independencia y libertad; cuyo corolario es la defensa del individualismo y del capitalismo como único sistema garante del primero. Y así lo demuestra Ayn Rand en el alegato que pronuncia Howard Roark, en el capítulo XVIII de la cuarta parte de El manantial, en uno de los fragmentos más brillantes y geniales de la literatura universal. No obstante, antes de eso, Howard Roark sufre una persecución miserable por parte de un público mediocre y envidioso, incapaz de digerir el éxito de otro hombre y su indomable empeño de afirmar su propio ser mediante su trabajo como verdadero criterio para medir su grandeza y su propio valor. Es su actitud inflexible y resuelta lo que molesta a la sociedad; la sociedad lo desprecia porque Hoard Roark no la necesita.

     Al final, Ayn Rand crea una novela en la que el espíritu de su héroe, el arquitecto Howard Roark, se va forjando en una especie de alegoría entre la construcción moral de un individuo y la construcción técnica de un edificio. El poso que va calando de la obra es la de que aquellos que viven sin ningún propósito y sólo se preocupan por actuar según qué piensen o esperen de ellos los demás son, después de todo, unos infelices que ya no se divierten tanto cuando sus circunstancias cambian y entonces se descubre su verdadera mediocridad, o el nefasto favor que les hicieron en su día ayudándoles de manera inmerecida. Sin embargo su alma ya no les pertenece, siempre piensan que el mundo les debe algo, ese mundo al que no han contribuido en nada.

     A partir de ahora no podremos decir jamás que las obras de Ayn Rand guardan silencio acerca del mundo en el que vivimos, pero la sociedad, ignorante e hipócrita, olvida sus palabras porque prefiere ser mediocre y vivir a costa de otros, aunque deje de ser realmente libre, en vez de insistir en comportarse moralmente como un héroe: inquebrantable como el acero aunque tenga que librar una batalla a muerte contra la mayoría, miles, cientos o un único tirano.


FICHA

Título: El manatial

Autor: Ayn Rand

Editorial: Grito Sagrado

Otros: Buenos Aires, 2007, 685 páginas 

Precio: 29 €



[1] p. 663.
[2] p. 667.

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