He
visto Prometheus un par de veces. La película se estrenó con enorme expectación
y el público respondió con una taquilla importante. El padre de la misma,
Ridley Scott, venía de crear años atrás iconos de la ciencia ficción como Alien
o Blade Runner. En esta ocasión anunciaba con ambigüedad el contenido de su
nuevo vástago; y al enfrentarme a él he podido comprobar que me tomaba el pelo.
Aunque la cinta gira en torno a preguntas trascendentes, (¿de dónde venimos?,
¿a qué hemos venido?, ¿qué pasa cuando morimos?) las respuestas a algunas de
éstas, y los planteamientos previos, son un disparate. Prometheus, si buscamos
algo serio, se puede desechar a los 20 minutos. Como entretenimiento puede ser
efectiva, incluso formalmente notable, pero de ninguna manera hace honor a los
graves temas que trata.
No voy a entrar a valorar los
aspectos técnicos o narrativos ni el trabajo de los actores, sólo el contenido
de la película. Y con trazos gruesos.
El argumento es sencillo. Después de
un prólogo de extraña belleza, un grupo de científicos descubre unas
antiquísimas pinturas en unas cuevas de Escocia. Luego son despertados en una
nave espacial cuando están a punto de alcanzar su destino. Una vez despiertos
se celebra una reunión entre los tripulantes de la nave para aclarar los
términos de la misión. Aquí se explican los motivos del viaje y comienza el
disparate.
Peter Weyland, fundador de la
Corporación Weyland, deja grabado en 2091 un mensaje en forma de holograma. Él
es precisamente quien financia el proyecto espacial. Lo primero que hace es justificar
esa empresa. Presenta a la tripulación a David (Michael Fassbender), el robot
que ha permanecido velando durante el viaje los cuerpos de los demás humanos en
hibernación. El magnate reflexiona delante de todos acerca de David y observa
que no envejecerá ni morirá. “Y sin embargo es incapaz de valorar tan
extraordinarios dones, ya que eso requeriría lo único que David no podía tener:
alma. He pasado toda la vida meditando sobre ciertas cuestiones: ¿De dónde
venimos?, ¿a qué hemos venido?, ¿qué pasa cuando morimos?”… Por esa razón
Weyland financia el proyecto en busca de respuesta a sus interrogantes. Y
espera que los dos doctores que encabezan la expedición –aseguran haber
descubierto nuestro origen- hallen sentido a sus inquietudes. ¡Pero vaya par de
científicos! ¡Y vaya despropósito de argumento!
Cuando la pareja se pone a explicar
a sus compañeros sus descubrimientos, lo único que hacen es el ridículo, y con
ellos, los responsables del guión y quienes lo aprobaron en su día.
En su charla, los chicos muestran a
los demás imágenes de excavaciones arqueológicas de distintos lugares. Son
restos de civilizaciones antiguas sin contacto entre ellas, pero con algo en
común: En todas aparece el mismo pictograma, unos hombres adorando a extraños
seres que señalan al firmamento. Al parecer los astros de estos dibujos
conforman un mapa que coincidiría con un único planeta también con luna capaz
de albergar vida. Y allí es donde acaban de llegar.
Entonces uno de los miembros gruñe y
la doctora responsable del proyecto declara que el mapa es en realidad una
invitación hecha por los ingenieros, según ella, “quienes nos ingeniaron a
nosotros”. Luego el anterior personaje se escandaliza y les pregunta si tienen
algo que respalde eso, porque a él le sorprende que estén a punto de cargarse
tres siglos de darwinismo. Ella responde que no tiene pruebas pero es lo que ha
decidido creer. ¡Y olé!
Ya es suficiente. Se puede dejar
aquí la cinta y respirar aliviado, porque la pintoresca reunión es de lo más
absurdo que he visto en el cine. Me explico.
Primero. ¿Qué hacen unos cuantos
“científicos” en pleno 2091 que no se han enterado aún de que Darwin quedó
desfasado tras el descubrimiento del Genoma Humano?
Dos. ¿Por qué no les sorprende a los
“científicos” que, y esto está históricamente demostrado, todas las
civilizaciones antiguas, separadas en el tiempo y el espacio y sin comunicación
entre ellas, creyeran en alguna forma de divinidad. ¿No sería ya en sí mismo
esto una prueba de la realidad de los divino? ¿Por qué empeñarse en buscar
cosas raras?
Tres. Los extraterrestres molan,
venden y son simpáticos. Pero en el fondo de esta moda hay algo más: detrás de
la obsesión actual por la existencia de vida inteligente extraterrestre y la
existencia de otros planetas con principio antrópico como el nuestro, descansa
una idea perversa y bien triste. Porque si hay otra vida inteligente en el
espacio, eso significaría naturalmente que los seres humanos no somos tan
especiales después de todo. Las nuevas corrientes espirituales nos quieren
hacer creer que el ser humano no posee una dignidad especial, que no es más que
un pino de un bosque o una carpa de un río; en todo caso es igual de importante
que los demás seres vivos de la naturaleza. Pero que no se afanen los friquis,
la dignidad de la persona procede, primero, de que es criatura de Dios, y
segundo, de que está hecha a su imagen y semejanza. Y una carpa y un pino no lo
están.
Cuatro. Los extraterrestres (curiosamente
siempre más inteligentes que nosotros) nos engendraron, según fantasea el señor
Scott, pero resulta que nos abandonan y además nos obligan a convivir con otras
especies inteligentes (aliens) que nos devoran cuando entramos en contacto con
ellos. ¡Vaya disparate! Con esta premisa ¿cómo buscar sentido a la vida? Es
más, ¿por qué nos han ofrecido dones inmensos con los que atisbar el cielo en
la tierra? ¿O es que la pareja de científicos no se ama y el amor no es un don
del cielo? Si no nos hubiera creado un ser bueno, ¿cómo se entendería esto?
Y cinco. La evidencia de que el
hombre se plantea cuestiones trascendentes ya es una señal de la realidad de
Dios. Pero los autores de la cinta quieren confundir a la gente y descarriarla
de la fuente de donde manan esas respuestas. ¿Ya no hay sacerdotes en 2091? La
verdad es que la escasa fe religiosa que asoma en la cinta está tan prostituida
que no sirve de nada. Ese mundo tan avanzado que nos enseña Prometheus recurre
a la CIENCIA para responder a todo,
pero ese callejón pertenece al diablo, como todo falso ídolo. Porque la ciencia
sólo opera con estructuras materiales; y es estéril en cuestiones metafísicas.
Para dar sentido a las clásicas y universales inquietudes humanas está la
teología. La ciencia, insisto para que no se olvide, nada más que puede hablar
de la dimensión material. No puede ni pronunciar la palabra alma. Pero como si
por un oído entrara y por el otro saliera, la ciencia elevada por los hombres
como remedio para todos los males es como el viejo titán Prometeo envanecido
por su soberbia pero impotente en el fondo, que desafía a Dios en vez de
arrodillarse ante Él y ensalzarlo por su infinita grandeza.
La soberbia del escéptico, como la
del hombre que confía únicamente en las verdades que revela la materia, tiene
consecuencias. Pero si hemos de abandonar algún día nuestras limitaciones
materiales y alcanzar la vida eterna, sólo un ser que no proceda de las cenizas
y el polvo como nosotros y el titán Prometeo, puede ofrecérnoslo como don
inmerecido. Y ese ser es quien tiene las respuestas trascendentes de Peter
Weyland y las nuestras, y no la inútil ciencia. En este campo al menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario