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jueves, 19 de diciembre de 2013

¿Existe Dios? 3 pruebas de su existencia

En el anterior artículo —el primero de la serie acerca de si Dios existe— planteaba la advertencia de que hay que encarar esta cuestión partiendo del hecho indiscutible de que la razón humana es insuficiente. Asumiendo por tanto la noción de misterio, evitaba así que se cayera en el error de tratar de abarcar la vastedad del misterio de Dios, y no se pensara en consecuencia si su existencia es razonable o no lo es. La finalidad del apartado anterior era marcar los límites de la naturaleza humana y enseñar los cauces legítimos por donde ésta debe andar. Señalados éstos, describo a continuación el proceso mediante el cual el hombre puede acceder a la realidad de Dios con su sola razón, volviendo muy difícil ya la validez de los postulados ateos. Estas tres vías de acceso a la existencia de Dios son suficientes para exponer un razonamiento completo que ilumine nuestro entendimiento.

Prueba del orden
Decíamos al principio que Dios existe y puede conocerse. Tres son las pruebas que invocaremos en este título del libro para descubrir que en efecto así es. Las vías, tesoros valiosísimos del pensamiento racional logrados por hombres con mentes prodigiosas, me han llevado a gastar los ojos en no pocos estudios, y también me han supuesto algunos quebraderos de cabeza importantes, pero finalmente las he podido digerir y ordenar en un discurso propio que ha terminado por arrojar una luz resplandeciente sobre mis propias inquietudes, que son, como es obvio, comunes a las de todos los demás hombres. Precisamente para elaborar estas tres pruebas me he apoyado en los conocimientos de dos maestros en la distancia por los que siento profundo respeto y enorme admiración, don José Antonio Sayés y don Manuel Carreira. Para construir los discursos de las dos primeras vías he prestado especial atención a los trabajos del primero, para la última, me he servido de la ingente erudición del segundo. Veamos entonces sin más dilación esta primera vía.

La prueba del orden es bien sencilla. En la realidad existe un orden convencional y un orden objetivo. Convencional sería por ejemplo el orden de un alfabeto. Sus letras están ordenadas de una determinada manera, pero podrían estarlo de otra. Así, la A del alfabeto latino podría ser la quinta, la décima o la vigésima letra, y no necesariamente la primera. En cambio, en la realidad también apreciamos que existe un orden objetivo. Y este es el que más nos interesa para nuestro argumento.

Imaginemos, valiéndonos de una ilustración de Sayés, que estamos frente a la catedral de Burgos acompañados por otra persona y que a ésta le proponemos si aceptaría que el templo que tiene delante fuera fruto de la casualidad. Esta persona negaría tal posibilidad y pensaría que estamos tomándole el pelo. ¿Pero por qué la catedral de Burgos no es resultado de una casualidad? Necesitamos una respuesta racional. ¿La tiene? Por supuesto. Tras cierta vacilación, finalmente la persona implicada acabará respondiendo con lógica que la construcción gótica que tiene delante es obra de un arquitecto. Y habrá acertado. Pero todavía no se ha respondido a por qué una catedral necesita de un arquitecto, y así se resuelva que una iglesia formada por rocas no es consecuencia de una casualidad. Solo cabe una respuesta lógica para esto, y es la siguiente: Las piedras no son inteligentes. La materia, no piensa.

Las rocas de la catedral de Burgos están ordenadas conforme a un diseño inteligente, y para que hayan dado lugar a una de las principales joyas del gótico español es obligado que éstas sigan un plan previsto por una inteligencia. Pues bien, de la misma manera, el arquitecto del mundo es Dios. El mundo, compuesto de materia, es un proyecto inteligente de Dios. Sin un ser supremo no se entendería cómo el mundo se ordena objetivamente, o cómo el hombre crece según un plan inteligente que es previo a él. Se verá mejor esto con la explicación del proyecto hombre, inexplicable, como decimos, si no participa en su creación y posterior desarrollo una inteligencia que lo dote de un determinado plan.

Como sabemos, el cuerpo humano está compuesto por una serie de elementos químicos entre los que destacan el oxígeno, el carbono, el hidrógeno, el fósforo, el nitrógeno y el calcio. Por otra parte, nuestro código genético está formado por sustancias tales como adenina, timina, guanina, uracilo y citosina. Y como es evidente, estas sustancias químicas no piensan. Puede extraerse de todo esto, como manda la lógica más elemental, lo que el teólogo Sayés colige de manera impecable: «para que estos elementos básicos formaran un cuerpo humano, precisarían tener un plan y un diseño que no tienen, porque de ningún modo son inteligentes»[1]. Pues bien, al igual que las piedras de la catedral de Burgos son parte de un diseño inteligente, el carbono de un cuerpo humano también precisa de un plan para desarrollar el proyecto humano, pues ni piensan las piedras ni el carbono. Es necesaria entonces la participación de una inteligencia que dirija este material inerte. No en vano, ¿qué es el ADN si no un conjunto de instrucciones para que funcione y se desarrolle un organismo vivo? Si el fósforo y el hidrógeno no tienen capacidad por sí solos de pensar, y por tanto no pueden actuar según ningún plan, ¿cómo es posible que miremos al hombre y no reconozcamos que es fruto de un diseño inteligente cuya responsabilidad remite a eso que llamamos Dios? Por lo tanto, si sacamos a Dios de la ecuación del orden objetivo del mundo, no hay alternativa lógica.

Prueba de la contingencia
El desarrollo de esta vía es muy breve, y se funde con la siguiente, que nos remonta a la pregunta por el origen del universo. Sigamos fijando por ahora nuestra vista en el hombre. Después ya tendremos tiempo de formularnos otras preguntas.

El hombre, como sabemos, además de poseer una razón insuficiente, es un ser contingente. Empecemos por aclarar el término. Un ser contingente es el que no tiene en sí mismo la razón de su existencia. Esto quiere decir que cada uno de nosotros vive efectivamente, pero podría no haberlo hecho. No tenemos capacidad para decidir si existimos o no. Es decir, no nos damos a nosotros mismos la vida. Si existimos, por tanto, es porque hemos recibido la existencia de otro. Pero además de que el hombre nace a partir de otro, muere irremediablemente. Entonces podemos decir que el hombre tiene principio y fin. Y asegurar que somos dependientes. De esta manera, es evidente que el ser contingente necesita de un ser necesario para existir.

¿Quién es entonces el ser necesario si el contingente recibe su existencia de otro? Aquel que, obviamente, no puede recibir la existencia de otro, pues, si la recibiera, ya no existiría necesariamente. Este ser, pues, existe sin principio ni fin, sin depender nunca de nada ni de nadie. Y este ser necesario es Dios. En palabras de Sayés: «Está claro también que un ser contingente (o una cadena de contingentes) solo se puede explicar, en último término, por un ser necesario que sería Dios exclusivamente. Dios es el ser necesario»[2].

En sentido negativo, y como remate del razonamiento, si no hubiera un ser necesario, la existencia del hombre no podría explicarse lógicamente.

Sin embargo, sobre todo a partir de la fiebre que padece la razón con la llegada del racionalismo, y luego con el espectacular desarrollo de la ciencia en el siglo XX, se han buscado pretextos continuamente para evitar estos razonamientos. En realidad estas resistencias del hombre se deben a que no acepta que la realidad es más de lo que se ve, y de lo que él puede concebir, porque está loquito de soberbia. Ahora bien, las inquietudes espirituales del hombre no se pueden erradicar vendiendo filosofías desechables. Siempre se ha preguntado el hombre, y siempre lo hará, por su origen. ¿Dónde estamos? ¿De dónde venimos? ¿Qué tiene que ver el mundo conmigo? Como hemos visto, no es lógico remontar su origen a una cadena de seres limitados hasta el infinito. Cada uno de nosotros explica su existencia (carnal) a través de sus padres, y estos a partir de nuestros abuelos, y nuestros abuelos a partir de nuestros bisabuelos, y así sucesivamente. Pero el ser contingente tiene su origen en el ser necesario porque a aquél no le pertenece la infinitud. De la misma manera, hoy se está tratando de despistar al hombre con la insinuación de que nuestro universo, en realidad, procede de otros muchos universos. Esto, de ser cierto, tampoco explica nada. Y además no se puede probar. Es otro pretexto más para no responder de dónde salen esos numerosos universos, y cuál es el origen de todos ellos. Pero como se ha visto, recurrir a una cadena de contingentes es absurdo: los seres contingentes han de proceder de un ser necesario. Esto es sencillamente evidente.

Recordemos ahora la prevención hecha al principio de este título: nuestra razón es insuficiente. No pretendamos por lo tanto comprender absolutamente a ese ser necesario, pues esto supera las fronteras de nuestra razón. Jugar a ser dioses no nos compete. Y además haríamos el ridículo. No presentemos resistencia entonces a que no podamos comprender su majestad, y que esto nos impida ver que nuestra razón es capaz de conocerlo, pues ya lo hemos hecho.

En resumidas cuentas, el hombre es contingente y el mundo también lo es. Y esto significa que ambos existen gracias a un ser necesario. O sea, Dios.

A continuación recorreremos la vía de la Creación, y nos preguntaremos por una inquietud universal de nuestra especie: ¿Cuál es el origen del universo? Probaremos que el universo es contingente y veremos cómo Dios, una vez más, es la única explicación racional de la existencia del mundo.

Prueba de la Creación
Para poder desarrollar esta vía he tenido que hundirme hasta la cintura en los escritos del padre Manuel Carreira, y estudiar otras obras científicas y teológicas de gran calado; al menos he tenido que conocer los fundamentos básicos del pensamiento científico y aprender lo esencial en cosmología y física. Este hombre, como digo, astrofísico, Licenciado en Filosofía y en Teología, Máster en Física y Doctorado con una tesis sobre rayos cósmicos, es un pensador español de talla mundial, y lo considero un maestro. Sus textos son brillantes y cerrados, pulcros, de una lógica aplastante. En ellos, como en sus conferencias, se respira la autoridad de su pensamiento y la rotundidad de sus afirmaciones. Parto, pues, de sus discursos para mostrar esta prueba.

El hombre, nos dice Carreira, es un ser racional y su racionalidad se manifiesta en la búsqueda de Verdad, Belleza y Bien, categorías que indican los atributos de la persona, inteligencia y voluntad libre. El ser humano, desde que tiene capacidad para expresarse siendo todavía niño, se pregunta «¿Qué es esto?» y «¿Para qué es?», lo que implica una inquietud constante por la finalidad de las cosas y por su propia esencia. Pues bien, la ciencia no puede aportar nada en este sentido. No puede hablar del valor de una poesía o de la belleza de un paisaje, porque sólo opera dentro de los límites de la materia. Ciencia —antes todo conocimiento razonado— es hoy en día el estudio de la actividad de la materia. Y materia, energía, vacío físico, partículas, o espacio y tiempo (elementos que componen el mundo), no pueden dar cuenta de verdades que están más allá de sí mismas. Por eso hay que dar un salto de la física a la metafísica. Veamos cómo.

La ciencia del siglo XX ha logrado avances valiosísimos para el hombre, pero sus hallazgos, en contra de lo que pudiera pensarse, han consolidado los razonamientos teológicos. Por ejemplo, en 1929 se produce un descubrimiento básico: el universo está en expansión. Lógico, la materia es cambiante y está sujeta al tiempo, lo que indica evolución. Y el cambio lo vemos, forma parte del flujo temporal. También conocemos el origen de la materia. Su nombre científico, y ya popular, es el Big Bang. Resulta que hace unos 14.000 millones de años, de un puntito de masa concentrada se produce una explosión gigantesca. El universo se puso en marcha en ese preciso instante. Tres cuartas partes de la materia original eran hidrógeno, y una cuarta, helio. Pues bien, estos elementos se expanden como si fueran una nube de gases que se esparce y se enfría; entonces los gases se comprimen y dan lugar a galaxias y estrellas. El proceso continúa, y se puede explicar perfectamente la formación de la Tierra, del Sol, de la Luna, etc., pero no el paso de la materia no viviente a materia viviente. Esto es literatura científica, aunque a nivel popular suene a chino; es una descripción probada a partir de lo que conocemos con seguridad de la materia y las leyes que la mueven y transforman. Lo que no se ha podido explicar, como decíamos, es cómo aparece la vida. Y algo más inalcanzable aún: ¿Por qué?

Lo que hay que tener en cuenta en primer lugar para profundizar en este asunto es que de la nada no sale nada. Es lógico que alguien pudiera preguntarse entonces qué había antes de que estuviera «ahí» ese puntito de masa concentrada y se produjera la explosión. ¿Qué hubo antes de haber algo? Como dice el astrofísico y jesuita Manuel Carreira, la respuesta puede parecer un juego de palabras pero es la única respuesta lógica que hay. Sólo una. A la pregunta de qué hubo antes de la materia, se puede afirmar lo siguiente: No hubo antes. El tiempo no tiene realidad sino como atributo de la materia. Es así de simple. Mas es lógico que nos hagamos esa pregunta porque el hombre sólo es capaz de pensar bajo coordenadas espacio-temporales. Nuestro pensamiento está condicionado por estos dos ejes. Todo lo ubicamos dentro de tiempo y espacio. Pero si no hubo antes, y la materia existe, ¿de dónde procede? ¿Cómo es, si no es infinita? Hemos visto la respuesta antes hablando del ser humano. Ya sabemos que la materia no tiene en sí misma la razón de su existencia, y que por tanto no es causa necesaria de su realidad, sino que ésta procede de otro. El universo emana de una razón necesaria que no es él mismo, tiene un origen, y puesto que está sujeto al flujo temporal, tiene un final.

De esta manera, estamos hablando de un comienzo total. De un paso de nada a algo. Sólo hay una palabra que describa esto —como sabe muy bien don Manuel Carreira—, y esta palabra es Creación.

Volviendo a Sayés, podemos preguntarnos con él, ya que hemos discurrido lo suficiente antes como para seguirle, por la partícula que conciben los científicos en el origen: una fracción de átomo de hidrógeno representada por la unidad precedida por 48 ceros, que explotó en una fracción de segundo representada por la unidad precedida de 31 ceros. «¿Cómo puede una partícula así tender a realizar el proyecto hombre? Esa partícula no puede, por sí sola, llegar a formar el proyecto hombre, porque nadie tiende a un proyecto si no lo conoce»[3].

¿Conocen las piedras? ¿Los elementos químicos de la tabla periódica? ¿Conoce la ley gravitatoria? ¿El vacío físico? ¿Los agujeros negros? ¿El carbono de mi cuerpo?

De la nada no sale nada, y la materia no es infinita. ¿Cómo entonces puede existir materia, que no tiene en sí misma la razón de su existencia, si no es a partir de una causa necesaria a la que llamamos Dios? No hay forma posible.

La lógica lo prueba. La razón es capaz de acceder a esta verdad aunque se resista a reconocerla por causas que nada tienen que ver con ella. La física entonces se queda a medias, y es el espíritu el que arrastra al hombre a preguntarse por las realidades metafísicas, las que están más allá de la materia.

En palabras de Manuel Carreira: «El hombre no es sólo materia, sino que posee una nueva realidad como indica el que tiene dos niveles de actividad: el nivel de actividad propio de la materia, en común con el resto de la vida en la Tierra, y el nivel de actividad de pensamiento abstracto y actividad libre que no puede atribuirse a la materia y que exige lo que llamamos el espíritu humano»[4].




[1] ¿Por qué creo? Las preguntas de la fe:  José Antonio Sayés; BAC, 2012, p. 10.
[2] Ídem, p. 21.
[3] Ídem, p. 24.
[4] El origen y la evolución de la vida: Manuel Carreira, CEU Ediciones, 2010, p. 76.

3 comentarios:

  1. Lo siento sus argumentos son los de las vías de santo Tomas un poco disfrazados y ya hace muchos años desmontados. Cualquiera con dos neuronas puede darles la vuelta sin problemas . Solo son válidos para gente que a priori es creyente y da por sentido cosas como si no tengo idea de algo "dios es la causa. Su argumento "del orden es igual de válido para los que creen que somos fruto de diseño de una raza alienígena sin ir más lejos..
    Hombre Stephen Hawkins también abe algo de física y sobre el Big-Bang. Su afirmación de que de la nada no sale nada es curiosa .Lea un poco lo que dicen las útimas investigaciones al respecto.
    Un saludo

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    1. Hay al menos tres vías de Santo Tomás vigentes, que no sólo no se les ha dado la vuelta, sino que son perfectamente irrefutables. Por eso no has dicho ni pío, a pesar de que insinúas tener más de dos neuronas, acerca de cómo desmontarlas.

      No digas estupideces, por favor. Quien crea que somos fruto de una raza alienígena, para conocer su origen, tendrá que preguntarse igualmente por quién ha creado a estos seres. Si ellos y nosotros somos contingentes, sólo un ser necesario nos ha podido traer a la existencia. Que no te desconcierte la superioridad de Dios. ¿O es que las hormigas entienden el ajedrez?

      En cuanto al señor Stephen Hawking, te remito al comentario que hice sobre "El Gran Diseño", su último trabajo:

      http://lacuevadeloslibros.blogspot.com.es/2011/01/el-gran-diseno.html

      O a la crítica del mismo por parte de Manuel Carreira: http://www.ivoox.com/p-manuel-carreira-vision-critica-teoria-audios-mp3_rf_2717151_1.html

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