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domingo, 4 de noviembre de 2012

Comentarios de cine: El árbol de la vida de Terrence Malick


Si en los últimos años el cine ha dado un hijo sinónimo de arte, éste es El árbol de la vida. Es una de mis películas favoritas, y su creador, Terrence Malick, uno de esos genios que surgen de cuando en cuando capaces de contar historias nuevas. La cinta me pareció en su día una obra teológica. Y de hecho cristiana. No es de ningún modo un producto panteísta, ni ateo, ni siquiera deísta a secas. La deslumbrante película, más allá de que en el fondo sea profundamente espiritual —y por tanto religiosa—, es abrumadoramente lírica. Y a la hora de degustarla, una mezcla narrativa y visual que exige al espectador atención y cultura. Como resultado, un bellísimo desafío que abre en canal la condición humana para mostrárnosla, nos guste más o menos lo que veamos al asomarnos a ella.

Terrence Malick estudió filosofía en Harvard y Oxford, y andando el tiempo, siendo profesor, descubrió que la cámara podía ser una herramienta adecuada para expresar su poderosa cosmovisión del mundo. Y el lenguaje sirvió de inspiración a uno de los directores más reconocidos y extraños del planeta, por su genialidad e independencia para fabricar historias muy personales.

Entre sus criaturas cuenta, a fecha de hoy, con Malas Tierras (1973), Días del cielo (1978), La delgada línea roja (1998), El nuevo mundo (2005), y ahora El árbol de la vida (2011). En todas estas producciones audiovisuales hallamos el interés de Malick por manifestar las exigencias humanas en medio de un mundo caído. Así, en La delgada línea roja vemos una intensa reflexión sobre la guerra, donde los soldados se preguntan, rodeados por la selva, cuestiones que trascienden una vida propiamente animal.

Sea por lo que fuere, Malick no concede entrevista ni acude a recoger premios, como uno de los últimos recibidos: Palma de Oro en Cannes 2011 por la cinta que comentamos. Lo que contribuye también a aumentar su aureola de autor misterioso y de culto. Se tiene constancia de que se dedica en cuerpo y alma a crear sus historias. Ejemplo de su afán de perfección es que está película que tanto me ha seducido, una vez grabada y con un metraje desmedido, estuvo siendo corregida por el director un año entero. No se puede negar que mima sus creaciones.

* Si alguien está interesado en ver la película, le ruego que se atreva a verla sin leer nada.

La vida es responder a un dilema: Dios o la naturaleza (esto es: aceptar a Dios o darle la espalda)

El ser humano debe contestar a esta encrucijada. Algo en lo que creo firmemente. Pero es que además es el tema central de la película: el conflicto entre la divinidad y la naturaleza. Lo que sigue lo escuchamos al principio de la cinta:

“Hermano… Madre… Fueron ellos los que me condujeron hasta tu puerta”. Son las primeras palabras con las que comienza El árbol de la vida, y cobran una dimensión fundamental cuando se ha terminado de ver la misma. Estas palabras son pronunciadas por Jack O’Brien de adulto (Sean Penn). Mientras expresa esto, una especie de llama ocupa la pantalla, envuelta en tinieblas y acompañada por un misterioso rumor. Ojo, porque ella abre la película, y ella la cierra.

A continuación, vemos uno de los inicios más bellos que recuerdo en una obra de cine: una niña se asoma, asombrada, por una ventana abierta, al exterior, al maravilloso mundo que se despliega y que ella absorbe con la mirada. Y una voz en off (la madre de la familia) anuncia la trascendente cuestión en torno a la que gira, como decíamos, toda la película:

»Las monjas nos enseñaron que hay dos caminos que puedes seguir en la vida: El de la naturaleza, y el de la Gracia (en la versión española se traduce incorrectamente por ‘lo divino’). Debes elegir cuál vas a seguir. Lo divino no busca agradarse a sí mismo; acepta ser desairado, olvidado, no agrada. Acepta los insultos y las heridas… La naturaleza sólo busca agradarse a sí misma; y conseguir que otros la agraden. Le gusta dárselas de gran señora, salirse con la suya… Encuentra razones para ser infeliz, cuando todo el mundo que la rodea resplandece, y el amor sonríe a través de todas las cosas.

»Nos enseñaron que nadie que amara el camino de lo divino acabaría mal [aparecen agua despeñándose por una cascada y después un árbol, imágenes que se repiten regularmente durante la película, como dos metáforas visuales importantísimas]. Yo te seré fiel. No me importa lo que suceda».


Dicho esto, vemos que un mensajero entrega una carta a la madre (Jessica Chastain), que se entera horrorizada de la muerte de su segundo hijo en la guerra de Corea a los 19 años. A partir de aquí surge el drama. Aparece el dolor lacerante por la pérdida de un ser querido, y tan próximo; y como es natural, nacen preguntas que todo ser humano se formula —a Dios y a sí mismo— ante la adversidad y la tragedia. La relación de los hechos presentados por el director indica que todo obedece a una causa. La familia, a través del fallecimiento de un hijo, se ve sometida a una prueba.

Y esto significa que se nos revela la pieza fundamental de El árbol de la vida: el protagonista absoluto es Dios. Malick, en un ejercicio magistral y ambicioso, elabora un relato desde la perspectiva de Dios. A Él, al Altísimo, se dirigen las preguntas, y Él, el Sumo Hacedor, responde. Incluso Dios es representado de alguna manera por Malick en forma de llama. De esa llama de la que hablábamos al principio y que abre y cierra el metraje.

Por eso, con esto presente, se comprende lo que sucede después de las preguntas que arroja al cielo la madre. A pesar de que una mujer, dándole el pésame, la anima diciéndole que la vida continúa: “Las personas pasan. Nada permanece igual (…) El Señor nos lo da, y el Señor nos lo arrebata. Dios es así. [Vemos un árbol en contrapicado mientras se habla de Dios, y se escucha una música perturbadora. Sabemos que Él está atento, amparando a las mujeres, observándolas.] Envía moscas a las heridas que él debería curar”.

Pese a todo, la madre confía plenamente en Dios. Pero las preguntas son inevitables. Y algunas, viniendo de criaturas frágiles, comprometen a Dios mismo. «La esperanza, mi Dios. No temeré ningún mal. ¿Qué has ganado con que mi hijo muera?” Al padre (señor O’Brien-Brad Pitt), consumido por los remordimientos y la pena, lo vemos rezar en varias ocasiones, pese a ser un hombre severo y celoso de la disciplina.

De pronto la narración da un salto y vuelve a aparecer la llama. Se ha presentado la desgracia. Y ahora volvemos a escuchar al hermano mayor, Jack (Hunter McCraken de niño-Sean Penn de adulto). Él es la figura principal de la familia en la historia, y él también interpela a Dios constantemente. Nos trasladamos pues a la edad adulta de Jack, y lo vemos recién despertado de un sueño, asaltado por el recuerdo de una infancia rota, y acosado por la culpa tras haber muerto su hermano. Y sin embargo Jack vive en una casa preciosa. Nos muestra a una esposa estupenda, y sabemos que trabaja en un rascacielos en un empelo envidiable. Y a pesar de eso: “Siento que me voy dando golpes contra un muro”. ¿Por qué?

Jack escucha constantemente la voz de su hermano fallecido, quien le pide que lo encuentre. ¿Pero encontrarlo para qué? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No será Dios quien lo llama a través de su hermano? Tras levantarse de la cama, Jack enciende una vela (símbolo de la esperanza) recordando a su hermano. En Jack aún reside luz. Y reconoce el origen de su desdicha: “Me extravié. Te olvidé”. Las palabras son reveladoras, pero el espectador aún no sabe que a quien se está refiriendo Jack es a Dios, no a su hermano. Jack lamenta que olvidó a Dios, y reconoce en esto el origen de sus males. Solo con Él la muerte de su hermano tiene sentido. Está hablando, en definitiva, de que antes no sabía dónde estaba el Camino, la Verdad y la Vida. Lo que significa que su vida hasta entonces he estado exenta de Gracia.

El hombre pregunta, y Dios responde

Volvemos a la madre después de esta interrupción del relato. La mujer, profundamente afectada, y dirigiendo sus preguntas a Dios, lo que está expresando es su desconsuelo por el misterio profundo del mal. Una pregunta que, en el fondo, encierra un reproche a Dios. Y en su inagotable flaqueza, Jessica Chastain termina por decir: “¿Crees que no te fui fiel?” Y poco después: “Señor, ¿Por qué? ¿Dónde estabas?

Y estas dos preguntas que encogen el alma, enraízan con la historia bíblica de Job. Es en este preciso momento cuando conviene recordar la cita con la que comienza El árbol de la vida. La referencia utilizada por Malick para crear un drama que trasciende los continentes y las épocas es el capítulo 38 de Job, versículos del cuatro al siete (es la primera señal clara de una película medularmente cristiana). Pero sólo conociendo quién fue Job y qué le sucedió podremos comprender qué significan los siguientes veinte minutos de la cinta.

Job fue el hombre más íntegro y justo de su tiempo: Vivía en la abundancia y el amor de los suyos. Tenía una hacienda próspera y muchos hijos (diez en total, siete hijos y tres hijas) y nietos. Pero un desgraciado día Satanás propuso a Dios demostrarle que su siervo no creía en su Señor desinteresadamente, que había tenido fácil serle fiel porque no había sufrido contratiempos, y le solicitó que le permitiera causarle daño. Y Dios consintió. Job perdió su riqueza, sus ganados, y a sus hijos. Y después sintió el dolor físico. Pero no profirió Job palabra blasfema contra su Creador, aunque se preguntó por las razones del giro de su fortuna. Pues bien, resulta que esa pregunta es contestada por Dios, y esa respuesta es precisamente la cita que Malick recoge para abrir su obra:

“¿Dónde estabas tú cuando Yo fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?”

Es decir, ¿quién te crees que eres para juzgar la creación? Dios no da explicaciones a Job, no se justifica. Pero Job comprende su infinita razón y legitimidad para obrar así. Lo que sí deja claro Dios es que Él actúa en la historia. Y eso es lo que se propone contar Malick en El árbol de la vida: cómo Dios responde a nuestras plegarias.

Por eso en los veinte minutos siguientes —no dura más—, se despliega un maravilloso fragmento lírico y visual que abruma los sentidos. Y se desencadena a partir de la pregunta desesperada de la madre de por qué ha muerto su hijo y dónde estaba Dios que no ha evitado la desgracia. Con esto en cuenta, se entiende bien lo que sigue. Y lo que sigue es el desarrollo de la creación del Universo, de la Tierra y de la vida en ella. A través de espectaculares imágenes de supernovas naciendo, planetas enfriándose, volcanes reventando por fuerzas desconocidas o la lucha a vida o muerte por atravesar los muros de un óvulo, suspendemos los sentidos admirados ante la maravillosa recreación de esos momentos únicos. La sinfonía visual es acompañada por músicas que mueven las lágrimas hasta los ojos, y las precipitan al borde de los párpados. Brahms, Bach, François Cuperin, Berlioz, Mahler, o Holst, son algunos de los compositores que pasean sus piezas musicales por el relato. Ordenadas todas ellas por Alexander Desplat, responsable de la banda sonora original de la película, y con el que me quito el sombrero por su obra en el mundo del cine, aún fecunda.

Y es que la presencia de Dios en la creación puede verse. Él responde, sólo que de manera muy sutil, y el hombre, mediante la Gracia, reconoce la influencia en la realidad. San Pablo así nos lo indica: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa». Jack reconocerá en algún momento de su vida que Dios estaba llamándole: «Me hablabas a través de ella. Hablabas conmigo desde el cielo. Los árboles… Antes de saber que te amaba, creía en ti. [Aparecen nuevamente agua y un árbol.] ¿Cuándo tocaste mi corazón por primera vez?». Y siguiendo el mismo procedimiento que con la madre, a la pregunta de Jack le sucede la respuesta de Dios. A continuación vemos cómo el amor de sus padres lo engendró, y entramos en una parte narrativa de la cinta en la que se cuenta la formación y el desarrollo de esta familia.

En la formación de la familia podemos ver los dos caminos ante la vida de los que hablábamos. La madre es un ángel de luz, puro amor y generosidad; el padre, un hombre honrado y autoritario que desea lo mejor para sus hijos, y considera que la disciplina es conveniente, sobre todo con el mayor. Ella sigue el difícil arco que va del dolor a la Gracia, él se mantiene casi toda su vida en el sendero de la naturaleza, o en otras palabras, alejado de Dios. Y los niños crecen en un estado natural de inocencia, rodeados de animales y jardines, protegidos por el amor incondicional de la madre, pero también por la seguridad que garantiza la figura del padre. Hacen su vida en la calle, en el jardín de la casa. Sin embargo, ese camino de inocencia choca, antes o después, con la realidad. Los niños descubren la dimensión del mal.

Un mundo caído: El mal es dar la espalda a Dios

La extraña imagen que aparece de vez en cuando de la escalera a la que se encarama el niño pequeño para llegar a la buhardilla de la casa sólo puede ser la metáfora del paso de la inocencia del niño a la adolescencia, ese proceso natural en el que poco a poco se descubren los aspectos desagradables y peligrosos de la vida. Es la metáfora visual del crecimiento. Y la cruda verdad es que la infancia feliz de un niño es pasajera, porque la naturaleza no puede satisfacer de modo pleno la felicidad.

Los pequeños descubren por primera vez el mal cuando se cruzan yendo con su madre con un joven lisiado (en este caso más que con el mal en sí es con la deformidad de un mundo que se cree seguro). Después topan con un grupo de delincuentes violentos detenidos por la policía. Y el pequeño de los tres hermanos de la familia pregunta a la madre: «¿Puede ocurrirle a cualquiera?» La madre, protectora, trata de impedir que los niños vean el mal, negando con ese comportamiento la realidad. La inquietud del chaval, comprensible, le introduce en un nuevo mundo.

Jack es el primero en reaccionar ante lo que han visto. Y se encomienda a Dios: «Nadie habla de ello. Ayúdame a no contestar mal a mi padre; ayúdame a no provocar peleas de perros… Ayúdame a no contar mentiras. ¿Me estás vigilando? Quiero saber lo que eres. Quiero ver lo que tú ves». Estas palabras sinceras, salidas del corazón de un niño, y perfumadas por Desplat con un coro delicioso, emocionan profundamente. Sin embargo, los acontecimientos desembocan en lo que es la principal dualidad de la vida: amor y muerte. Cuando Jack ya ha empezado a odiar a su padre, dejando entrar los demonios en su cabeza, se enamora de una chica del colegio (y la seguirá por la calle a varios metros de distancia en una de las muchas imágenes inolvidables de El árbol de la vida). Pero después del amor, la muerte sobreviene. En la piscina del pueblo, donde se están bañando los tres hermanos vigilados por los padres, un pequeño muere en un trágico accidente. La escena es rodada con sabiduría técnica por Malick. El impacto brutal de la muerte en unos espíritus tan jóvenes les despierta, y lo primero que temen no es su propia muerte, sino la de su madre: «¿Tú también morirás? Aún no eres tan vieja, mamá».

Volvemos, una vez más, a la cuestión del sufrimiento en el mundo. Cuyo origen es el pecado. Por eso vivimos en un mundo caído. Aquí es central en la historia el sermón que pronuncia el sacerdote en el entierro del joven (que utiliza como lección la historia de Job), y si prestamos atención veremos que se subraya visualmente el carácter cristiano del mensaje. El pastor trata de abrir los ojos a los padres, de proporcionarles un sentido trascendente a la vida, y de esta manera también a la muerte. Dice lo siguiente:

«Job imaginaba que podía construir su nido a gran altura. Su comportamiento íntegro le protegería de la desgracia; y sus amigos creyeron erróneamente que el Señor sólo podía haberle castigado porque había hecho algo mal a escondidas. Pero no. La desgracia recae también sobre los justos. No podemos protegernos de ella. No podemos proteger a nuestros hijos. No podemos decirnos: “Aunque yo no sea feliz, tengo que asegurarme de que mis hijos lo sean”.

»Corremos delante del viento, y creemos que siempre nos empujará hacia delante; pero no es así. Nos desvanecemos como una nube; nos marchitamos como la hierba en otoño, y como un árbol nos arrancan de raíz. ¿Existe algún fraude en el esquema del Universo? ¿No existe nada que sea imperecedero? [Steve-Tye Sheridan, el rubito que morirá en la guerra sin que nosotros lo conozcamos de adulto, mira una vidriera en la que aparece ¡Cristo!.] ¿Nada que no se destruya? No podemos permanecer donde estamos, debemos seguir hacia delante. Debemos encontrar algo que sea más grande que la fortuna o el destino. Nada puede traernos paz. ¿Por qué? ¿Está el cuerpo del hombre sabio, o el del justo, exento de cualquier dolor? ¿De cualquier desasosiego? ¿De la deformidad que podría destruir su belleza, o de la debilidad que podría acabar con su salud?

»¿Confiáis en Dios? También Job estaba cerca del Señor. ¿Son vuestros amigos e hijos vuestra seguridad? No existe un lugar en todo el mundo donde el peligro no pueda alcanzarnos. Nadie sabe cuándo el dolor visitará vuestra casa, como tampoco Job lo sabía. En el momento en el que todo le fue arrebatado a Job, él supo que el inductor había sido Dios. Se apartó de las recompensas efímeras de la vida [el señor O’Brien estrecha la mano de varios hombres fuera de la iglesia, mientras seguimos escuchando la voz del sacerdote]. Buscó aquello que es eterno. ¿Por qué hay quien ve la mano de Dios sólo cuando nos otorga algo, y no la ve cuando nos lo arrebata? ¿O sólo ve a Dios aquel que percibe la mirada del Altísimo sobre él? ¿No creéis que también ve a Dios aquel que nota que el Sumo Hacedor le da la espalda?».

El lirismo de este texto es exquisito. Terrence Malick subraya aquí la categoría del discurso cristiano del sacerdote, la enseñanza que arroja la historia de Job sobre la pregunta del mal en el mundo, y, lo más importante, señala a Cristo como la fuente eterna a la que debemos dirigir nuestra esperanza.

A pesar de eso, para Jack la muerte de ese chico en la piscina es un duro golpe a su fe. El joven ha terminado desviándose. Y reprocha a Dios su aparente indiferencia: «¿Dónde estabas? Dejaste morir a un niño. ¿Dejarás que ocurra cualquier cosa? [Vemos el incendio de la casa de unos vecinos de la familia, y la cabeza medio quemada de un joven.] ¿Por qué yo debo ser bueno si tú no lo eres?» Y más tarde insiste: «¿Por qué nuestro padre nos hace daño?».

La paternidad: Dios padre y el señor O’Brien (Brad Pitt)

Las explicaciones que reclama Jack son atendidas por Dios, pero la forma de Éste no es percibida inmediatamente por los hombres, porque Él orienta, ayuda, pero no impone ni obliga. Las respuestas a nuestras preguntas más íntimas, nos llegan en esta vida, pero el tiempo y la forma de percibirlas varían con cada persona. Todos, sin embargo, aprendemos verdades fundamentales en esta vida. Jack pregunta por el mal aparente que produce “nuestro padre”.

En puridad, El árbol de la vida puede leerse como un diálogo entre padres e hijos, como la necesaria educación de un padre hacia sus hijos, y cómo estos la reciben. El paralelismo entre el señor O’Brien y la forma de educar a sus hijos y, por otra parte, la actuación de Dios con sus criaturas, es bien clara.

Llega un momento en vida de cualquier joven en que la presencia del padre puede resultar una carga asfixiante. Su presencia impediría la libertad de la criatura, que, llamada por sus instintos, no se corrige y exige una autonomía que no está escrita en su alma. Pero es una tentación poderosa. De hecho, el pecado entró en el mundo porque el primer hombre se atrevió a determinar por sí mismo el bien y el mal. Y aunque la criatura no tiene alas para volar, exige lanzarse al vacío, o en otras palabras, dar la espalda a Dios.

Los padres, por su parte, también sufren. Desde la perspectiva de los hijos creemos que son figuras de piedra, que no tienen necesidad ni temores y que sólo están ahí para que podamos apoyarnos. «¿Quieres a tu padre?», pregunta el señor O’Brien a Jack. El personaje interpretado por Brad Pitt —que está espléndido más allá de algún tic, y que cada vez es más consciente de su potencial— es un hombre honrado que en algunos casos trata con demasiada dureza a sus hijos. Su camino es el del éxito, el de la naturaleza, y por tanto el del vacío. Pero su presencia es necesaria. Su modo de educar a sus hijos es opuesto al de su mujer, y así se lo hace saber a uno de los pequeños:

«Tú madre es una ingenua; hay que tener una gran fuerza de voluntad para salir adelante en este mundo. Si eres una buena persona, la gente se aprovecha de ti… Todos estos altos ejecutivos, ¿sabes cómo llegaron adonde están? Dejándose llevar por la corriente sin esforzarse. No permitas que alguien te diga que no puedes hacer algo. No hagas lo que yo hice (…) La vida hay que vivirla».

Sus frustraciones le llevan a esto. Cuatro minutos después oímos: «Hay quienes sin merecerlo pasan hambre. Y mueren. Hay quien es amado y nunca corresponde. Si queréis triunfar no podéis ser demasiado honrados». Sus expectativas fracasadas le hacen ser exigente y severo, aunque él no deja de ser honrado y se desvive por el bienestar de su familia: «Uno se hace a sí mismo. Controlas tu propio destino. No debes decir no puedo, sino me está costando, aún no he acabado». Y tras una hora y veintidós minutos e metraje, después de muchas discusiones y enfrentamientos, el padre reprocha a la madre que haya puesto a sus hijos en contra: «Desautorizas lo que hago delante de mis hijos».

Pero llega el día en el que sale de viaje. La tensión del hogar se esfuma. Al principio reina la felicidad, y tanto la madre como los tres hijos viven la marcha del padre como una liberación. Ya no están bajo ninguna responsabilidad. Ya no hay nadie que vigile sus acciones. Y entonces Jack empieza a cambiar. Se ve indestructible, capaz de todo, y seducido por el mal, deja entrar el pecado en su vida.

Domina ahora la anarquía en el hogar. Jack no tiene una vara con la que guiar su crecimiento, pierde todos sus referentes. Ya no puede hablar con Dios. No quiere que lo mire. Y la indulgente madre no puede con él. En la ausencia del padre se reconoce su necesidad.

Por lo que se refiere al padre, y su travesía, la fábrica en la que ha estado trabajando toda su vida cierra, y acepta la opción que le ofrecen de marchar a otro lugar en un puesto mejor. El señor O’Brien, finalmente, reconocerá que su camino es un terreno baldío, en unas palabras durísimas y conmovedoras: «Quería que me quisieran por ser alguien importante. Un gran hombre. No soy nada. (…) Mirad la gloria que nos rodea: árboles, pájaros… Vivía en el pecado, todo lo mancillé y no me fijé en la gloria. Soy un hombre estúpido».

Y después, dirigiéndose a su hijo: «¿Sabes, Jack? Siempre he querido para ti hacerte fuerte, y que fueras tu propio jefe. Puede que haya sido duro contigo; eso no me enorgullece. Vosotros sois lo único que he hecho en la vida. Aparte de eso soy un cero. Sois todo lo que tengo y lo que quiero tener». El padre sabe que el camino que ha seguido hasta ahora no conduce a nada. Pero todavía no ha reconocido dónde reside la felicidad eterna.

Mientras se mudan, la madre concluye que el único modo de ser feliz es amando. «Si no sabes amar, tu vida pasará como un destello. Sé bueno con los demás. Asómbrate. Ten esperanza». Pero lo cierto es que el amor maternal exclusivo no es suficiente, como tampoco lo es sólo el paternal. Dios, en cambio, otorga el amor completo. La madre es generosidad sin disciplina, el padre, exigencias sin afecto, sin comprensión. Y los dos aman, y los dos sufren, y los dos lo hacen lo mejor que saben o pueden. Padre y madre son dos figuras fundamentales. ¡Pero carecen del poder de redimir a sus hijos!

La Gracia es el río donde se lavan los pecados

La historia de Jack O’Brien (acrónimo de JOB), es la historia de una conversión. Y la historia de El árbol de la vida, el relato de cómo Dios extiende su gracia para que creamos en él lo amemos. ¡Menuda densidad intelectual el guión del señor Terrence Malick! ¡Y menudo atrevimiento!

Jack, lentamente, se adentra en las tinieblas, que lo envuelven tan pronto su padre se va de viaje. Un compañero de gamberradas lo tienta como si del mismísimo diablo se tratara: «Sólo intentan asustarte, que seas un ignorante. Hay cosas que se deben aprender. ¿Cómo podemos saber nada hasta que no lo vemos?» Y otro chico… «Dicen que no pruebes las cosas, ellos lo hacen. [Aparece la imagen de un perro herido.] ¿Tienes miedo? Te lo noto». Estamos ante la misma tentación con la que Satanás seduce a la ingenua Eva en el Génesis. La serpiente viene a decir que no temamos, que no importa quebrar la ley de Dios: «En el momento que comáis de algún árbol del jardín se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».

El niño, con el padre ausente, se siente más perdido que nunca, y lo reconoce. En cierta manera es una confesión de los pecados: «¿Qué he empezado? ¿Qué he hecho? ¿Cómo puedo volver a ser como ellos? (…) Mamá, ¿para qué nacería?». Con la llegada del padre, Jack destapa todo su orgullo acumulado, ya no puede controlar la ira que lo domina. Llega incluso a desear la muerte de su padre. La rebelión ya es total. Inolvidable la imagen en la que Jack es tentado a girar el gato que sostiene el coche que está arreglando su padre, debajo de él. Además, continúa haciendo mal, y la toma con su hermano mediano, Steve, una criatura adorable y noble.

Pero después del pecado, a veces, llega el arrepentimiento. Jack pide perdón a su hermano: «Perdona. Eres mi hermano». El otro le concede su bendición. En un gesto entrañable, primero le toca la mano, después posa su mano en el hombre de su hermano, y al final roza su cabeza. La imagen que nos presenta Malick después del perdón es un árbol filmado en picado, como la presencia de Dios extendiendo su Gracia sobre los niños que han salido a jugar al jardín. El pecado, y sobre todo el perdón, son categorías medularmente cristianas. Y en función de esto, y de otras referencias que ya hemos señalado, El árbol de la vida no encierra ni de lejos un mensaje panteísta, y por supuesto tampoco ateo. Otro cantar son películas anteriores como El nuevo mundo o La delgada línea roja.

Una vez concedida la Gracia, se recupera la paz, se restablece la armonía, sana la factura con el creador. «¿Qué es lo que me enseñaste —dice Jack, mientras en la pantalla aparece la corriente de un río fluyendo mansamente? Entonces no sabía cómo llamarte. Ahora veo que eras tú. Siempre estabas llamándome». En este sentido, el río fluyendo es donde se lavan los pecados, es como una especie de bautismo. Todo el mal del mundo va a parar al río de la Gracia, que limpia toda mancha y pecado.

Y a punto de ser redimido, Jack O’Brien, de nuevo de adulto, lucha con sus demonios interiores. Se halla en un desierto, y se topa con el extraño marco de una puerta que no sabe si atravesar. El desierto simboliza el estado sin gracia en el que se encuentra el personaje de Sean Penn. Al cruzar el dintel, se dirige al misterio mismo. «Sígueme», dice la voz de su hermano. ¿Pero es su hermano? No lo es. Y así lo entiende Jack: «Hermano… Vela por nosotros. Guíanos. Hasta el fin de los tiempos». En el otro lado del marco, surgen imágenes con puertas a medio abrir, escaleras que subir, agujeros que penetrar… invitaciones en última instancia a seguir el Misterio. De pronto aparece en la orilla de una playa, y se arrodilla ante los pies del Señor.

Ahora pude decir que ve lo que Él ve: ha visto la gloria de Dios. Y su madre también, que ofrece, confiada, a su hijo muerto al Señor: «Te lo entrego a ti. Te entrego a mi hijo». Es la orilla de un nuevo mundo. Un nuevo renacer, el bautismo. La puerta a medio abrir se abre totalmente, y la máscara que velaba nuestros ojos cae.

Jack ya no está perdido en un mundo que no le aporta nada, ha encontrado la reconciliación con la más grande. No se siente vacío subiendo y bajando ascensores en rascacielos sin vida. ¡Ha recibido la gracia de la fe! ¡Se ha convertido! Y una sonrisa al final de la cinta lo delata. El puente que aparece, antes de la omnipresente llama, es el símbolo del tránsito de esta vida a otra nueva, más plena y verdadera. El puente es la metáfora de la conversión a través de la fe, el paso de un estado sin gracia a otro en armonía con Dios.

Fotografía exquisita, rodaje con luz natural, dos interpretaciones espléndidas, un metraje hermoso, y un conjunto sublime

Además de la sensibilidad de algunas escenas, o las músicas sublimes que se escuchan, hay algunos momentos inolvidables: un padre enseñando andar a su hijo; el padre, una vez más figura central, endureciendo a sus hijos enseñándoles a pegar; el señor O’Brien-Brad Pitt acompañando al piano a Steve, que toca la guitarra; o el padre regañando a Jack porque no ha cortado bien el césped, mientras le indica sin hablar las calvas del suelo, y éste se desmorona por la responsabilidad y abraza a su padre. Estas escenas son únicas, serias, brillantes, sin frivolidad, sin sentimentalismo.

La fotografía de Emmanuel Lubezki es exquisita, y el rodaje de Malick moviendo la cámara con mucho gusto e introduciéndonos en las situaciones que recorren la historia, es un placer. La luz natural es un indicio de autor perfeccionista. Cielos grises a punto de anochecer, unos rayos de sol filtrándose por las ventanas; todo en su medida para crear sensaciones en el espectador que dan como resultado una obra extraordinaria.

Dos interpretaciones destaco por encima de las demás: la del pequeño Jack (Hunter McCraken). Sorprende su cambio de registro. Y Jessica Chastain, una de mis debilidades.

De la belleza del mensaje poco más se puede decir. El árbol de la vida es a mi juicio una obra maestra. Una película llena de emoción, belleza y estilo. Espiritualmente abrumadora, e intelectualmente intensa. De mucha, mucha calidad. Cine como arte puro.








[1] Observamos que Malick recoge el eterno conflicto entre la caducidad de las cosas y el anhelo de permanencia. En las palabras de la mujer reconocemos el pensamiento de Heráclito.
[2] Romanos 1, 20

2 comentarios:

  1. ¡Qué artículo más bueno! ¡mejor no lo has podido explicar! ¡Y Brad y Jessica son unos actorazos! buenísima película, totalmente recomendada.

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