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lunes, 9 de diciembre de 2013

España, Patrimonio de lo Sagrado: Burgos (Catedral de Santa María)

La espiritualidad de la Edad Media alcanza su máxima expresión plástica en las catedrales góticas. La de Santa María, una de las principales de este estilo, y de las más bellas de toda España, es el alma de la ciudad de Burgos.

En la historia del arte una de las manifestaciones más fascinantes de orden arquitectónico es la aparición del gótico. El gran historiador del arte Giorgio Vasari le dio este absurdo nombre en el siglo XVI por considerar que esta evolución del románico procedía de los bárbaros, de la rama germana de los godos. No estuvo, sin embargo, muy acertado el erudito a la luz de las glorias que cuajó el nuevo estilo arquitectónico. El anterior, el románico, había sido el emblema del esplendor del monacato; pero poco a poco la burguesía se fue abriendo paso en la sociedad y demandó en sus burgos monumentos con una sensibilidad acorde con las nuevas creaciones urbanas. Los frutos, principalmente evidentes en los edificios religiosos, serían auténticas joyas artísticas.

La catedral de Burgos, desde que se puso la primera piedra en 1221, aprovechando una nave románica anterior, hasta su remate en el siglo XVI, fue el orgullo de los vecinos burgaleses. Y hoy más que nunca continúa siendo su eje, su piedra angular, su faro. En realidad la Catedral de Santa María lleva siglos siendo el centro de la ciudad, el punto neurálgico que, a partir de su altura y magnificencia, contagia su brillo y su luz a la urbe castellana.


En la parte baja de la misma, a la vera del río Arlanzón, se ubica la referida catedral. Su aspecto me impresiona al cruzar el Arco de Santa María y entrar en la Plaza de San Fernando. El lugar es bonito. Y el templo invita inmediatamente a conocerlo. La Portada del Sarmental es para mi gusto la mejor elaborada. En el tímpano me topo con Cristo, que bendice con su mano levantada a los curiosos que, como yo, no pueden evitar cruzar el umbral de esa catedral llena de ángeles y de gárgolas.

Una vez dentro del majestuoso templo católico se abren de par en par las ventanas del alma, suavemente, en un movimiento ascendente, sustrayendo a ésta a las alturas a las que el diseño gótico nos eleva cuando estamos bajo su techo. La altura, no hay duda, era un elemento decisivo para los artesanos de este estilo arquitectonico, pues estaba en su ánimo crear la tensión espiritual adecuada para señalar a las almas el camino al cielo. Por eso todos los valores formales de la arquitectura gótica están subordinados a este efecto. Soportes y cubiertas se conciben con esa idea; los gruesos muros de los templos románicos adelgazan porque ya no son esenciales como sustento, y en ellos se abren espacios que ocupan bellísimas vidrieras. Hay un enorme contraste entre uno y otro estilo sólo en lo que se refiere a la luz interior de las catedrales. Las sombras de los monumentos románicos, pues, retroceden en estas moradas celestiales. Ahora la luz inunda, templada y serena, los nuevos océanos de piedra.

No escondo mi entusiasmo por esta joya declarada Patrimonio de la Humanidad. Es cierto que en España hay ejemplos magníficos de este estilo, como por ejemplo la Catedral de Salamanca —que quita el hipo—, y también lo es que Francia es la cuna de las catedrales góticas, las cuales (Chartres, Reims, Amiens, Notre-Dame, la Sainte-Chapelle…), si Dios quiere, saludaré antes o después con mis pisadas; pero a mí este templo castellano consagrado a la advocación de María me parece el más exquisito de todos los españoles. Mis ojos se inclinan por ésta obra, entre otras cosas porque en ningún otro lugar existen capillas tan magníficas. No al menos tantas de tanto nivel. La Capilla del Condestable, por ejemplo, es una catedral incrustada en la propia forja del templo. Es sencillamente sublime. No conozco, ni siquiera de oídas, capillas civiles tan maravillosas como ésta. La calidad artística de esta capilla fureraria corta momentaneamente el habla. En ella reposa el Virrey de Castilla y su esposa (don Pedro y doña Mencía), que como expresión del poder que le era natural como mano derecha del rey, pasó a la inmortalidad junto a ésta a través del arte. Es esta capilla, como digo, un templo único en sí mismo, un edificio independiente dentro de otro edificio más grandioso si cabe. Aquí la mirada es arrebatada a las alturas, y sus arcos apuntados nos enseñan el itinerario del Reino.

Otras capillas realmente bellas son la de la Presentación, de Santa Tecla, y la de la Visitación o de Santa Ana, donde se erige en esta última un inmenso retablo de Gil de Siloé y el sepulcro de alabastro del obispo Cartagena, gran patrocinador de la catedral burgalesa. La grandiosidad de las capillas citadas, hasta donde he llegado, no se ve en ningún otro edificio de semejantes características. No al menos tal reunión de capillas tan bien vestidas.

Y si hablo de retablos debo aludir también al que ilustra el altar mayor. Muy superior a los que se pueden disfrutar en Murcia, Cuenca, Toledo o Salamanca. Y tan precioso como el coro que se le opone en su mismo pasillo. Los asientos de madera y los tubos de los órganos abrigados bajo esas lámparas de araña de ensueño, y las bóvedas de crucería de la nave central, convierten el espacio en un paraíso terreno.

Y justo al lado, la guirnalda de ese espacio, su magnífica bóveda estrellada, se levantada sobre el crucero. El aspecto de la misma es alucinante. Inclinar la cabeza hacia las alturas y contemplar el alarde con la que está fabricada, enloquece el alma, la arrulla de esa paz familiar que sólo puede dar uno de tantos nombres con los que Dios se ha manifestado: Belleza. Bajo ella, en el centro mismo del crucero, los restos del Cid y de doña Jimena. Historia viva, arte sagrado y fe en lo divino, se conjugan entre estos sillares de piedra.

Sin embargo, quizá lo más conocido internacionalmente de la catedral de Burgos sea la Escalera Dorada. Una obra maestra de Diego de Siloé que se integra con enorme gracia y elegancia a las paredes del templo, salvando la distancia entre la Puerta de la Coronería y el piso de la iglesia. Es un deleite para la vista, y la primera escalera de toda España en estilo renacentista.

Otro espacio de hermosura similar a los descritos en el interior de la catedral burgalesa es el claustro. De dos pisos, también es el más bonito que he visto. El trabajo que hicieron en él los artesanos que lo erigieron es en mayor medida una obra de orfebrería que de cantería. Los adornos, y la gracia de los mismos, resisten seguramente las comparaciones de pocas catedrales en el mundo.

Y es que una catedral es un mundo en sí mismo. Un universo de una riqueza artística y simbólica inagotable. Cuando rodeo el templo hasta terminar en la Portada Real, en la Plaza de Santa María, me asalta la idea que un buen día escuché en televisión al actual canónico fabriquero de la Catedral de Burgos, don Agustín Lázaro. Las catedrales góticas guardan un parecido estético y simbólico impresionante con las naves que surcaban entonces los mares de la Tierra. La catedral, según indicaba este sabio encargado de velar por ésta, tiene su proa y su popa. Las dos hermosísimas torres, rematadas por agujas caladas, son las velas de la embarcación. En las cubiertas, donde vamos los hombres y mujeres que venimos a este mundo, cantidad de ángeles nos protegen a estribor y babor de los peligros del oleaje y de la vida misma. Y el elemento más importante de la nave, la torre de mando, es la obra maestra que tiene por cimborrio. En él casi nadie se fija, pero es una joya hecha por un maestro cantero extraordinario. Pues bien, ¿quién puede estar al mando del timón de la Iglesia? ¿Quién es esa figura que se percibe en la posición más alta de la torre de mando, en la cima del cimborrio? Al posar los ojos en esa obra gótica de adornos renacentistas a quien se descubre es a Cristo. ¿Quién si no en lo más alto? Él está al frente de los mandos de la nave. Se le ve levantando una mano, y en la otra sosteniendo el globo terráqueo. Sus intenciones son claras. Está dirigiendo a su Iglesia hacia el sol, a la culminación natural de la odisea que tenemos por vida, a Dios mismo. Con esta metáfora imperecedera en los baúles del alma, con esta imagen imborrable de este monumento que se ha convertido en la seña de identidad de la ciudad de Burgos, la Catedral de Santa María ya no se ve nunca más con los mismos ojos.

Burgos —es un hecho atesora un patrimonio exclusivo cuya joya más destacada es su catedral, corazón y médula espinal de esta villa castellana, a la que, claro está, no se puede conocer sin admirarla. Con todo, después de semejante recorrido, el alma también anhela otro tipo de compañía. El hambre de belleza es un requisito esencial del espíritu humano, como también lo es otro tipo de hambre más mundano. Y, por supuesto, éste siempre se celebra mejor en compañía. La que se necesita para disfrutar como Dios manda de calles como la de la Sombrerería, y relamerse con tapas como las que ofrecen tabernas como Cervecería El Morito, o lugares un poco más glamurosos como Gaona Jardín, que cuenta con un solomillo que es en sí mismo una obra de arte. Es evidente, para quien conoce esta villa castellana, que en Burgos la belleza y el arte no sólo están en sus piedras.




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