Si en
los últimos años el cine ha dado un hijo sinónimo de arte, éste es El árbol de la vida. Es una de mis
películas favoritas, y su creador, Terrence Malick, uno de esos genios que
surgen de cuando en cuando capaces de contar historias nuevas. La cinta me
pareció en su día una obra teológica. Y de hecho cristiana. No es de ningún
modo un producto panteísta, ni ateo, ni siquiera deísta a secas. La
deslumbrante película, más allá de que en el fondo sea profundamente espiritual
—y por tanto religiosa—, es abrumadoramente lírica. Y a la hora de degustarla,
una mezcla narrativa y visual que exige al espectador atención y cultura. Como
resultado, un bellísimo desafío que abre en canal la condición humana para
mostrárnosla, nos guste más o menos lo que veamos al asomarnos a ella.
Terrence
Malick estudió filosofía en Harvard y Oxford, y andando el tiempo, siendo
profesor, descubrió que la cámara podía ser una herramienta adecuada para
expresar su poderosa cosmovisión del mundo. Y el lenguaje sirvió de inspiración
a uno de los directores más reconocidos y extraños del planeta, por su
genialidad e independencia para fabricar historias muy personales.
Entre
sus criaturas cuenta, a fecha de hoy, con Malas
Tierras (1973), Días del cielo
(1978), La delgada línea roja (1998),
El nuevo mundo (2005), y ahora El árbol de la vida (2011). En todas
estas producciones audiovisuales hallamos el interés de Malick por manifestar
las exigencias humanas en medio de un mundo caído. Así, en La delgada línea roja vemos una intensa reflexión sobre la guerra,
donde los soldados se preguntan, rodeados por la selva, cuestiones que
trascienden una vida propiamente animal.
Sea
por lo que fuere, Malick no concede entrevista ni acude a recoger premios, como
uno de los últimos recibidos: Palma de Oro en Cannes 2011 por la cinta que
comentamos. Lo que contribuye también a aumentar su aureola de autor misterioso
y de culto. Se tiene constancia de que se dedica en cuerpo y alma a crear sus
historias. Ejemplo de su afán de perfección es que está película que tanto me
ha seducido, una vez grabada y con un metraje desmedido, estuvo siendo
corregida por el director un año entero. No se puede negar que mima sus
creaciones.
* Si alguien está interesado en ver la
película, le ruego que se atreva a verla sin leer nada.
La vida es responder a un dilema: Dios o la naturaleza (esto
es: aceptar a Dios o darle la espalda)
El
ser humano debe contestar a esta encrucijada. Algo en lo que creo firmemente.
Pero es que además es el tema central de la película: el conflicto entre la
divinidad y la naturaleza. Lo que sigue lo escuchamos al principio de la cinta:
“Hermano…
Madre… Fueron ellos los que me condujeron hasta tu puerta”. Son las primeras
palabras con las que comienza El árbol de
la vida, y cobran una dimensión fundamental cuando se ha terminado de ver
la misma. Estas palabras son pronunciadas por Jack O’Brien de adulto (Sean
Penn). Mientras expresa esto, una especie de llama ocupa la pantalla, envuelta
en tinieblas y acompañada por un misterioso rumor. Ojo, porque ella abre la
película, y ella la cierra.
A
continuación, vemos uno de los inicios más bellos que recuerdo en una obra de
cine: una niña se asoma, asombrada, por una ventana abierta, al exterior, al
maravilloso mundo que se despliega y que ella absorbe con la mirada. Y una voz
en off (la madre de la familia)
anuncia la trascendente cuestión en torno a la que gira, como decíamos, toda la
película:
»Las
monjas nos enseñaron que hay dos caminos que puedes seguir en la vida: El de la
naturaleza, y el de la Gracia (en la versión española se traduce
incorrectamente por ‘lo divino’). Debes elegir cuál vas a seguir. Lo divino no
busca agradarse a sí mismo; acepta ser desairado, olvidado, no agrada. Acepta
los insultos y las heridas… La naturaleza sólo busca agradarse a sí misma; y
conseguir que otros la agraden. Le gusta dárselas de gran señora, salirse con
la suya… Encuentra razones para ser infeliz, cuando todo el mundo que la rodea
resplandece, y el amor sonríe a través de todas las cosas.
»Nos
enseñaron que nadie que amara el camino de lo divino acabaría mal [aparecen
agua despeñándose por una cascada y después un árbol, imágenes que se repiten
regularmente durante la película, como dos metáforas visuales importantísimas].
Yo te seré fiel. No me importa lo que suceda».
Y
esto significa que se nos revela la pieza fundamental de El árbol de la vida: el protagonista absoluto es Dios. Malick, en
un ejercicio magistral y ambicioso, elabora un relato desde la perspectiva de
Dios. A Él, al Altísimo, se dirigen las preguntas, y Él, el Sumo Hacedor,
responde. Incluso Dios es representado de alguna manera por Malick en forma de
llama. De esa llama de la que hablábamos al principio y que abre y cierra el
metraje.
Por
eso, con esto presente, se comprende lo que sucede después de las preguntas que
arroja al cielo la madre. A pesar de que una mujer, dándole el pésame, la anima
diciéndole que la vida continúa: “Las personas pasan. Nada permanece igual
(…) El Señor nos lo da, y el Señor nos lo arrebata. Dios es así. [Vemos un
árbol en contrapicado mientras se habla de Dios, y se escucha una música
perturbadora. Sabemos que Él está atento, amparando a las mujeres,
observándolas.] Envía moscas a las heridas que él debería curar”.
Pese
a todo, la madre confía plenamente en Dios. Pero las preguntas son inevitables.
Y algunas, viniendo de criaturas frágiles, comprometen a Dios mismo. «La
esperanza, mi Dios. No temeré ningún mal. ¿Qué has ganado con que mi hijo
muera?” Al padre (señor O’Brien-Brad Pitt), consumido por los remordimientos y
la pena, lo vemos rezar en varias ocasiones, pese a ser un hombre severo y
celoso de la disciplina.
De
pronto la narración da un salto y vuelve a aparecer la llama. Se ha presentado
la desgracia. Y ahora volvemos a escuchar al hermano mayor, Jack (Hunter
McCraken de niño-Sean Penn de adulto). Él es la figura principal de la familia
en la historia, y él también interpela a Dios constantemente. Nos trasladamos pues
a la edad adulta de Jack, y lo vemos recién despertado de un sueño, asaltado
por el recuerdo de una infancia rota, y acosado por la culpa tras haber muerto
su hermano. Y sin embargo Jack vive en una casa preciosa. Nos muestra a una
esposa estupenda, y sabemos que trabaja en un rascacielos en un empelo
envidiable. Y a pesar de eso: “Siento que me voy dando golpes contra un muro”.
¿Por qué?
Jack
escucha constantemente la voz de su hermano fallecido, quien le pide que lo
encuentre. ¿Pero encontrarlo para qué? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No será Dios quien lo
llama a través de su hermano? Tras levantarse de la cama, Jack enciende una
vela (símbolo de la esperanza) recordando a su hermano. En Jack aún reside luz.
Y reconoce el origen de su desdicha: “Me extravié. Te olvidé”. Las palabras son
reveladoras, pero el espectador aún no sabe que a quien se está refiriendo Jack
es a Dios, no a su hermano. Jack lamenta que olvidó a Dios, y reconoce en esto
el origen de sus males. Solo con Él la muerte de su hermano tiene sentido. Está
hablando, en definitiva, de que antes no sabía dónde estaba el Camino, la
Verdad y la Vida. Lo que significa que su vida hasta entonces he estado exenta
de Gracia.
El hombre pregunta, y Dios responde
Volvemos
a la madre después de esta interrupción del relato. La mujer, profundamente
afectada, y dirigiendo sus preguntas a Dios, lo que está expresando es su
desconsuelo por el misterio profundo del mal. Una pregunta que, en el fondo,
encierra un reproche a Dios. Y en su inagotable flaqueza, Jessica Chastain
termina por decir: “¿Crees que no te fui fiel?” Y poco después: “Señor, ¿Por
qué? ¿Dónde estabas?
Y
estas dos preguntas que encogen el alma, enraízan con la historia bíblica de
Job. Es en este preciso momento cuando conviene recordar la cita con la que
comienza El árbol de la vida. La referencia utilizada por Malick para crear un
drama que trasciende los continentes y las épocas es el capítulo 38 de Job,
versículos del cuatro al siete (es la primera señal clara de una película
medularmente cristiana). Pero sólo conociendo quién fue Job y qué le sucedió
podremos comprender qué significan los siguientes veinte minutos de la cinta.
Job
fue el hombre más íntegro y justo de su tiempo: Vivía en la abundancia y el
amor de los suyos. Tenía una hacienda próspera y muchos hijos (diez en total,
siete hijos y tres hijas) y nietos. Pero un desgraciado día Satanás propuso a
Dios demostrarle que su siervo no creía en su Señor desinteresadamente, que
había tenido fácil serle fiel porque no había sufrido contratiempos, y le
solicitó que le permitiera causarle daño. Y Dios consintió. Job perdió su
riqueza, sus ganados, y a sus hijos. Y después sintió el dolor físico. Pero no
profirió Job palabra blasfema contra su Creador, aunque se preguntó por las
razones del giro de su fortuna. Pues bien, resulta que esa pregunta es
contestada por Dios, y esa respuesta es precisamente la cita que Malick recoge
para abrir su obra:
“¿Dónde estabas tú cuando Yo fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?”
Es
decir, ¿quién te crees que eres para juzgar la creación? Dios no da
explicaciones a Job, no se justifica. Pero Job comprende su infinita razón y
legitimidad para obrar así. Lo que sí deja claro Dios es que Él actúa en la
historia. Y eso es lo que se propone contar Malick en El árbol de la vida: cómo Dios responde a nuestras plegarias.
Por
eso en los veinte minutos siguientes —no dura más—, se despliega un maravilloso
fragmento lírico y visual que abruma los sentidos. Y se desencadena a partir de
la pregunta desesperada de la madre de por qué ha muerto su hijo y dónde estaba
Dios que no ha evitado la desgracia. Con esto en cuenta, se entiende bien lo
que sigue. Y lo que sigue es el desarrollo de la creación del Universo, de la
Tierra y de la vida en ella. A través de espectaculares imágenes de supernovas
naciendo, planetas enfriándose, volcanes reventando por fuerzas desconocidas o
la lucha a vida o muerte por atravesar los muros de un óvulo, suspendemos los
sentidos admirados ante la maravillosa recreación de esos momentos únicos. La
sinfonía visual es acompañada por músicas que mueven las lágrimas hasta los
ojos, y las precipitan al borde de los párpados. Brahms, Bach, François
Cuperin, Berlioz, Mahler, o Holst, son algunos de los compositores que pasean
sus piezas musicales por el relato. Ordenadas todas ellas por Alexander
Desplat, responsable de la banda sonora original de la película, y con el que
me quito el sombrero por su obra en el mundo del cine, aún fecunda.
Y
es que la presencia de Dios en la creación puede verse. Él responde, sólo que
de manera muy sutil, y el hombre, mediante la Gracia, reconoce la influencia en
la realidad. San Pablo así nos lo indica: «Porque las cosas invisibles de él,
su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del
mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen
excusa».
Jack reconocerá en algún momento de su vida que Dios estaba llamándole: «Me
hablabas a través de ella. Hablabas conmigo desde el cielo. Los árboles… Antes
de saber que te amaba, creía en ti. [Aparecen nuevamente agua y un árbol.]
¿Cuándo tocaste mi corazón por primera vez?». Y siguiendo el mismo
procedimiento que con la madre, a la pregunta de Jack le sucede la respuesta de
Dios. A continuación vemos cómo el amor de sus padres lo engendró, y entramos
en una parte narrativa de la cinta en la que se cuenta la formación y el
desarrollo de esta familia.
En
la formación de la familia podemos ver los dos caminos ante la vida de los que
hablábamos. La madre es un ángel de luz, puro amor y generosidad; el padre, un
hombre honrado y autoritario que desea lo mejor para sus hijos, y considera que
la disciplina es conveniente, sobre todo con el mayor. Ella sigue el difícil
arco que va del dolor a la Gracia, él se mantiene casi toda su vida en el
sendero de la naturaleza, o en otras palabras, alejado de Dios. Y los niños
crecen en un estado natural de inocencia, rodeados de animales y jardines, protegidos
por el amor incondicional de la madre, pero también por la seguridad que
garantiza la figura del padre. Hacen su vida en la calle, en el jardín de la
casa. Sin embargo, ese camino de inocencia choca, antes o después, con la
realidad. Los niños descubren la dimensión del mal.
Un mundo caído: El mal es dar la espalda a Dios
La
extraña imagen que aparece de vez en cuando de la escalera a la que se encarama
el niño pequeño para llegar a la buhardilla de la casa sólo puede ser la
metáfora del paso de la inocencia del niño a la adolescencia, ese proceso natural
en el que poco a poco se descubren los aspectos desagradables y peligrosos de
la vida. Es la metáfora visual del crecimiento. Y la cruda verdad es que la
infancia feliz de un niño es pasajera, porque la naturaleza no puede satisfacer
de modo pleno la felicidad.
Los
pequeños descubren por primera vez el mal cuando se cruzan yendo con su madre
con un joven lisiado (en este caso más que con el mal en sí es con la deformidad
de un mundo que se cree seguro). Después topan con un grupo de delincuentes
violentos detenidos por la policía. Y el pequeño de los tres hermanos de la
familia pregunta a la madre: «¿Puede ocurrirle a cualquiera?» La madre,
protectora, trata de impedir que los niños vean el mal, negando con ese
comportamiento la realidad. La inquietud del chaval, comprensible, le introduce
en un nuevo mundo.
Jack
es el primero en reaccionar ante lo que han visto. Y se encomienda a Dios:
«Nadie habla de ello. Ayúdame a no contestar mal a mi padre; ayúdame a no
provocar peleas de perros… Ayúdame a no contar mentiras. ¿Me estás vigilando?
Quiero saber lo que eres. Quiero ver lo que tú ves». Estas palabras sinceras,
salidas del corazón de un niño, y perfumadas por Desplat con un coro delicioso,
emocionan profundamente. Sin embargo, los acontecimientos desembocan en lo que
es la principal dualidad de la vida: amor y muerte. Cuando Jack ya ha empezado
a odiar a su padre, dejando entrar los demonios en su cabeza, se enamora de una
chica del colegio (y la seguirá por la calle a varios metros de distancia en
una de las muchas imágenes inolvidables de El
árbol de la vida). Pero después del amor, la muerte sobreviene. En la
piscina del pueblo, donde se están bañando los tres hermanos vigilados por los
padres, un pequeño muere en un trágico accidente. La escena es rodada con
sabiduría técnica por Malick. El impacto brutal de la muerte en unos espíritus
tan jóvenes les despierta, y lo primero que temen no es su propia muerte, sino
la de su madre: «¿Tú también morirás? Aún no eres tan vieja, mamá».
Volvemos,
una vez más, a la cuestión del sufrimiento en el mundo. Cuyo origen es el
pecado. Por eso vivimos en un mundo caído. Aquí es central en la historia el
sermón que pronuncia el sacerdote en el entierro del joven (que utiliza como
lección la historia de Job), y si prestamos atención veremos que se subraya
visualmente el carácter cristiano del mensaje. El pastor trata de abrir los
ojos a los padres, de proporcionarles un sentido trascendente a la vida, y de
esta manera también a la muerte. Dice lo siguiente:
«Job
imaginaba que podía construir su nido a gran altura. Su comportamiento íntegro
le protegería de la desgracia; y sus amigos creyeron erróneamente que el Señor
sólo podía haberle castigado porque había hecho algo mal a escondidas. Pero no.
La desgracia recae también sobre los justos. No podemos protegernos de ella. No
podemos proteger a nuestros hijos. No podemos decirnos: “Aunque yo no sea
feliz, tengo que asegurarme de que mis hijos lo sean”.
»Corremos
delante del viento, y creemos que siempre nos empujará hacia delante; pero no
es así. Nos desvanecemos como una nube; nos marchitamos como la hierba en
otoño, y como un árbol nos arrancan de raíz. ¿Existe algún fraude en el esquema
del Universo? ¿No existe nada que sea imperecedero? [Steve-Tye Sheridan, el
rubito que morirá en la guerra sin que nosotros lo conozcamos de adulto, mira
una vidriera en la que aparece ¡Cristo!.] ¿Nada que no se destruya? No podemos
permanecer donde estamos, debemos seguir hacia delante. Debemos encontrar algo
que sea más grande que la fortuna o el destino. Nada puede traernos paz. ¿Por
qué? ¿Está el cuerpo del hombre sabio, o el del justo, exento de cualquier
dolor? ¿De cualquier desasosiego? ¿De la deformidad que podría destruir su belleza,
o de la debilidad que podría acabar con su salud?
»¿Confiáis
en Dios? También Job estaba cerca del Señor. ¿Son vuestros amigos e hijos
vuestra seguridad? No existe un lugar en todo el mundo donde el peligro no
pueda alcanzarnos. Nadie sabe cuándo el dolor visitará vuestra casa, como
tampoco Job lo sabía. En el momento en el que todo le fue arrebatado a Job, él
supo que el inductor había sido Dios. Se apartó de las recompensas efímeras de
la vida [el señor O’Brien estrecha la mano de varios hombres fuera de la
iglesia, mientras seguimos escuchando la voz del sacerdote]. Buscó aquello que
es eterno. ¿Por qué hay quien ve la mano de Dios sólo cuando nos otorga algo, y
no la ve cuando nos lo arrebata? ¿O sólo ve a Dios aquel que percibe la mirada
del Altísimo sobre él? ¿No creéis que también ve a Dios aquel que nota que el
Sumo Hacedor le da la espalda?».
El
lirismo de este texto es exquisito. Terrence Malick subraya aquí la categoría
del discurso cristiano del sacerdote, la enseñanza que arroja la historia de
Job sobre la pregunta del mal en el mundo, y, lo más importante, señala a
Cristo como la fuente eterna a la que debemos dirigir nuestra esperanza.
A
pesar de eso, para Jack la muerte de ese chico en la piscina es un duro golpe a
su fe. El joven ha terminado desviándose. Y reprocha a Dios su aparente
indiferencia: «¿Dónde estabas? Dejaste morir a un niño. ¿Dejarás que ocurra
cualquier cosa? [Vemos el incendio de la casa de unos vecinos de la familia, y
la cabeza medio quemada de un joven.] ¿Por qué yo debo ser bueno si tú no lo eres?»
Y más tarde insiste: «¿Por qué nuestro padre nos hace daño?».
La paternidad: Dios padre y el señor O’Brien (Brad Pitt)
Las
explicaciones que reclama Jack son atendidas por Dios, pero la forma de Éste no
es percibida inmediatamente por los hombres, porque Él orienta, ayuda, pero no
impone ni obliga. Las respuestas a nuestras preguntas más íntimas, nos llegan
en esta vida, pero el tiempo y la forma de percibirlas varían con cada persona.
Todos, sin embargo, aprendemos verdades fundamentales en esta vida. Jack
pregunta por el mal aparente que produce “nuestro padre”.
En
puridad, El árbol de la vida puede
leerse como un diálogo entre padres e hijos, como la necesaria educación de un
padre hacia sus hijos, y cómo estos la reciben. El paralelismo entre el señor O’Brien
y la forma de educar a sus hijos y, por otra parte, la actuación de Dios con
sus criaturas, es bien clara.
Llega
un momento en vida de cualquier joven en que la presencia del padre puede
resultar una carga asfixiante. Su presencia impediría la libertad de la
criatura, que, llamada por sus instintos, no se corrige y exige una autonomía
que no está escrita en su alma. Pero es una tentación poderosa. De hecho, el
pecado entró en el mundo porque el primer hombre se atrevió a determinar por sí
mismo el bien y el mal. Y aunque la criatura no tiene alas para volar, exige
lanzarse al vacío, o en otras palabras, dar la espalda a Dios.
Los
padres, por su parte, también sufren. Desde la perspectiva de los hijos creemos
que son figuras de piedra, que no tienen necesidad ni temores y que sólo están
ahí para que podamos apoyarnos. «¿Quieres a tu padre?», pregunta el señor O’Brien
a Jack. El personaje interpretado por Brad Pitt —que está espléndido más allá
de algún tic, y que cada vez es más consciente de su potencial— es un hombre
honrado que en algunos casos trata con demasiada dureza a sus hijos. Su camino
es el del éxito, el de la naturaleza, y por tanto el del vacío. Pero su
presencia es necesaria. Su modo de educar a sus hijos es opuesto al de su
mujer, y así se lo hace saber a uno de los pequeños:
«Tú
madre es una ingenua; hay que tener una gran fuerza de voluntad para salir
adelante en este mundo. Si eres una buena persona, la gente se aprovecha de ti…
Todos estos altos ejecutivos, ¿sabes cómo llegaron adonde están? Dejándose
llevar por la corriente sin esforzarse. No permitas que alguien te diga que no
puedes hacer algo. No hagas lo que yo hice (…) La vida hay que vivirla».
Sus
frustraciones le llevan a esto. Cuatro minutos después oímos: «Hay quienes sin
merecerlo pasan hambre. Y mueren. Hay quien es amado y nunca corresponde. Si queréis
triunfar no podéis ser demasiado honrados». Sus expectativas fracasadas le
hacen ser exigente y severo, aunque él no deja de ser honrado y se desvive por el
bienestar de su familia: «Uno se hace a sí mismo. Controlas tu propio destino. No
debes decir no puedo, sino me está costando, aún no he acabado». Y tras una
hora y veintidós minutos e metraje, después de muchas discusiones y
enfrentamientos, el padre reprocha a la madre que haya puesto a sus hijos en
contra: «Desautorizas lo que hago delante de mis hijos».
Pero
llega el día en el que sale de viaje. La tensión del hogar se esfuma. Al principio
reina la felicidad, y tanto la madre como los tres hijos viven la marcha del
padre como una liberación. Ya no están bajo ninguna responsabilidad. Ya no hay
nadie que vigile sus acciones. Y entonces Jack empieza a cambiar. Se ve
indestructible, capaz de todo, y seducido por el mal, deja entrar el pecado en su
vida.
Domina
ahora la anarquía en el hogar. Jack no tiene una vara con la que guiar su
crecimiento, pierde todos sus referentes. Ya no puede hablar con Dios. No quiere
que lo mire. Y la indulgente madre no puede con él. En la ausencia del padre se
reconoce su necesidad.
Por
lo que se refiere al padre, y su travesía, la fábrica en la que ha estado
trabajando toda su vida cierra, y acepta la opción que le ofrecen de marchar a
otro lugar en un puesto mejor. El señor O’Brien, finalmente, reconocerá que su
camino es un terreno baldío, en unas palabras durísimas y conmovedoras: «Quería
que me quisieran por ser alguien importante. Un gran hombre. No soy nada. (…) Mirad
la gloria que nos rodea: árboles, pájaros… Vivía en el pecado, todo lo mancillé
y no me fijé en la gloria. Soy un hombre estúpido».
Y
después, dirigiéndose a su hijo: «¿Sabes, Jack? Siempre he querido para ti
hacerte fuerte, y que fueras tu propio jefe. Puede que haya sido duro contigo;
eso no me enorgullece. Vosotros sois lo único que he hecho en la vida. Aparte de
eso soy un cero. Sois todo lo que tengo y lo que quiero tener». El padre sabe
que el camino que ha seguido hasta ahora no conduce a nada. Pero todavía no ha
reconocido dónde reside la felicidad eterna.
Mientras
se mudan, la madre concluye que el único modo de ser feliz es amando. «Si no
sabes amar, tu vida pasará como un destello. Sé bueno con los demás. Asómbrate.
Ten esperanza». Pero lo cierto es que el amor maternal exclusivo no es
suficiente, como tampoco lo es sólo el paternal. Dios, en cambio, otorga el
amor completo. La madre es generosidad sin disciplina, el padre, exigencias sin
afecto, sin comprensión. Y los dos aman, y los dos sufren, y los dos lo hacen
lo mejor que saben o pueden. Padre y madre son dos figuras fundamentales. ¡Pero
carecen del poder de redimir a sus hijos!
La Gracia es el río donde se lavan los pecados
La
historia de Jack O’Brien (acrónimo de JOB), es la historia de una conversión. Y
la historia de El árbol de la vida, el relato de cómo Dios extiende su gracia
para que creamos en él lo amemos. ¡Menuda densidad intelectual el guión del
señor Terrence Malick! ¡Y menudo atrevimiento!
Jack,
lentamente, se adentra en las tinieblas, que lo envuelven tan pronto su padre
se va de viaje. Un compañero de gamberradas lo tienta como si del mismísimo
diablo se tratara: «Sólo intentan asustarte, que seas un ignorante. Hay cosas
que se deben aprender. ¿Cómo podemos saber nada hasta que no lo vemos?» Y otro
chico… «Dicen que no pruebes las cosas, ellos lo hacen. [Aparece la imagen de
un perro herido.] ¿Tienes miedo? Te lo noto». Estamos ante la misma tentación
con la que Satanás seduce a la ingenua Eva en el Génesis. La serpiente viene a
decir que no temamos, que no importa quebrar la ley de Dios: «En el momento que
comáis de algún árbol del jardín se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses,
conocedores del bien y del mal».
El
niño, con el padre ausente, se siente más perdido que nunca, y lo reconoce. En cierta
manera es una confesión de los pecados: «¿Qué he empezado? ¿Qué he hecho? ¿Cómo
puedo volver a ser como ellos? (…) Mamá, ¿para qué nacería?». Con la llegada
del padre, Jack destapa todo su orgullo acumulado, ya no puede controlar la ira
que lo domina. Llega incluso a desear la muerte de su padre. La rebelión ya es
total. Inolvidable la imagen en la que Jack es tentado a girar el gato que
sostiene el coche que está arreglando su padre, debajo de él. Además, continúa
haciendo mal, y la toma con su hermano mediano, Steve, una criatura adorable y
noble.
Pero
después del pecado, a veces, llega el arrepentimiento. Jack pide perdón a su
hermano: «Perdona. Eres mi hermano». El otro le concede su bendición. En un
gesto entrañable, primero le toca la mano, después posa su mano en el hombre de
su hermano, y al final roza su cabeza. La imagen que nos presenta Malick
después del perdón es un árbol filmado en picado, como la presencia de Dios
extendiendo su Gracia sobre los niños que han salido a jugar al jardín. El pecado,
y sobre todo el perdón, son categorías medularmente cristianas. Y en función de
esto, y de otras referencias que ya hemos señalado, El árbol de la vida no encierra ni de lejos un mensaje panteísta, y
por supuesto tampoco ateo. Otro cantar son películas anteriores como El nuevo mundo o La delgada línea roja.
Una
vez concedida la Gracia, se recupera la paz, se restablece la armonía, sana la
factura con el creador. «¿Qué es lo que me enseñaste —dice Jack, mientras en la
pantalla aparece la corriente de un río fluyendo mansamente? Entonces no sabía
cómo llamarte. Ahora veo que eras tú. Siempre estabas llamándome». En este
sentido, el río fluyendo es donde se lavan los pecados, es como una especie de
bautismo. Todo el mal del mundo va a parar al río de la Gracia, que limpia toda
mancha y pecado.
Y
a punto de ser redimido, Jack O’Brien, de nuevo de adulto, lucha con sus
demonios interiores. Se halla en un desierto, y se topa con el extraño marco de
una puerta que no sabe si atravesar. El desierto simboliza el estado sin gracia
en el que se encuentra el personaje de Sean Penn. Al cruzar el dintel, se
dirige al misterio mismo. «Sígueme», dice la voz de su hermano. ¿Pero es su
hermano? No lo es. Y así lo entiende Jack: «Hermano… Vela por nosotros.
Guíanos. Hasta el fin de los tiempos». En el otro lado del marco, surgen
imágenes con puertas a medio abrir, escaleras que subir, agujeros que penetrar…
invitaciones en última instancia a seguir el Misterio. De pronto aparece en la
orilla de una playa, y se arrodilla ante los pies del Señor.
Ahora
pude decir que ve lo que Él ve: ha visto la gloria de Dios. Y su madre también,
que ofrece, confiada, a su hijo muerto al Señor: «Te lo entrego a ti. Te entrego
a mi hijo». Es la orilla de un nuevo mundo. Un nuevo renacer, el bautismo. La puerta
a medio abrir se abre totalmente, y la máscara que velaba nuestros ojos cae.
Jack
ya no está perdido en un mundo que no le aporta nada, ha encontrado la
reconciliación con la más grande. No se siente vacío subiendo y bajando
ascensores en rascacielos sin vida. ¡Ha recibido la gracia de la fe! ¡Se ha
convertido! Y una sonrisa al final de la cinta lo delata. El puente que
aparece, antes de la omnipresente llama, es el símbolo del tránsito de esta
vida a otra nueva, más plena y verdadera. El puente es la metáfora de la
conversión a través de la fe, el paso de un estado sin gracia a otro en armonía
con Dios.
Fotografía exquisita, rodaje con luz natural, dos
interpretaciones espléndidas, un metraje hermoso, y un conjunto sublime
Además
de la sensibilidad de algunas escenas, o las músicas sublimes que se escuchan,
hay algunos momentos inolvidables: un padre enseñando andar a su hijo; el
padre, una vez más figura central, endureciendo a sus hijos enseñándoles a
pegar; el señor O’Brien-Brad Pitt acompañando al piano a Steve, que toca la
guitarra; o el padre regañando a Jack porque no ha cortado bien el césped,
mientras le indica sin hablar las calvas del suelo, y éste se desmorona por la
responsabilidad y abraza a su padre. Estas escenas son únicas, serias,
brillantes, sin frivolidad, sin sentimentalismo.
La
fotografía de Emmanuel Lubezki es exquisita, y el rodaje de Malick moviendo la
cámara con mucho gusto e introduciéndonos en las situaciones que recorren la
historia, es un placer. La luz natural es un indicio de autor perfeccionista. Cielos
grises a punto de anochecer, unos rayos de sol filtrándose por las ventanas;
todo en su medida para crear sensaciones en el espectador que dan como
resultado una obra extraordinaria.
Dos
interpretaciones destaco por encima de las demás: la del pequeño Jack (Hunter
McCraken). Sorprende su cambio de registro. Y Jessica Chastain, una de mis
debilidades.
De
la belleza del mensaje poco más se puede decir. El árbol de la vida es a mi juicio una obra maestra. Una
película llena de emoción, belleza y estilo. Espiritualmente abrumadora, e
intelectualmente intensa. De mucha, mucha calidad. Cine como arte puro.
[1] Observamos que Malick recoge el eterno conflicto entre la caducidad de las cosas y el anhelo de permanencia. En las palabras de la mujer reconocemos el pensamiento de Heráclito.
[2] Romanos 1, 20
¡Qué artículo más bueno! ¡mejor no lo has podido explicar! ¡Y Brad y Jessica son unos actorazos! buenísima película, totalmente recomendada.
ResponderEliminarMuchas gracias.
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