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jueves, 19 de diciembre de 2013

¿Existe Dios? Colofón a la cuestión de si Dios existe

La existencia de Dios es un conocimiento razonado a partir de causas lógicas. Podemos decir esto alto y claro. Lo hemos visto. Por tanto, también se puede afirmar sin temor que la fe y la razón son complementarias y no rivales («como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»), y que el pensamiento científico y el discurrir racional «confirman», hasta donde puede llegar cada uno, la teología.


Si entrecomillamos el término «confirman» es porque sólo la Revelación es el fundamento real de a lo que la razón y la ciencia acceden por sí solas. Pero esto lo veremos enseguida en la siguiente lección.

Por otra parte, hay más vías que prueban la existencia de Dios, como el principio antrópico (ajuste preciso de la naturaleza que permite que se desarrolle la vida), y alguna más; sin embargo nos hemos limitado a desarrollar sólo tres pruebas para describir un razonamiento suficiente pero completo. Aquí la suma de pruebas no hace más real la existencia de Dios, como es lógico, pues sólo con una bastaría para probarlo. Recapitulemos entonces lo dicho hasta ahora con otras palabras.

Las resistencias que puedan brotar en algunos hombres a aceptar esto, como dijimos al principio, nada tienen que ver con el pensar racional, aunque así lo crean. Su oposición radical parte de su inmenso orgullo. Y el orgullo ciega, nos vuelve locos. La realidad, tan evidente para el humilde agricultor de la Edad Media, es irreconocible para el hombre de la civilización digital y del progreso. ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Cómo hemos llegado a ufanarnos tanto? San Pablo, hace dos mil años, con su corazón sencillo y entregado, nos dejó escrito que a Dios se le puede conocer y que lo tenemos a la vista. Quizá conviene escuchar a una voz autorizada: «Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas» (Rom 1-20). Y acusa a continuación a algunos de nosotros de mirar para otro lado, «hasta el punto que no tienen excusa».

Hoy nos creemos poco menos que dioses, y en ocasiones incluso más que ellos. ¿Pero qué es el hombre en realidad? ¿Tenemos motivos para ser así de altivos, para engreírnos y despreciar lo único que nos puede dar lo que anhelamos, Verdad, Belleza, Bien, Amor, y algo llamado vida eterna? ¿Acaso nos damos a nosotros mismos la vida y no hemos de morir? Yo puedo admirar a un ser independiente, que existe simplemente y no tiene fin, pero no a otro que sólo es polvo y cenizas. ¿Y a pesar de ser ceniza de estrellas seguimos siendo orgullosos? ¿No nos empequeñece ya mirar al cielo y comprobar su enormidad? ¿Hemos olvidado que no somos nadie, que no somos nada? ¿No tenemos ya presente que sin Dios seremos borrados del mundo como el granizo es desecho bajo los rayos del sol? ¿Quiénes nos creemos que somos?

Pues si tenemos mala memoria, o un orgullo inmoderado, urge repasar cuál es nuestra condición. Y si reconocemos que el hombre es una criatura miserable, en el sentido de que no tiene valor ni fuerza y que es desdichada e infeliz, ¿por qué nos cuesta tanto creer en Dios aunque no entendamos los misterios que le son propios? Como dijimos en el encabezamiento de este título, el hombre se resiste realmente a creer en la existencia de Dios, no porque su razón sea incapaz de conocerlo, sino porque no puede concebir algo superior a él.

Pero pensemos de nuevo en la diferencia. Ya que he puesto mi corazón en este escrito, tengo que decir que a veces he sentido miedo al pensar en Dios, miedo de su vastedad, de la distancia infinita que separa nuestras inteligencias. Estudiando y penetrando realidades que me resultan supremas, inescrutables, he sentido que caminaba por el borde de un abismo al que no osaba asomarme. Lo reconozco. Había días, preparando este trabajo, que llevándome atrevidos pensamientos a la cama, notaba cómo mi corazón se disparaba y que yo nada podía con semejantes cuestiones, y me sentía impotente y bloqueado cuando escudriñaba por ejemplo el origen del universo. ¿Qué hacía Dios «antes» de la Creación? ¿Estaba solo? ¿Cómo puede haber algo eterno? ¡Cuántas cosas insondables para mi pobre juicio! Y ya que estoy medio desnudo, confieso que también he roto a llorar algunas veces por el inconcebible amor que significa el mismo Dios revelado que se ha hecho cercano; por su promesa, increíble, de vida eterna; por las maravillas que Dios asegura tener preparadas en el cielo para aquellos que lo aman… Es terrible la grandeza de Dios; sobrecoge, asusta. Pero ha de ser así. ¿Cómo le voy a pedir cuentas a él? Pues que no sea capaz de abarcar la magnitud de la majestad de Dios sólo significa que mis fuerzas son escasas y mi razón insuficiente, y no que él no exista. Porque yo soy una criatura de Dios y no Dios mismo. Hemos de pensar por tanto lo que es razonable, no lo que es absurdo, ni lo que nos supera en mucho pero existe realmente.

De esta manera, la teología estudia precisamente aquellas cosas de Dios que nos permiten conocerlo, y aquellas otras que, al escapar a nuestro entendimiento, se consideran misterios.

El mejor relato que hay para ilustrar la incomprensión de Dios por parte del hombre se describe en el libro de Job. Este, consumido por el dolor y el silencio de Dios, ruega al altísimo una explicación a su sufrimiento. Job pretende conocer por qué también sufren los justos. Y Dios finalmente le responde. No se justifica. No le explica algo que su criatura no puede entender. Pero le hace comprender cuál es el lugar del hombre, que en último término es lo importante: «¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? ¡Habla si es que sabes tanto! ¿Sabes tú quién fijó sus dimensiones, o quién tendió la cuerda sobre ella? ¿En qué apoyan sus columnas? ¿Quién asentó su piedra angular, mientras a coro cantaban las estrellas del alba y exultaban todos los hijos de Dios? […]  ¡Habla si sabes todo esto! […] ¿Has enseñado las leyes a los cielos? ¿Determinas su influencia en la tierra?» Job, después del discurso de Dios, abre los ojos y le responde arrepentido: «Reconozco que lo puedes todo […] He hablado sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo» (Job, del capítulo 38 al 42).

Esta es la realidad simple y fría. Somos los que somos. Y siendo lo que somos podemos asegurar también que a Dios se le puede conocer. De hecho sabemos mucho de él, como después veremos, pero no es razonable de ninguna manera pensar que podemos abarcar su eternidad, penetrar en su infinita sabiduría y rodearla. El misterio es consustancial a la vida. Por tanto, para buscar a Dios, bien de forma voluntaria, bien de manera inconsciente, lo primero que ha de hacer el hombre es corregir su orgullo.

Me parece que llegados a este punto estamos en condiciones de poder responder a un par de preguntas. ¿Acaso decir «creo en Dios» encuentra serias objeciones en la razón? ¿Es la fe irracional? De ninguna manera. Y la cuestión más importante: ¿Existe Dios? ¿Es la existencia de Dios razonable y lógica? Sí, Dios existe y puede conocerse. Parece evidente a partir de lo visto que nadie cree sin motivos, sean infundados o no. Y en esta intervención ha quedado claro que la fe en Dios está totalmente justificada. En cambio, sin recurrir a él, es imposible explicar lógicamente estas tres vías que hemos aquí desarrollado.

Por lo tanto, en palabras de Santo Tomás de Aquino, yo no creería si no reconociera que es razonable creer. Y suscribiendo otro comentario de San Agustín, creo para comprender y comprendo para creer mejor. Lo que es, además de una evidencia que no escapaba al más humilde de los agricultores de la Edad Media, de una sencillez grandiosa. Por eso me veo obligado, antes de acabar el desarrollo de esta tesis, a brindar una observación que no debería pasarse por alto: El hombre que no se fía de Dios busca su apoyo en los ídolos.

Dejemos atrás, no obstante, a los que siguen emperrados en cerrar los ojos y blindar su corazón. Sigamos todos los demás.

Pues el ser humano no se detiene aquí una vez que sabe que Dios existe, sino que anhela conocerle, desea saber quién es, cómo es... Necesita en definitiva saber más de su Creador. ¿Quién es entonces ese Dios? ¿Podemos saber cómo es? ¿Acaso se ha comunicado con nosotros? ¿Somos efectivamente importantes para él? Estas aspiraciones nos invitan a hacernos nuevas preguntas, y éstas, a su vez, a partir de una nueva investigación, a dar un paso más en su búsqueda.


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