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jueves, 12 de diciembre de 2013

España, Patrimonio de lo Sagrado: Altea

Un lunes cualquiera, tras un sábado de discotecas y de recogerme a las tantas, escapé durante dos días de este mundo de mentiras y envidias. Y estuve a punto de romper con todo. Apuntísimo. De cortar lazos y de terminar con la algarabía. En el fondo lo estoy haciendo, sólo que progresivamente. En realidad salía de uvas a peras, muy, muy poco, por no decir nada. Pero cada vez lo hacía con menos gusto y me encontraba más incómodo en esos locales ruidosos, aplastado entre personas que no conocía de nada y que seguramente sólo deseaban con todas sus fuerzas «pasárselo bien», arrancar unas horas de felicidad a este mundo tan incomprensible y revuelto. Yo por entonces tenía otros alicientes, y era cuestión de tiempo que me determinara a resolver de una vez por todas que para mí había terminado la estúpida fiesta, la felicidad adulterada que otros consumen a espuertas.

Desde luego si quería vender mis creencias por el aplauso del mundo, tenía que renunciar a ellas. Pues honradamente no había forma de conciliar unas y otro. Por eso no me dolió un ápice escoger, renunciando a la aprobación de todos aquellos que no comprendieran mi forma de obrar, incluso llevando con alegría y confianza que me miraran «raro». Y cada día que pasa me doy más cuenta de que ser coherente con la fe exige el desprecio de cosas y personas que antes formaban parte, más o menos íntima, de la vida de uno.

Ese lunes, como digo, tras hacerse finalmente añicos la máscara que velaba mi cara, y no pudiendo soportar más la falsedad de conservar cierta fe con las diversiones de siempre, me acerqué a Altea, un pueblecito del interior de Alicante, donde sabía de dos de las iglesias más encantadoras de España. Me servirían, pues, de gustoso retiro. Fui allí exclusivamente por ellas, y lo hice a mi aire. Como casi siempre. No para aclarar mis ideas, sino para determinarme a llevarlas a cabo.

En fin, resuelto a evadirme, cogí una vez más mi coche y me dirigí dirección Alicante, una ruta que, a causa de eso que llaman amor, conocía al detalle.

Llevaba conmigo varios libros, y el cuaderno que me llevo a todas partes, cuando a la altura de Benidorm me paré a pensar en lo lejos que estaba yo entonces del ambiente que se respira en sus calles. Una ciudad pensada para el turismo de playa, un lugar ideal para pasárselo en grande en cualquiera de sus bulliciosos pubs y en sus salas de baile. ¿Pero cómo, me preguntaba, podía aflorar la fe de nadie en aquella urbe donde sus edificios desafían a los cerros vecinos y los hombres la visitan para hallar sucedáneos de felicidad entre individuos afines? Altea, en cambio, el lugar en el que pasé las dos noches siguientes, es un mundo absolutamente diferente del que ahora atravesaba. A pesar de que desde el Mirador del Cronista, una de las azoteas más altas de Altea, se vieran los rascacielos de Benidorm perfectamente. Pues en realidad están a dos pasos de distancia. Sin embargo, Altea es un pueblo tranquilo, de casas encaladas, de cuestas, de paz y de descanso, de balcones al mar y a la luz, al cielo estrellado de la noche serena del Mediterráneo. Pese a las ganas que tenía de respirar el aroma de sus calles, una vez llegado a término, en vez de entrar en Altea continué hacia el pueblo vecino de Calpe. La razón es una obra de arte. A mitad de camino se encuentra una de las iglesias más curiosas y bonitas de la vieja Hispania, la Iglesia Ortodoxa Rusa de San Miguel Arcángel. Y ella era, como anuncié, el primer antojo de mi viaje.

A pesar de que iba avisado de que se encuentra en un recodo de la carretera entre ambas poblaciones, casi la paso por alto. Afortunadamente iba despacio. Así que una vez rebasada la iglesia hube de seguir unos metros y en el próximo ensanche cambiar de dirección, a la altura aproximada de una clínica dental, que según me enteré luego, es para gente con «pasta». Ya de frente, cumplido el giro satisfactoriamente, de pronto topé con una panorámica maravillosa. La iglesia era sin lugar a dudas más impresionante de lo que pensaba.

Su origen se remonta al año 2001, y se construyó por iniciativa de un millonario ruso que quiso tener cerca de su hogar una iglesia como las levantadas en su patria. Para ello, según pude averiguar, trajo materiales y obreros de su tierra natal. No escatimó esfuerzos y recursos el mecenas de la obra para fecundar también esta tierra con el arte del viejo imperio de los zares. De hecho es la primera iglesia de este tipo que se erigió en España, y como otra en Madrid, inaugurada en 2010, única en su estilo, típico de los templos ortodoxos del este de Europa. Paseando por sus alrededores, de su fachada me llamó la atención, además de sus dimensiones y su peculiar diseño, las maderas con las que está fabricada, también el mosaico dorado de Cristo que da la espalda a la puerta de entrada pero se muestra, señor y redentor, hacia la carretera que une las poblaciones de Calpe y Altea. Comprobar debajo suyo las miles de teselas de las que está compuesto, y su enorme tamaño, sugestiona.

Dentro del reducido pero aseado templo, un universo de color me arrebató nada más cruzar el umbral de su entrada. La iglesia entera está revestida de iconos sagrados, de figuras evangélicas y de hermosas imágenes pintadas. Recuerdo de otra ocasión en la que estuve, esta vez acompañado, tener la oportunidad de asistir un rato a una misa ortodoxa y quedarme prendado con la celebración litúrgica de los cristianos rusos, y el respeto, no se puede decir con palabras, de los allí reunidos. Para ellos los iconos son sagrados, por eso no es extraño verlos besar las imágenes. Pero más allá de los detalles anteriores, los dulces cánticos que se pronunciaban, el aroma del incienso cargando la pequeña estancia donde los allí presentes permanecíamos de pie, y aquellos iconos que tanto me gustan, fueron para mí toda una experiencia. De todo aquello todavía conservo fresco el asombro del fervor de aquellas gentes, el cuidado que demostraban con el sacramento los más pequeños, y la elegante y digna forma que tenían las mujeres de llevar el velo. Emocionante y bello episodio entre vivos colores e inciensos que me ayudó a tonificar mi fe y a afrontar con mayor alegría y soltura las observancias de la misma.

A la noche, ya en la habitación en la que me hospedaba, por fin en Altea, estuve repasando durante horas un manual de don José Orlandis, tratando de recordar las diferencias que nos separaban a los cristianos ortodoxos de los católico-romanos. Y aunque han pasado mil años desde la ruptura de Oriente y las diferencias litúrgicas son evidentes, las relativas a la doctrina, que son las realmente importantes, me siguen pareciendo pequeñeces que no empañan todas aquellas cuestiones fundamentales que compartimos. Quizá incurra en herejía, pero lo cierto es que así me parece. Como fuera, ellos fueron los que decidieron separarse. El patriarca Focio tuvo mucho que ver en la enemistad con occidente, desempolvando viejas cuestiones como el filioque, que en realidad no eran tan problemáticas, y sobre todo azuzando la cuestión iconoclasta que enfrentó primero a los bizantinos y luego a parte de ellos con el papa de Roma. Pero en el fondo unos y otros creemos en el misterio de la Trinidad Santa y en Jesucristo como Señor y Salvador, Hijo único de Dios que se hizo igual en todo a nosotros, salvo en el pecado. Como fuere, la Iglesia Ortodoxa Rusa, ubicada en pleno monte entre las poblaciones de Altea y Calpe, es un lugar de recreo y deleite atípico en España, y una prueba más de la deuda que tiene el arte con la religión cristiana.

Pero no sólo hice ese viaje para admirar el templo ortodoxo. Sabía que Altea posee, entre sus casas inmaculadas, una joya igual de resplandeciente que el templete eslavo del que regresaba. La Parroquia de Nuestra Señora del Consuelo, erigida en lo alto del pueblo, en las entrañas lozanas de una plaza encantadora, esconde en su seno un abrazo de luz mediterránea cuyo secreto son los muros como montañas nevadas y los adornos que, como nervios en llamas, recorren la preciosa iglesia de los pies a la cabeza. Poca gente sabe en realidad que detrás de su discreta fachada, la parroquia de Nuestra Señora del Consuelo guarda para los fieles un bocado del cielo. Me pregunto si no serán así las moradas de los ángeles, las mansiones de los santos, los hogares de los mártires; elevadas estancias excitadas por la luz que Dios vierte sobre sus blancas paredes surcadas de arroyos por donde corren incesantes millones de pepitas de oro.


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