James Salter (Nueva York, 10 de junio de 1925-) es uno de los más
grandes escritores de la literatura norteamericana. Su vida es en sí misma —al menos
según nos han contado— una novela fascinante. Viejo soldado de la guerra de
Corea convertido en escritor ocasional, con fama de mujeriego y hombre de
mundo, ha dado al arte de las letras algunas obras intemporales. No son sin
embargo grandes obras maestras, pero en cambio sí que tienen todas ellas la
huella única de un escritor que es capaz de imprimir en sus historias el sabor
indeleble de cada uno de los amores humanos reflejados en sus personajes.
En solitario no es el crepúsculo
matrimonial que vemos en Años luz, o los desengaños de los relatos de La última
noche, es la aventura de un hombre solitario que deja su antigua vida para
vivir de acuerdo con su sueño, escalar las montañas más altas de Europa, y así
sentirse, dejando atrás su mundana existencia, su trabajo de mierda y su
aburrida vida, absolutamente libre. Normalmente se concibe al protagonista de
esta novela como un héroe, porque sigue a todos los efectos un ideal que lo
libera de las cadenas que nos atan a llevar un día a día infinitamente repetido,
vulgar y vacío. Y en consecuencia lo deja todo, incluida una mujer con la que
mantiene una relación de tipo moderno, que, a pesar de ser una simple aventura,
deja en la chica sus correspondientes heridas.
No he confirmado la relación intelectual
que pueda tener James Salter con Ayn Rand, la conocidísima autora de El
manantial (comentado en La Cueva) o La rebelión de Atlas, pero estoy seguro de
que Salter era un entusiasta de las ideas de esta escritora nacida en Rusia y
luego emigrada a los USA. Seguramente Salter asume
en gran parte las ideas de la autora del objetivismo filosófico. Lo creo en
primer lugar porque el protagonista de En solitario se apellida precisamente
como ella. Su nombre es Vernon Rand. Y además porque guarda un parecido
asombroso, sobre todo en su forma de ver la vida y de obrar según ésta, con el
héroe de El manantial, Howard Roark. Ambos son individuos resueltos a alcanzar
su sueño, sacrificando a cuantos se crucen en su camino. No digo pisoteándolos,
pero sí abandonándolos cuando son un lastre. Por eso rechazo que Howard Roark,
o en este caso Vernon Rand, sean héroes estrictamente hablando. Lo único que
hacen es prescindir de todo, aprovechar cuanto está a su alcance y tirar hacia
adelante persiguiendo quimeras. No hay nada de heroico en esto. No lo veo. Todo
se reduce a una simple superación personal. Pero una superación que en realidad
no conduce a nada más que a la satisfacción personal que se alcanza al lograr otra
clase de objetivos mundanos para evitar sentirse un fracasado entre otros
fracasados. Para darle un barniz más filosófico a las palabras anteriores: Nada
de lo que hace ninguno de los dos personajes trasciende. No obstante, me parece que la
libertad real, o lo que cada cual entiende por ésta, es algo más complejo. Porque
nadie está del todo a gusto en un mundo tan real y cercano como el que describe
Salter:
«Por las ventanas se veían las casas vecinas con las persianas siempre bajadas, como si dentro hubiera una enfermedad. Y había una enfermedad, de vidas gastadas».
Lo que atrae de ambos
individuos, sin embargo, es esa audacia de cambiar su vida corriente y amargada.
Las acciones de Vernon Rand en esta obra son atractivas para el lector porque
le gusta verse reflejado en este tipo de personajes que tienen valor suficiente
para salirse de sus vulgares vidas, incluso a cualquier precio. No obstante,
resulta que ese precio es lo que muy pocos están dispuestos a pagar. Y yo en
parte lo comprendo, y en parte no. Seguir los pasos de Vernon Rand, escalando
los picos de los Alpes, o las pretenciosas ambiciones del arquitecto Howard
Roark en El Manantial, es una aventura de locos que deja unas secuelas en la
propia alma y en las personas que acaban aparcadas en las orillas de los
caminos por los que ellos han transitado. Ahora bien, el sacrificio, de
haberlo, es la propia vida a cambio de instantes puros de libertad, que también
se consiguen por otros medios siendo un borrego más del sistema creado. Pues soñar
demasiado tiene el riesgo de perder la relación con la realidad, y el mismo
Salter dijo por boca de uno de sus personajes que «la felicidad consiste en
tener lo mismo todo el tiempo». Y yo creo que, al contrario de lo que enseña el
ambiente actual (novedades, caprichos, impaciencia, desenfreno, egoísmo…), esas
palabras encierran una sabiduría impagable. La aparente desgracia de todo esto
es que actualmente cuando muchas personas se dan cuenta de esto, las pocas que
en realidad lo hacen, abren los ojos cuando han perdido trenes que no volverán.
Pues el personaje citado se pronuncia de esta manera en el último relato de La
última noche, precisamente cuando cobra conciencia de que ya ha pasado la
oportunidad de amar a la mujer con la que estaba. Sin embargo, decía aparente
desgracia porque nada es definitivo, y siempre se puede reconquistar lo que
estaba perdido, lo que ocurre es que la ficción se rige por una serie de leyes
propias en las que manda, y no poco, la tragedia.
Y precisamente por guiarnos por las reglas de la ficción novelesca, vivimos confundidos en un mundo que, a nivel sentimental, bien puede considerarse un reino de confusión y caos.
Y precisamente por guiarnos por las reglas de la ficción novelesca, vivimos confundidos en un mundo que, a nivel sentimental, bien puede considerarse un reino de confusión y caos.
Al margen de todo esto, el universo más sugestivo en
las obras de Salter es el de las mujeres. Todas ellas vivas y reales, aunque
resignadas a hombres prometéicos y ariscos. Hasta el punto de llegar a decir de
ellas que «las mujeres parecen una cosa cuando no se las conoce y otra cuando
se las conoce». En fin, destellos indelebles de una pluma agraciada con el don
de la observación para todo aquello que tiene que ver con las relaciones entre
hombres y mujeres. James Salter es un pianista de las letras, un artista de
intimidades únicas tratadas con elegancia y ternura, al abrigo de sinfonías
tristes, sabias y profundamente intensas.
Con todo, uno de los temas
principales de En solitario es la fama. Un tema apasionante y actual, y con tantas aristas como las montañas francesas que encara
el intrépido Vernon Rand. A éste, por cierto, le llega de golpe y porrazo
cuando rescata a un amigo en el Dru francés; pero éste huye de la fama y la rechaza. Lo suyo no es la grandeza del mundo, sino los instantes puros de
placer, cargados, cómo no, de nostalgia y amargura, que sólo se encuentran al
lado de una mujer o, en su defecto, en solitario.
FICHA
Título: En solitario
Autor: James Salter
Editorial: El Aleph
Otros: Barcelona, 2005, 224 páginas.
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