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viernes, 20 de junio de 2014

España, Patrimonio de lo Sagrado: Orihuela


Para ser mediados de mayo, el termómetro no pesa tanto en la ciudad de Orihuela como esperaba. Normalmente en este enclave del levante peninsular los grados se sienten con más intensidad que en Albacete, pero esta tarde el ambiente no es todavía sofocante. Mejor, porque tengo intención de pasear por sus calles. Mi primer destino, sin embargo, es un recinto cerrado: El Museo Diocesano de Arte Sacro. A él me movía el interés desde hace tiempo por varias piezas de la colección, sobre todo por una pintura. Sin lugar a dudas la joya de la corona. Uno de las pocos cuadros de Velázquez de temática religiosa. Y toda una obra maestra. Manet dijo de Velázquez que era el pintor de pintores, y que cualquier pintura suya justificaba cualquier viaje. No mentía. La Tentación de Santo Tomás es una de las pocas obras de arte a las que me he enfrentado que me han provocado un escalofrío gracias a su belleza y perfección.

El Museo Diocesano de Arte Sacro se encuentra en un antiguo palacio episcopal, restaurado en su día para adecuarlo al nuevo espacio museístico; sito justo enfrente de la Catedral del Salvador y Santa María. La arquitectura del edificio me impone cuando traspaso el umbral de la entrada, pero me maravilla sobre todo su bello claustro; lo primero con lo que me encuentro antes de ver las piezas y obras de la colección diocesana. 

Pronto comprendo que la visita la hago completamente solo. No hay un alma en el viejo palacio, como me han informado los chicos que se encargan de controlar las entradas. Así pues, me encuentro deambulando por las salas con emoción contenida, en silencio, sin nadie que distraiga mi atención o entorpezca mi experiencia en el Museo Diocesano de Arte Sacro. En la sala medieval y del renacimiento, la que me interesaba en un principio, descubro al fondo de la misma una tabla extraordinaria. San Miguel Arcángel, de Paolo San Leocadio. Una preciosa pieza del renacimiento español que me deja con la boca abierta y sin palabras. En ella contrasta a primera vista la belleza del ángel y la fealdad del mal, a los pies del Jefe de las Milicias Celestiales. El arcángel se halla en primer plano y ocupando gran parte del espacio. San Miguel parece danzar sobre el maligno, con gesto dulce pero implacable, mientras clava su lanza en uno de los monstruos a los que tiene aplastados.


Los detalles del pecho son de una finura exquisita. La hermosa armadura pavonada del ángel atrae todas las miradas, y el fondo revela un paisaje precioso, elegante y clasicista. Esta pieza me encanta, pero debo subir a la segunda planta para hallarme por fin con la obra maestra de Velázquez. 


Al final del Salón del Trono, haciéndose de rogar, contemplo la gran obra del pintor sevillano. Entonces, de pie frente a ella, asombrado, la miro en profundo silencio. La escena hace referencia a las tentaciones que el Santo de Aquino tuvo que vencer para no caer en brazos de una fulana que había recibido el encargo de seducirlo con el fin de desviarlo de su vocación sacerdotal. Velázquez detiene el episodio justo en el momento en el cual Santo Tomás ha rechazado la tentación, haciendo huir a la prostituta con un tizón ardiendo y grabando el signo de la cruz en la pared de su celda, pero extenuado por la lucha es confortado por dos ángeles antes de perder la vertical e irse al suelo desmayado. La escena es bellísima, serena, sublime, perfecta. La hermosura del rostro de Santo Tomás, fruto de la gracia propia de su santidad, la delicadeza de sus rasgos, su mano izquierda desvanecida... todo está tan preciosamente realizado por el pintor sevillano como el resto de elementos, incluido el espacio. 


La composición, por otra parte, también es magistral. Con los libros, el taburete, la pluma y el leño humeante en primer plano. Los tres primeros elementos remiten a la inclinación por el estudio del Doctor Angélico. Santo Tomás, como el ángel que está arrodillado junto a él y lo sostiene, forman un triángulo perfecto, mientras que el otro ángel, de pie y al otro lado del santo, se dispone a ceñirle el cíngulo, prenda de castidad y garantía de la misma en adelante. Bellísimos son ambos ángeles; pero el que está de pie, con riquísima túnica, además equilibra la composición al oponerse a la preciosa chimenea clásica que ha dispuesto Velázquez en el margen derecho del lienzo. Al fondo, en el extremo izquierdo, y como apartada de la escena por las espléndidas alas del ángel, la meretriz se marcha de la celda asustada por la irrupción de los seres que se han hecho presentes para socorrer a su protegido. Una obra redonda. Simplemente perfecta. Apenas doy crédito a la belleza que ven mis ojos, pero las calles de Orihuela me están esperando. 

Fuera del Museo Diocesano, el cielo empieza a cubrirse de nubes. Como enfrente se encuentra la Catedral del Salvador, ésta supone mi siguiente alto en el viaje. No obstante, cuando más tarde salgo del templo, tras un buen rato caminando por las calles de Orihuela, de haberme familiarizado con su ambiente y el contraste de pueblo viejo con casas envejecidas y solares sin construir comidos por las hierbas y la suciedad, y por otro lado, edificios elegantes de agradable estética aristocrática, cuando llevo un rato caminando, digo, me pregunto qué sería de esta ciudad sin sus importantes edificios religiosos. Pienso en la Catedral, pero no solamente en ella; también en las iglesias de Santa Justa y Rufina y de Santiago Apóstol. Una y otra quitan el hipo. En Orihuela pueden presumir de un magnífico patrimonio religioso, pero sin éste la ciudad se reduciría a sus edificios civiles de aspecto señorial, y poco más. Como pueblo por tanto no tendría mayor encanto. Y aquí lo saben perfectamente. Tan solo conservaría cierto interés natural, pero ningún reclamo digno para este lugar. En cambio sus iglesias son monumentos valiosísimos, y todos ellos Bienes de Interés Cultural. Aun así su condición no les garantiza la inmunidad frente a la suciedad y el hollín que aportan siglos de antigüedad, pues en estos casos el tiempo es un envidioso que eclipsa cualquier legado.


Sigo andando con estos pensamientos en mente. Este contraste me llama poderosamente la atención. En Orihuela existe una tensión entre los elegantes edificios aristocráticos y religiosos, por un lado, y los bloques de pisos o casas desvencijadas, por otro, que cohabitan en el centro histórico los unos al lado de los otros. También me sorprende el olor a incienso que encuentro en algunos barrios, a la vuelta de una esquina, en un tramo de cualquier calle estrecha y medio en ruinas. No me había pasado nunca. Oler a incienso, en los templos. Jamás por la calles de ninguna villa, por muchos dones con los que la historia la hubiera premiado a lo largo de su vida. Pero también algunos malos olores se perciben mientras ando, llegan de cualquier parte, me asaltan sin previo aviso. Sin duda, si las ciudades tienen impronta, a unas se las siente más que a otras. Y en el caso de Orihuela puedo decir que sabor no le falta; desde luego no se trata de un pueblo anodino y sin gracia. Al contrario. Quizá su clima, su arte, su fe y su historia aviven las pasiones de los naturales, para lo bueno, y para lo malo, en esta olla que es a la vez un cacho de la huerta murciana. 


Con mi espíritu recibiendo como una esponja las impresiones del ambiente oriolano, infinitamente más murciano que alicantino, me encamino hacia el castillo para contemplar desde las alturas la ciudad de Orihuela. No quiero llegar hasta la vieja fortaleza. Solo deseo respirar otro aire y mirar a lo lejos, los vergeles, los tejados y las torres de las iglesias, y los montes que los encierran. Idéntico marco que vio en su día Miguel Hernández, natural de estas tierras. Me pregunto si el entorno influyó en Miguel para crear su poesía, si las huertas de su pueblo lo inspiraron de alguna manera, si los montes ariscos que circundan Orihuela, alentaron en el joven poeta los versos que tanto apreciamos hoy en día... 


Miro en derredor y disfruto de la panorámica. El sol se está escondiendo, y un viento racheado azota las nubes anunciando tormenta. Deshago mis pasos y vuelvo al centro de la histórica Orihuela. Poco después ya es de noche. Pero no es ninguna desgracia. En las tierras donde el sol se entrega más generosamente se vive la noche con más alegría. Sin embargo, en todos los rincones del mundo se pone el sol, como se pondrán también nuestras vidas. Miguel Hernández comprendió esto muy bien, plasmándolo en su eterna poesía.


Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.

Rayo de metal crispado
fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.

Mi sien, florido balcón
de mis edades tempranas,
negra está, y mi corazón,
y mi corazón con canas.

Tal es la mala virtud 
del rayo que me rodea,
que voy a mi juventud
como la luna a mi aldea.

Recojo con las pestañas
sal de mi alma y sal del ojo
y flores de telarañas
de mis tristezas recojo.

¿A dónde iré que no vaya
mi perdición a buscar?
Tu destino es de la playa
y mi vocación del mar.

Descansar de esta labor
de huracán, amor o infierno
no es posible, y el dolor
me hará a mi pesar eterno.

Pero al fin podré vencerte,
ave y rayo secular,
corazón, que de la muerte
nadie ha de hacerme dudar.

Sigue, pues, sigue cuchillo,
volando, hiriendo. Algún día 
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.

Pero esa nostalgia que a veces queda al pasear por ciertos lugares, el creyente debe transformarla siempre en esperanza. Sé que no veré ni el uno por ciento de los lugares maravillosos que existen en el planeta, y que al mismo tiempo mi alma tiende a la belleza de esos lugares, a los paraísos terrestres, por llamarlos de alguna manera; por eso es para mí un estímulo seguir derecho hacia ese lugar maravilloso del que habló San Pablo al describir el cielo, como un lugar que ningún ojo vio ni ningún oído oyó ni ningún corazón sintió, y que Dios preparó para aquellos que lo aman.















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