Un
lunes cualquiera, tras un sábado de discotecas y de recogerme a las tantas,
escapé durante dos días de este mundo de mentiras y envidias. Y estuve a punto
de romper con todo. Apuntísimo. De cortar lazos y de terminar con la algarabía.
En el fondo lo estoy haciendo, sólo que progresivamente. En realidad salía de
uvas a peras, muy, muy poco, por no decir nada. Pero cada vez lo hacía con
menos gusto y me encontraba más incómodo en esos locales ruidosos, aplastado
entre personas que no conocía de nada y que seguramente sólo deseaban con todas
sus fuerzas «pasárselo bien», arrancar unas horas de felicidad a este mundo tan
incomprensible y revuelto. Yo por entonces tenía otros alicientes, y era
cuestión de tiempo que me determinara a resolver de una vez por todas que para
mí había terminado la estúpida fiesta, la felicidad adulterada que otros
consumen a espuertas.
Desde
luego si quería vender mis creencias por el aplauso del mundo, tenía que
renunciar a ellas. Pues honradamente no había forma de conciliar unas y otro.
Por eso no me dolió un ápice escoger, renunciando a la aprobación de todos
aquellos que no comprendieran mi forma de obrar, incluso llevando con alegría y
confianza que me miraran «raro». Y cada día que pasa me doy más cuenta de que
ser coherente con la fe exige el desprecio de cosas y personas que antes
formaban parte, más o menos íntima, de la vida de uno.
Ese
lunes, como digo, tras hacerse finalmente añicos la máscara que velaba mi cara,
y no pudiendo soportar más la falsedad de conservar cierta fe con las
diversiones de siempre, me acerqué a Altea, un pueblecito del interior de
Alicante, donde sabía de dos de las iglesias más encantadoras de España. Me
servirían, pues, de gustoso retiro. Fui allí exclusivamente por ellas, y lo
hice a mi aire. Como casi siempre. No para aclarar mis ideas, sino para
determinarme a llevarlas a cabo.
En
fin, resuelto a evadirme, cogí una vez más mi coche y me dirigí dirección
Alicante, una ruta que, a causa de eso que llaman amor, conocía al detalle.
Llevaba
conmigo varios libros, y el cuaderno que me llevo a todas partes, cuando a la
altura de Benidorm me paré a pensar en lo lejos que estaba yo entonces del
ambiente que se respira en sus calles. Una ciudad pensada para el turismo de
playa, un lugar ideal para pasárselo en grande en cualquiera de sus bulliciosos
pubs y en sus salas de baile. ¿Pero cómo, me preguntaba, podía aflorar la fe de
nadie en aquella urbe donde sus edificios desafían a los cerros vecinos y los
hombres la visitan para hallar sucedáneos de felicidad entre individuos afines?
Altea, en cambio, el lugar en el que pasé las dos noches siguientes, es un
mundo absolutamente diferente del que ahora atravesaba. A pesar de que desde el
Mirador del Cronista, una de las azoteas más altas de Altea, se vieran los
rascacielos de Benidorm perfectamente. Pues en realidad están a dos pasos de
distancia. Sin embargo, Altea es un pueblo tranquilo, de casas encaladas, de
cuestas, de paz y de descanso, de balcones al mar y a la luz, al cielo estrellado
de la noche serena del Mediterráneo. Pese a las ganas que tenía de respirar el
aroma de sus calles, una vez llegado a término, en vez de entrar en Altea
continué hacia el pueblo vecino de Calpe. La razón es una obra de arte. A mitad
de camino se encuentra una de las iglesias más curiosas y bonitas de la vieja
Hispania, la Iglesia Ortodoxa Rusa de San Miguel Arcángel. Y ella era, como
anuncié, el primer antojo de mi viaje.
A pesar de que iba avisado de que se encuentra en un recodo de la
carretera entre ambas poblaciones, casi la paso por alto. Afortunadamente iba
despacio. Así que una vez rebasada la iglesia hube de seguir unos metros y en
el próximo ensanche cambiar de dirección, a la altura aproximada de una clínica dental, que según me enteré luego, es para gente con «pasta». Ya de
frente, cumplido el giro satisfactoriamente, de pronto topé con una panorámica
maravillosa. La iglesia era sin lugar a dudas más impresionante de lo que pensaba.
Su
origen se remonta al año 2001, y se construyó por iniciativa de un millonario
ruso que quiso tener cerca de su hogar una iglesia como las levantadas en su
patria. Para ello, según pude averiguar, trajo materiales y obreros de su
tierra natal. No escatimó esfuerzos y recursos el mecenas de la obra para fecundar
también esta tierra con el arte del viejo imperio de los zares. De hecho es la
primera iglesia de este tipo que se erigió en España, y como otra en Madrid,
inaugurada en 2010, única en su estilo, típico de los templos ortodoxos del
este de Europa. Paseando por sus alrededores, de su fachada me llamó la
atención, además de sus dimensiones y su peculiar diseño, las maderas con las
que está fabricada, también el mosaico dorado de Cristo que da la espalda a la puerta
de entrada pero se muestra, señor y redentor, hacia la carretera que une las
poblaciones de Calpe y Altea. Comprobar debajo suyo las miles de teselas de las
que está compuesto, y su enorme tamaño, sugestiona.
Dentro
del reducido pero aseado templo, un universo de color me arrebató nada más cruzar
el umbral de su entrada. La iglesia entera está revestida de iconos sagrados,
de figuras evangélicas y de hermosas imágenes pintadas. Recuerdo de otra
ocasión en la que estuve, esta vez acompañado, tener la oportunidad de asistir un
rato a una misa ortodoxa y quedarme prendado con la celebración litúrgica de los
cristianos rusos, y el respeto, no se puede decir con palabras, de los allí reunidos.
Para ellos los iconos son sagrados, por eso no es extraño verlos besar las
imágenes. Pero más allá de los detalles anteriores, los dulces cánticos que se
pronunciaban, el aroma del incienso cargando la pequeña estancia donde los allí
presentes permanecíamos de pie, y aquellos iconos que tanto me gustan, fueron
para mí toda una experiencia. De todo aquello todavía conservo fresco el
asombro del fervor de aquellas gentes, el cuidado que demostraban con el
sacramento los más pequeños, y la elegante y digna forma que tenían las mujeres
de llevar el velo. Emocionante y bello episodio entre vivos colores e inciensos
que me ayudó a tonificar mi fe y a afrontar con mayor alegría y soltura las
observancias de la misma.
A la
noche, ya en la habitación en la que me hospedaba, por fin en Altea, estuve
repasando durante horas un manual de don José Orlandis, tratando de recordar
las diferencias que nos separaban a los cristianos ortodoxos de los católico-romanos.
Y aunque han pasado mil años desde la ruptura de Oriente y las diferencias
litúrgicas son evidentes, las relativas a la doctrina, que son las realmente
importantes, me siguen pareciendo pequeñeces que no empañan todas aquellas
cuestiones fundamentales que compartimos. Quizá incurra en herejía, pero lo
cierto es que así me parece. Como fuera, ellos fueron los que decidieron
separarse. El patriarca Focio tuvo mucho que ver en la enemistad con occidente,
desempolvando viejas cuestiones como el filioque,
que en realidad no eran tan problemáticas, y sobre todo azuzando la cuestión
iconoclasta que enfrentó primero a los bizantinos y luego a parte de ellos con
el papa de Roma. Pero en el fondo unos y otros creemos en el misterio de la
Trinidad Santa y en Jesucristo como Señor y Salvador, Hijo único de Dios que se
hizo igual en todo a nosotros, salvo en el pecado. Como fuere, la Iglesia
Ortodoxa Rusa, ubicada en pleno monte entre las poblaciones de Altea y Calpe, es
un lugar de recreo y deleite atípico en España, y una prueba más de la deuda
que tiene el arte con la religión cristiana.
Pero no
sólo hice ese viaje para admirar el templo ortodoxo. Sabía que Altea posee, entre sus casas inmaculadas, una joya igual de resplandeciente que el templete eslavo del
que regresaba. La Parroquia de Nuestra Señora del Consuelo, erigida en lo alto
del pueblo, en las entrañas lozanas de una plaza encantadora, esconde en su
seno un abrazo de luz mediterránea cuyo secreto son los muros como montañas
nevadas y los adornos que, como nervios en llamas, recorren la preciosa iglesia
de los pies a la cabeza. Poca gente sabe en realidad que detrás de su discreta
fachada, la parroquia de Nuestra Señora del Consuelo guarda para los fieles un
bocado del cielo. Me pregunto si no serán así las moradas de los ángeles, las
mansiones de los santos, los hogares de los mártires; elevadas estancias
excitadas por la luz que Dios vierte sobre sus blancas paredes surcadas de
arroyos por donde corren incesantes millones de pepitas de oro.
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